Oscuros (16 page)

Read Oscuros Online

Authors: Lauren Kate

Quería llamar a Callie en ese mismo instante, salir corriendo de la biblioteca y dejar la tarea del árbol genealógico para otro momento. Hablar de otro chico era la forma más rápida —quizá la única de quitarse a Daniel de la cabeza. Pero tanto las normas para utilizar el teléfono en Espada & Cruz como todos aquellos estudiantes a su alrededor —tan aplicados, ellos— le impedían hacerlo. Los diminutos ojos de la señorita Sophia peinaban la clase en busca de vagos.

Luce suspiró, derrotada, y abrió el programa de búsqueda en el ordenador. Tendría que permanecer allí durante otros veinte minutos, sin una sola neurona concentrada en aquel ejercicio. Lo último que deseaba era saber más cosas de su aburrida familia. Sus desganados dedos empezaron a teclear trece letras por impulso propio:

«Daniel Grigori».

«Buscar.»

8

Un chapuzón demasiado profundo

C
uando el sábado por la mañana Luce abrió la puerta de su habitación, Penn se precipitó en sus brazos.

—Un día caeré en la cuenta de que las puertas se abren hacia dentro —dijo disculpándose mientras se enderezaba las gafas—. Tengo que dejar de inclinarme sobre las mirillas. Por cierto, bonita habitación —añadió mientras miraba alrededor. Caminó hasta la ventana que había encima de la cama de Luce—. No tienes mala vista, si no fuera por las barras y todo eso, claro.

Luce estaba detrás de ella, y también miró hacia el cementerio, donde destacaba el roble bajo el que había estado de picnic con Cam. Y, fuera de plano, pero muy presente en su mente, el lugar donde había quedado atrapada junto a Daniel bajo la estatua. El ángel vengador que había desaparecido misteriosamente tras el accidente.

Recordar la mirada de preocupación de Daniel cuando susurró el nombre de Luce aquel día, sus caras a pocos centímetros, la sensación cuando le tocó el cuello con las yemas de los dedos... todo aquello hizo que se sintiese acalorada.

Y patética. Suspiró, se alejó de la ventana y reparó en que Penn también lo había hecho.

Estaba cogiendo las cosas del escritorio de Luce para someterlas a un meticuloso reconocimiento. El pisapapeles de la Estatua de Libertad que su padre le había traído de un congreso en la Universidad de Nueva York, la foto de su madre con una permanente hilarante cuando tenía más o menos la edad de Luce, el CD de la epónima Lucinda Williams que le dio Callie como regalo de despedida antes de que Luce hubiera oído hablar de Espada & Cruz...

—¿Dónde tienes los libros? —le preguntó a Penn, con la intención de evitar abrir de nuevo el baúl de los recuerdos—. Dijiste que venías a estudiar.

En ese momento, Penn ya estaba hurgando en el armario. Luce vio que su interés declinaba rápidamente al comprobar que todo eran variaciones de las camisetas y jerséis negros reglamentarios. Cuando Penn se dirigía hacia los cajones, Luce se interpuso dispuesta a interceptarla.

—Ok, ya vale, cotilla —le espetó—. ¿No teníamos que buscar información sobre los árboles genealógicos?

—Hablando de cotilleos —dijo Penn con los ojos refulgentes—. Sí, tenemos que buscar algo, pero no lo que estás pensando.

Luce la miró sin comprender.

—¿Eh?

—Mira. —Penn le puso una mano en el hombro—, si de verdad quieres saber algo de Daniel Grigori...

—¡Chisss! —chistó Luce, y se dirigió hacia la puerta de inmediato. Asomó la cabeza al pasillo y echó un vistazo. No había moros en la costa, pero eso no quería decir nada. En aquel colegio la gente tenía una sospechosa habilidad para aparecer surgiendo de la nada. Sobre todo Cam. Y Luce se moriría si él, o cualquier otro, averiguara cuán enamorada estaba ella de Daniel; cualquier otro que no fuera Penn, evidentemente.

Satisfecha, Luce cerró la puerta con llave y se volvió hacia su amiga. Penn estaba sentada en el borde de la cama, con las piernas cruzadas. Parecía divertirse.

Luce se puso las manos en la espalda y hundió el dedo del pie en la alfombra roja y circular que había junto a la puerta.

—¿Qué te hace pensar que quiero saber algo de él?

—Oh, vamos —contestó Penn riendo—. A, es completamente evidente que miras a Daniel Gregori tooodo el tiempo.

—¡Chisss! —volvió a chistar Luce.

—B —dijo Penn, sin bajar la voz—, el otro día vi cómo te pasabas toda la clase buscándolo por Internet. Demándame si quieres... pero fuiste muy descarada. Y C, no te pongas paranoica. ¿Crees que en este colegio cotorreo con alguien que no seas tú?

Sin duda, algo de razón tenía.

—Solo digo —continuó— que, si «hipotéticamente» quisieras saber más cosas sobre cierta persona sin nombre, cabría la posibilidad de que accedieras a otros recursos. —Penn se encogió de hombros—. Ya sabes, con ayuda de alguien.

—Soy toda oídos —dijo Luce, dejándose caer en la cama. Su búsqueda en Internet no pasó de teclear, borrar y volver a teclear el nombre de Daniel en el campo de búsqueda.

—Esperaba que dijeras eso —repuso Penn—. Hoy no he traído los libros porque voy a ofrecerte —y abrió mucho los ojos— una visita guiada por la guarida subterránea y clandestina de los archivos de Espada & Cruz.

Luce hizo una mueca.

—No sé... ¿fisgonear en los archivos de Daniel? No estoy segura de necesitar más motivos para sentirme una acosadora desquiciada.

—Ja —se rió Penn por lo bajo—. Y sí, lo has pronunciado en voz alta. Venga, Luce. Será divertido. Además, ¿qué otra cosa podrías hacer una radiante mañana del sábado?

Era un día agradable, justo uno de esos días que te hacían sentir sola si no tenías planeado algo divertido al aire libre. Durante la noche Luce había dejado la ventana abierta y, al levantarse, la brisa fría se había llevado el calor y la humedad.

Solía pasar esos días soleados de principios de otoño yendo en bici con sus amigos por los senderos del vecindario. Eso fue antes de evitar los caminos boscosos a causa de las sombras, que solo ella veía. Antes de aquel día, durante el recreo, en que sus amigos le dijeron que sus padres les habían prohibido invitarla a casa, por si se producía algún «incidente».

Lo cierto era que a Luce le había entrado un poco de miedo al plantearse cómo pasaría aquel primer fin de semana en Espada & Cruz. Sin clases, sin terroríficas pruebas deportivas, sin eventos sociales en la agenda. Solo cuarenta y ocho horas de tiempo libre. Una eternidad. Hasta que apareció Penn, no había parado de pensar con nostalgia en su casa.

—De acuerdo. —Luce intentó no reírse cuando lo dijo—: Llévame a tu guarida secreta.

Penn iba prácticamente saltando mientras guiaba a Luce a través del césped pisoteado, en dirección al vestíbulo principal, que estaba cerca de la entrada del colegio.

—No sabes cómo he esperado el momento de poder traer conmigo a una compañera de fechorías hasta aquí.

Luce sonrió, contenta de que Penn diera más importancia a tener una amiga con la que investigar que al hecho de que... bueno, a eso que Luce sentía por Daniel.

Al cruzar el reformatorio, pasaron por delante de algunos chavales que holgazaneaban en las gradas, bajo el luminoso sol de última hora de la mañana. Era extraño ver color en el patio, y en aquellos alumnos, a los que Luce no podía dejar de identificar con el color negro. Pero allí estaba Roland, con unos pantalones cortos color verde-lima y una pelota en los pies. Y Gabbe, con una camisa de algodón violeta desabrochada. Jules y Phillip —la pareja de los piercings en la lengua—se dibujaban algo en las raídas rodilleras de los vaqueros. Todd Hammond permanecía sentado en las gradas, apartado de los demás, con una camiseta de camuflaje, leyendo un tebeo. Incluso la camiseta sin mangas y las bermudas grises de Luce parecían más brillantes que cualquier otra cosa que hubiera llevado aquella semana.

La entrenadora Diante y la Albatros hacían guardia en el césped, y habían dispuesto dos sillas de jardín y una sombrilla combada en el límite de las instalaciones. Si no fuera porque se las veía tirar la ceniza de los cigarros en el césped, podían haber estado durmiendo tras las gafas de sol. Parecían muy aburridas, tan aprisionadas por su trabajo como los alumnos a los que tenían que vigilar.

Había un montón de gente en el patio, pero, mientras seguía de cerca a Penn, Luce se alegró de que no hubiera nadie cerca del vestíbulo principal. Nadie le había hablado a Luce de las zonas restringidas (ni siquiera sabía qué zonas estaban restringidas), aunque no le cabía la menor duda de que Randy encontraría un castigo adecuado.

—¿Y qué pasa con las rojas? —preguntó Luce al acordarse de las omnipresentes cámaras.

—A algunas les he puesto baterías gastadas de camino a tu habitación —respondió Penn, con el mismo tono indiferente con que se dice «Acabo de ponerle gasolina al coche».

Penn barrió con la vista los alrededores antes de dejar entrar a Luce por la puerta trasera, y bajaron los tres empinados escalones que daban a una puerta de color aceituna, invisible a ras del suelo.

—¿Este sótano también es de la época de la Guerra Civil? —preguntó Luce. Parecía la entrada a un lugar donde esconder prisioneros de guerra.

Penn se recreó inspirando el aire húmedo de aquel cubículo.

—¿Acaso esta podredumbre maloliente no responde a tu pregunta? El moho de esta sala es de antes de la guerra —le dijo sonriente a Luce—. La mayoría de los estudiantes se morirían por tener la oportunidad de inhalar este aire vetusto.

Luce intentó no respirar por la nariz mientras Penn sacaba un manojo de llaves digno de una ferretería, sujetas por un enorme cordón.

—Mi vida sería mucho más fácil si hicieran una llave maestra para toda la escuela —dijo, mientras rebuscaba hasta dar con una llave delgada y plateada.

Cuando giró la llave, Luce sintió un inesperado escalofrío de emoción. Penn tenía razón: aquello era mucho mejor que elaborar el árbol genealógico.

Caminaron un pequeño trecho a través de un pasillo cálido y húmedo cuyo techo quedaba apenas a unos centímetros de sus cabezas. El aire viciado olía a descomposición, y Luce casi estaba contenta de que el lugar fuera demasiado oscuro para ver el suelo con claridad. Justo cuando empezaba a sentir claustrofobia, Penn sacó otra llave y abrió una puerta pequeña aunque mucho más moderna que tuvieron que franquear agachadas.

Dentro de la oficina de archivos olía a moho, pero al aire era mucho más fresco y seco. Todo estaba oscuro como la noche, excepto por el resplandor débil y rojizo de la señal de SALIDA que parpadeaba sobre ellas.

Luce pudo distinguir la robusta silueta de Penn tentando el aire con las manos.

—¿Dónde está esa cuerdecita? —musitó—. Ah, aquí.

Encendió una bombilla desnuda que colgaba del techo mediante una cadena metálica. La luz en la habitación todavía era tenue, pero Luce vio que las paredes de cemento eran de color verde aceituna y estaban llenas de estanterías de metal y armarios archivadores. En cada estantería había docenas de ficheros, y los pasillos entre los archivadores parecían prolongarse hasta el infinito. Todo se hallaba cubierto por una gruesa capa de polvo.

De repente, la luz del sol pareció muy lejana. Y aunque Luce sabía que solo habían bajado unos escalones, tenía la sensación de estar a un kilómetro bajo tierra. Se frotó los brazos desnudos. Aquel sería el lugar perfecto para instalarse si fuese una sombra. Aún no había señales de su presencia, pero Luce sabía que esa no era razón suficiente para sentirse a salvo.

Penn, indiferente a la oscuridad del sótano, cogió una escalerilla del rincón.

—Guau —dijo, arrastrándola tras de sí—. Algo ha cambiado. Los historiales antes estaban allí… Supongo que han hecho un poco de limpieza general desde la última vez que me colé aquí.

—¿Cuánto hace de eso? —preguntó Luce.

—Como una semana... —la voz de Penn se apagó al desaparecer detrás de un gran archivador.

Luce no podía imaginarse para qué querría Espada & Cruz todas aquellas cajas. Abrió la tapa de una de ellas y extrajo un fichero donde podía leerse MEDIDAS DE REHABILITACIÓN. Tragó saliva con dificultad. Quizá era mejor no saberlo.

—¡Está por orden alfabético! —gritó Penn. Su voz sonaba amortiguada y lejana—o E, F, G... Aquí lo tenemos, Grigori.

El susurro de las hojas guió a Luce hacia un estrecho pasillo, y enseguida encontró a Penn sosteniendo a duras penas una caja con ambas manos. Aguantaba el archivo de Daniel entre la barbilla y el pecho.

—Es muy delgado —dijo, al tiempo que alzaba ligeramente la barbilla para que Luce pudiera cogerlo—. Normalmente, son mucho más... —Miró a Luce y se mordió el labio—. Vale, ahora soy yo la que parece la loca acosadora. Veamos qué hay dentro.

La ficha de Daniel solo constaba de una página. Habían pegado una copia en blanco y negro de la que debía de ser su foto de carnet en la esquina superior derecha. Miraba directamente a la cámara con una leve sonrisa. Luce no pudo evitar sonreír a su vez. Estaba igual que aquella noche, cuando... bueno, no sabría decir cuándo. La expresión de su rostro estaba muy clara en su mente, y sin embargo no conseguía saber dónde la había visto.

—Dios mío, ¿no crees que está exactamente igual? —dijo Penn interrumpiendo los pensamientos de Luce—. Y mira la fecha. La foto es de hace tres años, cuando vino por primera vez a Espada & Cruz.

Eso debía de ser lo que Luce había pensado: que Daniel estaba igual que ahora. Sin embargo, sintió que había estado pensando —o que iba a pensar—algo diferente, pero no podía recordar qué.

—Padres: desconocidos —leyó Penn, mientras Luce miraba por encima de su hombro—. Tutor: Orfanato del Condado de Los Ángeles.

—¿Orfanato? —preguntó Luce, llevándose instintivamente la mano al pecho.

—Eso es todo lo que hay. El resto es su...

—«Historial criminal» —acabó de leer Luce—: «Merodear por una playa pública a horas intempestivas... vandalismo con un carrito de la compra... cruzar con un semáforo en rojo.»

Penn abrió los ojos de par en par y reprimió una carcajada.

—¿A Grigori Loverboy lo arrestaron por cruzar en rojo? Reconoce que tiene gracia.

Luce no soportaba imaginar que habían detenido a Daniel, por el motivo que fuese, y aún le disgustaba más que, según Espada & Cruz toda su vida pudiera reducirse a una lista de delitos insignificantes. Con todas aquellas cajas llenas de papeles allí abajo, y eso era todo cuanto había sobre Daniel.

—Tiene que haber algo más —dijo Luce.

Oyeron pasos en el piso de arriba. Luce y Penn miraron de inmediato hacia el techo.

Other books

Cheating on Myself by Erin Downing
The Skeleton Room by Kate Ellis
The Banishing by Fiona Dodwell
Mistress Wilding by Rafael Sabatini
Larkspur by Sheila Simonson
The Voices by F. R. Tallis
Pandora's Gun by James van Pelt
Circus Galacticus by Deva Fagan
Red Bird: Poems by Mary Oliver