Oscuros (36 page)

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Authors: Lauren Kate

Al rebasar la esquina de camino a los ordenadores, en la puerta trasera de la biblioteca, donde pensó que podría estar Penn, Luce se topó con la señorita Sophia. Ambas se tambalearon tras el choque, y la bibliotecaria Sophia se agarró a Luce para mantener el equilibrio. Llevaba unos vaqueros a la moda y una blusa larga blanca, con una rebeca roja bordada sobre los hombros. Las gafas metálicas verdes colgaban sobre su pecho sujetas por una cadena multicolor. A Luce le sorprendió la firmeza con que la había sujetado.

—Lo siento —balbució Luce.

—Pero ¿por qué, Lucinda? ¿Qué pasa? —La señorita Sophia posó su mano sobre la frente de Luce. Sus manos olían a talco para bebé—. No tienes buen aspecto.

Luce tragó saliva, intentando no echarse a llorar solo porque la bibliotecaria sintiera lástima por ella.

—No estoy bien.

—Lo sabía –dijo la señorita Sophia—. Hoy no has venido a clase y anoche tampoco asististe al evento social. ¿Quieres ver a un médico? Si no se hubiera quemado el botiquín en el incendio, te tomaría la temperatura ahora mismo.

—No, bueno, no sé. —Luce tenía el libro en las manos y sopesó la posibilidad de contárselo todo a la señorita Sophia, empezando desde el principio… que fue… ¿cuándo?

Pero no hubo necesidad. La señorita Sophia le echó un vistazo al libro, suspiró e intercambió una mirada cómplice con Luce.

—Al final lo has encontrado, ¿eh? Venga vamos a charlar un poco.

Incluso la bibliotecaria sabía más cosas que Luce de su propia vida. ¿O vidas? No podría imaginarse que significaba nada de todo aquello, o cómo era posible siquiera.

Siguió a la señorita Sophia hasta la mesa apartada de la sección de estudio. Todavía podía ver a Arriane y a Roland de soslayo, pero cuando menos parecían demasiado lejos para oír nada.

—¿Cómo has llegado hasta este libro? —La señorita Sophia le palmeó la mano y se subió las gafas. Sus ojos pequeños como perlas negras parpadearon detrás de la montura con bifocales—. No te preocupes, no te has metido en ningún problema, cariño.

—No lo sé. Penn y yo habíamos estado buscándolo, fue algo estúpido. Pensamos que quizá el autor estaba relacionado con Daniel, pero no lo sabíamos con seguridad. Siempre que veníamos a buscarlo, parecía que alguien ya lo había cogido. Y entonces ayer, cuando volví a mi habitación, Penn me lo había dejado allí…

—¿Así que Pennyweather también sabe lo que hay en este libro?

—No lo sé –dijo Luce sacudiendo la cabeza. Sabía que se estaba yendo de las ramas, pero no conseguía mantener la boca cerrada. La señorita Sophia era como la abuela simpática y chiflada que nunca había tenido. Su verdadera abuela pensaba que un gran viaje para ir de compras era bajar al colmado. Además, sentaba tan bien el mero hecho de poder hablar con alguien—. Todavía no he podido hablar con ella, porque he estado con Daniel, y normalmente siempre está muy raro conmigo, pero anoche me besó y estuvimos fuera hasta…

—Perdona, cielo —la interrumpió la señorita Sophia, de forma algo brusca—, pero ¿acabas de decir que Daniel Grigori te besó?

Luce se tapó la boca con las dos manos, no podía creer que se le hubiera escapado aquello delante de la señorita Sophia. Estaba perdiendo el control.

—Lo siento, es completamente irrelevante, y embarazoso. No sé por qué se lo he contado.

Se abanicó las mejillas, que estaban ardiendo, pero ya era demasiado tarde. Al otro lado de la sección de estudio, Arriane le gritó a Luce:

—¡Gracias por contármelo a mí! –Su rostro reflejaba perplejidad.

Pero la señorita Sophia recuperó la atención de Luce cuando le escamoteó el libro de entre las manos.

—Un beso entre Daniel y tú no es irrelevante, cielo, por regla general es imposible. –Acarició su mejilla y miró al techo—. Lo cual significaba… mejor dicho, no podría significar…

Los dedos de la señorita Sophia empezaron a pasar las páginas del libro con rapidez, resiguiendo de arriba abajo cada una de ellas.

—¿Qué quiere decir con eso de «por regla general»? –Luce nunca se había sentido tan descolocada en su vida.

—Olvida el beso. –La señorita Sophia agitó la mano, con lo que Luce se echó hacia atrás—. Eso no es lo importante. El beso no significa nada a menos que... —Murmuró algo entre dientes y hojeó de nuevo algunas páginas atrás.

¿Qué sabía la señorita Sophia? El beso de Daniel lo significaba todo. Luce observó los dedos voladores de la señorita Sophia hasta que se detuvieron en una de las páginas que le llamó la atención.

—Un momento, vuelva atrás —le dijo Luce, cogiéndole la mano para frenarla.

La señorita Sophia se echó lentamente hacia atrás mientras Luce pasaba las páginas finas y translúcidas. Allí. Se llevó una mano al pecho. En el margen había una serie de esbozos en tinta negra. Hecho de forma apresurada pero con una técnica elegante y precisa por alguien con algo de talento. Luce pasó los dedos por encima de los dibujos, para asimilarlos. El contorno del hombro de la mujer, visto desde atrás, el cabello recogido en un moño bajo. Las rodillas suaves y desnudas cruzadas la una sobre lo otra conducían a una cintura difuminada. Una muñeca larga y fina desembocaba en una palma abierta sobre la que reposaba una gran peonia.

Los dedos de Luce empezaron a temblar. Se le hizo un nudo en la garganta. No sabía por qué precisamente aquello, después de todo lo que había visto y oído aquel día, era lo bastante hermoso —lo bastante trágico— para que al final le hiciera saltar las lágrimas. El hombro, las rodillas, la muñeca… todo era suyo. Y lo sabía: era Daniel quien los había dibujado.

—Lucinda —la señorita Sophia parecía nerviosa, se paró poco a poco su silla de la mesa—, ¿te encuentras bien?

—Oh, Daniel —musitó, deseando desesperada estar de nuevo a su lado. Se secó una lágrima.

—Está condenado, Lucida —dijo la señorita Sophia con una voz cuya frialdad sorprendió a la muchacha—. Ambos lo estáis.

«Condenado». Daniel había dicho que estaba condenado. Esa era la palabra que había usado para describir lo que estaba ocurriendo. Pero se había referido a él, no a ella.

—¿Condenados? –repitió Luce. Pero no quería oír nada más; lo único que necesitaba era encontrarlo.

La señorita Sophia chasqueó los dedos ante la cara de Luce. Luce la miró, con lentitud, ausente, sonriendo como una boba.

—Todavía no estás despierta —murmuró la señorita Sophia. Cerró el libro de golpe, volviendo a captar la atención de Luce, y puso las manos sobre la mesa—. ¿Te ha explicado algo? ¿Después del beso, tal vez?

—Me ha dicho que... —empezó a decir Luce—. Parece una locura.

—Estas cosas a menudo lo parecen.

—Dijo que éramos… qué éramos una especie de amantes malditos. —Luce cerró los ojos al recordar el largo catálogo de vidas pasadas. Al principio la idea le había parecido completamente extraña, pero ahora que se estaba acostumbrando, pensaba que era la cosa más romántica que había pasado en la historia de la humanidad—. Me habló de todas las veces que nos habíamos enamorado, en Río, en Jerusalén, en Tahití…

—Sí, eso parece una locura –dijo la señorita Sophia—. Así qué, ¿supongo que no lo creíste?

—Bueno, al principio no –respondió Luce, y recordó la acalorada discusión bajo los melocotoneros—. Empezó a sacar el tema de la Biblia, que por instinto no me interesaba nada... —Se mordió la lengua—. Sin ofender, quiero decir que su clase es muy interesante.

—No te preocupes. Las personas a menudo rehúyen de su educación religiosa a tu edad, no es nada nuevo.

—Ah. —Luce hizo crujir sus dedos—. Pero es que yo no recibí una educación religiosa. Mis padres no eran creyentes, así qué…

—Todo el mundo cree en algo. ¿Supongo que te bautizaron?

—No, a no ser que cuente la piscina que hay en la iglesia –dijo Luce con timidez, señalando el gimnasio de Espada & Cruz con el pulgar.

Sí, celebrada la Navidad, y había estado en la iglesia algunas veces, e incluso cuando sentía que su vida y lo que le rodeaban eran deprimentes, se renovaba su fe en que había algo o alguien allá arriba en quién valía la pena creer. Eso le había bastado hasta el momento.

Al otro lado de la sala se oyó un estrépito. Luce alzó la vista y vio que Roland se había caído de la silla. La última vez que lo había mirado se estaba balanceando sobre las dos patas de atrás, parecía que la gravedad le había ganado la partida.

Mientras se levantaba con torpeza, Arriane fue a ayudarlo. Miró hacia donde estaban ellas y les hizo un gesto para tranquilizarlas.

—¡Está bien! —gritó alegre—. ¡Arriba! —le susurró a Roland.

La señorita Sophia estaba sentada muy quieta, con las manos sobre el regazo, bajo la mesa. Se aclaró la garganta varias veces, volteó la cubierta del libro y pasó los dedos por encima de la fotografía. Luego dijo:

—¿Te reveló algo más? ¿Sabes quién es Daniel? Luce se incorporó con lentitud en la silla y preguntó:

—¿Lo sabe usted?

La bibliotecaria se tensó.

—Yo estudio esos temas. Soy una investigadora. No me interesan los asuntos triviales del corazón.

Estas fueron las palabras que utilizó… pero todo su cuerpo, desde la palpitante vena que recorría su cuello hasta la casi imperceptible pátina de sudor que brillaba en su frente le indicó a Luce que la respuesta a su pregunta era sí.

Sobre sus cabezas, el antiguo enorme reloj negro dio las once. El minutero aún temblaba después de haber dado la hora, y todo el artilugio sonó durante tanto tiempo que interrumpió la conversación. Cada campanada le provocaba una punzada de dolor: llevaba demasiado tiempo separada de Daniel.

—Daniel pensaba… —empezó a decir Luce—. Anoche, cuando nos besamos por primera vez, pensaba que yo iba a morir. —La señorita Sophia no pareció tan sorprendida como Luce esperaba. Luce volvió hacer crujir sus dedos— Pero, eso no tiene sentido, ¿verdad? Yo no me voy a ninguna parte.

La señorita Sophia se quitó las gafas y se frotó los diminutos ojos.

—Por ahora.

—Oh, Dios —musitó Luce, y sintió la misma oleada de calor que la había impulsado a marcharse del cementerio. Pero ¿por qué? Había algo que él no le había dicho… algo que ella sabía que tenía el poder de aterrorizarla o, por el contrario, de sosegarla. Algo que ella ya sabía, pero que todavía no podía creerse. No hasta que viera su cara otra vez.

El libro seguía abierto en la página de la fotografía. Del revés, la sonrisa de Daniel parecía preocupada, como si supiera —como decía que siempre sabía —lo que estaba a punto de ocurrir. No podía imaginarse por lo que debía estar pasando en ese preciso instante. Haberle explicado la estrafalaria historia que los unía… para que ella lo despreciara sin miramientos. Tenía que encontrarlo.

Cerró el libro y se lo puso bajo el brazo. Se levantó y colocó bien la silla.

—¿A dónde vas? –le preguntó nerviosa la señorita Sophia.

—A buscar a Daniel.

—Te acompaño.

—No. —Luce negó con la cabeza, pues se imaginó a sí misma echándose en los brazos de Daniel con la bibliotecaria de remolque—. No tiene por qué, de verdad.

La señorita Sophia parecía completamente decidida cuando se agachó para hacer un nudo doble en sus cómodos zapatos. Se levantó y posó una mano en el hombro de Luce.

—Confía en mí —dijo—. Es mejor que vaya. Espada & Cruz tiene una reputación que mantener. No creerás que dejamos que los alumnos correteen de cualquier manera por la noche, ¿verdad?

Luce evitó poner a la señorita Sophia al corriente de su reciente fuga del colegio. Refunfuñó para sus adentros. ¿Por qué no llevar a todo el alumnado para que pudieran disfrutar del drama? Molly podría sacar unas fotos, Cam podría pelearse de nuevo. ¿Por qué no empezar desde allí mismo, con Arriane y Roland…? Los cuales, por cierto, ya habían desaparecido.

La señorita Sophia, con el libro en la mano, ya caminaba hacia la salida. Luce tuvo que correr un poco la alcanzarla, y posó frente a los ficheros, la alfombra persa que había delante del mostrador y las urnas de cristal llenas de reliquias de la Guerra Civil que había en las colecciones especiales del ala este, donde vio a Daniel dibujar el cementerio el primer día que estuvo allí.

Salieron a la noche húmeda. Una nube pasó por delante de la luna y todo el reformatorio quedó sumido en una oscuridad negra como la tinta. Entonces, como si hubiera puesto una brújula en la mano de Luce, la chica se sintió guiada hacia las sombras. Sabía exactamente dónde estaban: no en la biblioteca, pero tampoco muy lejos de allí.

Aún no podía verlas, pero podía sentirlas, lo cual era mucho peor. Sintió un picor terrible y devorador por toda la piel, que se filtraba en su sangre y en sus huesos como si fuera ácido. Las sombras se reunían, se espesaban, y hacían que el cementerio —y más allá— apestara a azufre. En ese momento eran mucho más grandes. Parecía que todo el patio estuviera impregnado de un aire que hedía a descomposición.

—¿Dónde está Daniel? —preguntó la señorita Sophia.

Luce comprendió que, aunque la bibliotecaria debía de saber bastantes cosas del pasado, no percibía las sombras. Aquella evidencia aterrorizó a Luce y la hizo sentirse sola, responsable de cualquier cosa que pudiera ocurrir a partir de ese momento.

—No lo sé —dijo, sintiendo que no podía absorber suficiente oxígeno en aquella atmósfera nocturna, pesada y húmeda. No quería pronunciar las palabras que la acercarían, que la acercarían demasiado, a todo aquello que tanto pavor le inspiraba. Pero tenía que encontrar a Daniel.

«Lo dejé en el cementerio».

Se apresuraron a cruzar el patio, esquivando los charcos de barro que había dejado el chaparrón del día anterior. A su derecha solo había algunas luces encendidas en la residencia. A través de una de las ventanas con barrotes, Luce vio a una chica que apenas conocía leyendo un libro. Iban juntas a la clase de la mañana. Era una chica de aspecto duro, con un piercing en la nariz y una forma de estornudar muy discreta… pero Luce nunca había intercambiado una sola palabra con ella. No sabía si era infeliz, o si estaba contenta con su vida, pero en aquel momento Luce se preguntó que si pudiera cambiarse de lugar con ella, con una chica que no tenía que preocuparse de vidas pasadas, o de sombras apocalípticas, o de la muerte de dos chicos inocentes… ¿lo haría?

El rostro de Daniel —bañado en luz violeta como por la mañana, de camino a su habitación— se apareció ante sus ojos: su cabello dorado y brillante, sus ojos inteligentes y tiernos, la forma en que el contacto de sus labios la alejaba de cualquier oscuridad. Por él, Luce sufriría todo eso y más.

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