Authors: Lauren Kate
Luce se sentó en una roca, frente a Daniel, y se abrazó las rodillas. Si lo que estaba sugiriendo era que ella era una marginada en medio de un alumnado repleto de marginados, no podía evitar sentirse un poco insultada. Se aclaró la garganta.
—No puedo permitirme el lujo de pensar seriamente en otro lugar. Espada & Cruz es —hizo una pausa— prácticamente mi último intento desesperado.
—Vamos —dijo Daniel.
—No tienes ni idea...
—La tengo. —Suspiró—. Siempre hay otra parada, Luce.
—Muy profético, Daniel —le espetó. Notaba que cada vez le hallaba más alto—. Pero si tantas ganas tienes de librarte de mí, ¿qué estamos haciendo? Nadie te ha pedido que me arrastres hasta aquí.
—No —dijo—. Es cierto. Me refiero a que tú no eres como los demás que estamos aquí. Tiene que haber un lugar mejor para ti.
El corazón de Luce latía muy deprisa, lo cual solía ocurrir cuando Daniel estaba cerca. Pero en ese momento era distinto. Aquella situación la estaba haciendo sudar.
—Cuando vine aquí —le explicó Luce—, me prometí a mí misma que no hablaría con nadie de mi pasado, o de lo que había hecho para acabar en este lugar.
Daniel apoyó la cabeza entre las manos.
—Lo que estoy diciendo no tiene nada que ver con lo que le pasó a ese tipo...
—¿Qué sabes de él? —Luce hizo una mueca. No. ¿Cómo podía saberlo Daniel?—. Sea lo que sea lo que te haya dicho Molly...
Pero Luce sabía que ya era demasiado tarde. Era Daniel quien la había encontrado con Todd. Si Molly le había contado que Luce también se había visto involucrada en otra muerte misteriosa a causa del fuego, no sabría ni cómo empezar a explicárselo.
—Escucha —le dijo cogiéndole las manos—, lo que te estoy diciendo no tiene nada que ver con esa parte de tu pasado.
A ella le costaba creérselo.
—Entonces, ¿tiene que ver con Todd?
Él negó con la cabeza.
—Tiene que ver con este lugar, y con otras cosas...
Cuando Daniel la tocó, despertó algo en su mente. Empezó a pensar en las sombras furiosas que había visto aquella noche, en lo mucho que habían cambiado desde que había llegado al reformatorio: habían pasado de ser una amenaza desconcertante y furtiva a convertirse en unas figuras terroríficas y reales, casi omnipresentes.
Estaba loca... Sin duda, eso era lo que Daniel debía de pensar de ella. Quizá también pensara que era guapa, pero en el fondo sabía que estaba seriamente perturbada. Seguramente, esa era la razón por la que quería que se fuera, para que no tuviera la tentación de mezclarse con alguien como ella. Si eso era lo que Daniel pensaba, no sabía ni la mitad.
—¿Tal vez tiene que ver con las sombras negras y extrañas que vi la noche en que Todd murió? —le preguntó con la intención de asustarlo. Pero en cuanto pronunció aquellas palabras supo que no estaba tratando de asustar aún más a Daniel... estaba intentando decírselo por fin a alguien.
Tampoco tenía mucho que perder.
—¿Qué has dicho? —le preguntó lentamente.
—Bueno, ya sabes —dijo encogiéndose de hombros e intentando restarle importancia a lo que acababa de decir—. Una vez al día o así, me visitan unos invitados oscuros a los que llamo «sombras».
—No me vaciles —le espetó Daniel. Y aunque el tono de su voz sonara punzante, Luce sabía que tenía razón.
Odiaba oírse hablar a sí misma con aquella falsa de indiferencia, cuando en realidad estaba muy nerviosa. Pero ¿debía decírselo? ¿Podría? Daniel asentía, animándola a que siguiera hablando, y parecía que sus ojos penetrantes le extrajesen las palabras de su interior.
—Me pasa desde hace unos doce años —acabó confesando con un estremecimiento—. Solía ser por las noches, cuando me acercaba al agua o a los árboles, pero ahora... —Le temblaban las manos—. Es algo constante.
—¿Qué hacen?
Habría pensado que quería burlarse de ella, o que la iba a dejar seguir para luego gastarle una broma y reírse a su costa, pero su voz se había vuelta ronca, y estaba lívido.
—En general empiezan a flotar justo por aquí. —Y le hizo cosquillas en la nuca para enseñárselo.
Por una vez, no estaba intentando acercarse físicamente a él, sino que aquella era la única forma que se le ocurría de explicarlo, sobre todo desde que las sombras habían empezado a agredirla de un modo palpable, físico. Daniel no dijo nada, así que continuó hablando. —Además, en ocasiones son muy atrevidas —prosiguió, poniéndose de rodillas y llevándose las manos al pecho—. Y se abalanzan sobre mí. —Ahora estaban frente a frente. El labio de Daniel tembló un poco; en realidad, ella no acababa de creerse que pudiera estar explicándole a alguien (y mucho menos a Daniel) las cosas horribles que veía. Bajó el tono de voz hasta convertirlo en un susurro—: Últimamente, no parecen satisfechas hasta que —tragó saliva— se llevan la vida de alguien y me dejan en el suelo inconsciente.
Le propinó un levísimo empujón en los hombros, sin ninguna intención de desestabilizarlo, pero el contacto mínimo de las puntas de sus dedos bastó para tumbar a Daniel.
Al verlo en el suelo, Luce se quedó tan sorprendida que también perdió accidentalmente el equilibrio y cayó sobre él. Daniel estaba de espaldas al suelo y la miraba con los ojos muy abiertos.
No debería habérselo contado. Allí estaba ella, encima de él, y acababa de confesarle su secreto más íntimo, aquello que en verdad la convertía en una lunática.
¿Cómo era posible que, a pesar de todo, siguiera teniendo tantas ganas de besarlo?
El corazón le latía a una velocidad imposible. Más tarde lo comprendió: estaba sintiendo su propio corazón y el de Daniel, que parecían competir en una carrera. Una especie de conversación desesperada que no era capaz de mantener con palabras.
—¿De verdad las ves? —le susurró Daniel.
—Sí —respondió, aunque en realidad quería levantarse y negarlo todo, pero era totalmente incapaz de despegarse del pecho de Daniel. Intentó leerle el pensamiento: ¿qué pensaría cualquier persona normal de una confesión como aquella?—. Déjame adivinar —dijo abatida—: ahora estás seguro de que necesito un traslado, pero a un psiquiátrico.
Él se zafó de ella, dejándola prácticamente boca abajo. Ella miró primero sus pies, a continuación sus piernas, su torso y por último alzó la vista hasta la cara de Daniel, que estaba de pie mirando fijamente el bosque.
—Eso no había ocurrido nunca antes —dijo.
Luce se puso de pie, pues resultaba humillante quedarse tendida allí sola. Además, era como si él ni siquiera hubiera escuchado lo que le había dicho.
—¿Qué es lo que nunca ha ocurrido? ¿Antes de qué?
Daniel se volvió hacia ella y le puso una mano en cada mejilla. Luce contuvo la respiración. Estaba tan cerca, tenía sus labios tan cerca. Luce se pellizcó el muslo para asegurarse de que esta vez no estaba soñando, de que estaba completamente despierta.
Después, casi por la fuerza, Daniel se apartó de ella. Se quedó de pie, enfrente, respirando con rapidez y con los brazos rígidos a los costados.
—Dime otra vez lo que viste.
Luce se volvió para mirar el lago. El agua cristalina y azul llegaba en suaves olas a la orilla, y consideró bañarse. Eso fue lo que Daniel había hecho cuando la situación se volvió demasiado comprometida para él. ¿Por qué no podía hacer ella lo mismo?
—Puede que esto te sorprenda —dijo Luce—, pero no me hace mucha ilusión sentarme aquí y explicar lo loca que llego a estar.
«Sobre todo a ti.»
Daniel no respondió, pero Luce podía sentir su intensa mirada sobre ella. Cuando por fin se atrevió a mirarlo, él la estaba contemplando de una manera extraña, inquietante, de profunda tristeza... el gris característico de sus ojos era lo más triste que Luce había visto en su vida. Tenía la impresión de haberlo defraudado de alguna forma, pero era Luce quien había hecho su terrible confesión.
¿Por qué era Daniel el que parecía destrozado?
Él se acercó un paso y se inclinó hasta que sus ojos estuvieron a la misma altura. Luce apenas podía sostenerle la mirada, pero tampoco fue capaz de hacer un solo movimiento. Fuera lo que fuera lo que rompiera aquel trance, sería cosa de Daniel que se estaba acercando cada vez más, inclinando la cabeza y cerrando los ojos, separando los labios... Luce se quedó sin respiración.
Ella también cerró los ojos, inclinó la cabeza hacia Daniel y separó los labios.
Y esperó.
Pero el beso por el que se moría no llegó. Abrió los ojos al comprobar que no había pasado nada, excepto el sonido susurrante de una rama. Daniel había desaparecido. Luce suspiró, descorazonada, pero no sorprendida.
Lo más extraño era que casi podía ver el camino que había tomado para volver por el bosque, como si ella fuera algún tipo de cazadora capaz de percibir la rotación de una hoja y saber por dónde había pasado Daniel. Pero Luce no tenía nada de cazadora, de alguna forma el tipo de huella que Daniel había dejado tras de sí era más perceptible, más clara y, al mismo tiempo, más difícil de concretar. Era como si un resplandor violeta iluminara el camino que había emprendido a través del bosque.
Como el resplandor violeta que había visto durante el incendio de la biblioteca. Estaba viendo cosas. Se apoyó en la roca para recomponerse y miró a su alrededor un momento, frotándose los ojos. Pero cuando volvió a mirar, seguía viendo lo mismo: en un plano de su visión —como si estuviera mirando a través de unas gafas con una graduación descabellada—, los robles y el mantillo que había debajo, e incluso las canciones de los pájaros en las ramas, todo parecía temblar desenfocado. Y no solo temblaba, bañado en aquella suave luz violeta, sino que además parecía emitir un zumbido grave apenas perceptible.
Se dio la vuelta completamente, enfrentarse a ello la aterrorizaba, lo que significaba la aterrorizaba. Le estaba ocurriendo algo, y no podía decírselo a nadie. Intentó concentrarse en el lago, pero incluso este se estaba volviendo cada vez más oscuro y difícil de ver.
Estaba sola. Daniel la había dejado, y en su lugar había quedado aquel sendero por el que ella no podía —o no quería— adentrarse. Cuando el sol se puso detrás de las montañas y el lago se volvió de color gris marengo, Luce se atrevió a mirar otra vez hacia el bosque. Respiró hondo sin saber si se sentía decepcionada o aliviada. Era un bosque como cualquier otro, sin luces parpadeantes ni zumbidos violeta. Ninguna señal de que Daniel hubiera estado allí jamás.
Tocado de raíz
L
uce podía oír las fuertes pisadas de sus Converse contra el suelo, podía sentir el viento fresco y húmedo tirando de su camiseta negra, casi podía saborear el alquitrán caliente de una plaza de aparcamiento que acababan de pavimentar. Pero cuando abrazó a aquellas dos figuras que aguardaban junto a la entrada de Espada & Cruz el sábado por la mañana, ya se había olvidado de todo aquello.
Jamás se había alegrado tanto de abrazar a sus padres.
Hacía días que se arrepentía de lo frío y distante que había sido su encuentro en el hospital, y hoy no pensaba cometer el mismo error de nuevo.
Ambos se tambalearon cuando se abalanzó sobre ellos. Su madre se echó a reír y su padre le dio una palmada en la espalda como hacen los tipos duros. Llevaba su enorme cámara colgada con una correa alrededor del cuello. Ambos recuperaron la compostura y la soltaron para mirarla bien a la cara. En cuanto lo hicieron, sus rostros se desencajaron. Luce estaba llorando.
—Cariño, ¿qué te pasa? —le preguntó su padre al tiempo que le acariciaba la cabeza.
Su madre empezó a revolver el bolso en busca de un paquete de pañuelos. Con los ojos muy abiertos le puso uno a Luce delante de la nariz y le preguntó:
—Ahora ya estamos aquí. Va todo bien, ¿no?
No, no iba todo bien.
—¿Por qué no me llevasteis a casa el otro día? —preguntó Luce, que volvía a sentirse enfadada y herida—. ¿Por qué dejasteis que me trajeran de nuevo aquí?
Su padre palideció.
—Cada vez que hablábamos con el director nos decía que te iba de fábula desde que habías vuelto a las clases, que eras la optimista redomada que nosotros siempre habíamos conocido. Solo que con el cuello reseco por el humo y un pequeño chichón en la cabeza; pensamos que eso era todo—. Se relamió los labios.
—¿Había algo más? —le preguntó su madre.
La mirada que intercambiaron sus padres dejaba entrever que ya habían discutido sobre el tema. Su madre debía de haberle rogado que la visitaran antes, pero su padre, más cerebral, se habría negado. Era imposible explicarles lo que le había pasado aquella noche, o todo aquello por lo que había pasado desde entonces. Había vuelto directamente a las clases, pero no porque ella lo quisiera. Y físicamente estaba bien. Pero en todos los demás aspectos —emocional, psicológica y sentimentalmente— no podía sentirse más desorientada.
—Intentamos respetar las reglas —le explicó el padre de Luce, extendiendo su gran mano para darle un cariñoso apretón en el cuello. El peso de la mano la desestabilizó un poco y la puso en una postura incómoda, pero hacía tanto que no estaba así de cerca de la gente a la que quería que no se atrevió a moverse—. Porque solo queremos lo mejor para ti —añadió—. Tenemos que confiar en que estas personas —e hizo un gesto señalando los imponentes edificios del reformatorio, como si representaran a Randy y al director Udell y a todos los demás— saben de lo que están hablando.
—Pues no tienen ni idea —dijo Luce mientras observaba los edificios destartalados y el patio desierto. Hasta el momento, aquel reformatorio había sido un auténtico rompecabezas.
Un buen ejemplo de ello era lo que llamaban el Día de los Padres. Remarcaban tanto la suerte que tenían los estudiantes por tener el privilegio de ver a los de su propia sangre... Y, aun así, faltaban diez minutos para la hora del almuerzo y el coche de los padres de Luce era el único que había en el aparcamiento.
—Este lugar es un fraude total —sentenció, imprimiendo tal cinismo a sus palabras que sus padres se miraron preocupados.
—Luce, cielo —dijo su madre, acariciándole el cabello. Luce advirtió que no estaba acostumbrada a verlo tan corto. El instinto maternal de sus dedos seguía el fantasma de su anterior melena, que le caía por la espalda—. Solo queremos pasar un día agradable contigo. Papá te ha traído tu comida preferida.
Con cuidado, su padre sacó una manta colorida de punto y una especie de cesta de mimbre que Luce no había visto nunca. Cuando solían ir de picnic, todo era más informal, llevaban la comida en bolsas de papel y extendían una vieja tela ajada sobre la hierba del camino de canoas que había frente a su casa.