Oscuros (35 page)

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Authors: Lauren Kate

Apartó la mano de Daniel y caminó hacia la residencia. Unos pocos pasos después, se detuvo y se volvió lentamente.

Daniel no se había movido.

—¿Qué pasa? —le preguntó alzando la barbilla.

Ella se quedó allí, a cierta distancia.

—Te prometí quedarme hasta escuchar la buena noticia.

Daniel relajó la cara y esbozó una leve sonrisa, aunque en su expresión había una nota de desconcierto.

—La buena noticia —hizo una pausa para escoger bien sus palabras— es que te besé y sigues aquí.

17

Un libro abierto

L
uce se desplomó sobre la cama y los muelles rechinaron. Después de irse del cementerio —y de separarse de Daniel— prácticamente había corrido hasta su habitación. Ni siquiera se había molestado en encender la luz, y por consiguiente tropezó con la silla y se dio un buen golpe en el dedo gordo de pie. Se hizo un ovillo mientras se sujetaba el pie dolorido. Al menos aquel dolor era algo real que podía comprender, algo inteligible y de este mundo. Se alegraba de estar sola al fin.

Alguien llamó a la puerta.

No le daban un respiro.

Luce lo ignoró. No quería ver a nadie, y quienquiera que fuese pillaría la indirecta. Otro golpe. Oyó una respiración pesada y alguien aclarándose la garganta.

Penn.

No podría ver a Penn en ese momento. O bien parecía una loca si intentaba explicar todo lo que le había ocurrido en las últimas veinticuatro horas, o bien se volvería loca intentando disimular sin decir palabra.

Al fin, Luce oyó los pasos de Penn alejándose por el pasillo. Dejó escapar un suspiro de alivio, que se convirtió en un largo y desamparado gemido.

Quería culpar a Daniel por despertar aquel sentimiento incontrolado en su pecho y, por un segundo, intentó imaginarse la vida sin él. Pero resultaba imposible, era como intentar recordar la primera impresión que se ha tenido de una casa después de haber vivido allí durante años. Así de hondo había calado en ella. Y ahora tenía que encontrar una forma de asimilar todas las cosas raras que le había contado.

Pero en una parte recóndita de su mente no podía dejar de dar vueltas a lo que Daniel había dicho sobre las veces que habían coincidido en el pasado. Quizá Luce no podía recordar los momentos que él le había descrito o los lugares que había mencionado, pero de una forma extraña, sus palabras no la sorprendieron en absoluto.

Todo le resultaba de algún modo familiar.

Por ejemplo, inexplicablemente siempre había odiado los dátiles. Solo con verlos le entraban náuseas. Empezó a decir que era alérgica para que su madre dejara de incluirlos en las comidas. Y prácticamente llevaba toda su vida suplicándoles a sus padres que la llevaran a Brasil, aunque no sabía exactamente por qué. Las peonias blancas. Daniel le había dado un ramo después del incendio en la biblioteca. En cierto modo siempre habían tenido algo de inusuales pero, a la vez, le resultaban muy familiares.

En el exterior, el cielo era del color del carbón, levemente manchado de nubes blancas. La habitación estaba a oscuras, pero las flores pálidas que tenía en el alféizar resaltaban en la penumbra. Ya llevaban en el jarrón una semana, y ni un solo pétalo se había marchitado.

Luce se levantó y olió su dulce perfume.

No podía culparlo. Sí, parecía una locura, pero en algunas cosas también tenía razón… fue ella quién lo persiguió una y otra vez insinuando que tenían algún tipo de conexión. Y no era solo eso. Era ella la que veía las sombras, la que acababa involucrada en las muertes de gente inocente. Había estado intentando no pensar en Trevor y en Todd cuando Daniel empezó a hablarle de su propia muerte, y de cómo él la había visto morir tantas veces. Si hubiera intentado entenderlo, a Luce le habría gustado preguntarle a Daniel si alguna vez se sentía responsable. Si su realidad se parecía en algo a ese inconfesable, desagradable e imponente sentimiento de culpa con el que ella tenía que vivir cada día.

Se desplomó en la silla del escritorio, que de algún modo se había desplazado hasta el centro de la habitación. Ay. Cuando tanteó con los dedos para averiguar sobre qué se había sentado, dio con un libro grueso.

Se fue hasta la pared y encendió la lámpara, y tuvo que entornar los ojos a causa de la molesta luz del fluorescente. No había visto nunca el libro que tenía entre las manos. Estaba forrado con una tela gris muy clara y deshilachada en las esquinas, y había un exceso de color marrón en la parte inferior del lomo.

Los vigilantes: el mito en la Europa Medieval
.

El libro de los antepasados de Daniel.

Era pesado y olía ligeramente a humo. Cogió la nota que alguien había introducido en la primera página.

Sí, he encontrado una llave de repuesto y he entrado en tu habitación ilegalmente. Lo siento, ¡pero esto es URGENTE! Y no podía encontrarte por ningún lado. ¿Dónde estás? Tienes que echarle un vistazo a esto, y después tenemos que vernos. Volveré a pasar dentro de una hora. Sé prudente.

Besos,

Penn.

Luce dejó la nota junto a las flores y volvió a la cama con el libro. Se sentó con las piernas colgando. El mero hecho de sostener aquel libro le produjo un hormigueo extraño y cálido bajo la piel. El libro parecía tener vida propia entre sus manos.

Lo abrió con un crujido y esperó tener que descifrar un denso índice académico o sumergirse en el sumario al final del libro, antes de poder encontrar algo remotamente relacionado con Daniel.

Pero pasó de la primera página.

Pegada en la parte interior de la cubierta había una fotografía en tonos sepia. Era una foto estilo
carte de visite
muy vieja, impresa en papel amarillento. En la parte inferior alguien había escrito: «Helston, 1854».

Una ola de calor recorrió todo su cuerpo. Se quitó el jersey negro, pero incluso en camiseta tenía calor.

Oía la voz apagada de Daniel en su cabeza. «Tengo que vivir eternamente», había dicho «Tú vienes cada diecisiete años. Te enamoras de mí, y yo de ti. Y eso te mata».

Le palpitaba el corazón.

«Tú eres mi amor, Lucinda. Para mí eres lo único que existe».

Resiguió con los dedos el contorno de la foto pegada en el libro. El padre de Luce, que aspiraba a ser un gurú de la fotografía, se había maravillado de lo bien conservada que estaba la imagen, y de lo valioso que debía de ser.

Luce, por otro lado, solo prestaba atención a las personas que aparecían en la fotografía. Porque, a menos que todo cuanto había dicho Daniel fuera cierto, aquello no tenía ningún sentido.

Un hombre joven, con el cabello corto y claro y ojos aún más claros posaba con elegancia con un abrigo negro. La barbilla levantada y las mejillas bien formadas hacían que su vestimenta pareciera aún más distinguida, pero fueron sus labios los que sorprendieron de verdad a Luce. La forma exacta de sonrisa, combinada con la mirada de aquellos ojos… conformaba una expresión que Luce había visto en todos sus sueños de las últimas semanas. Y, durante los dos últimos días, en persona.

Aquel joven era la viva imagen de Daniel. El Daniel que le acababa de decir que la amaba, y que ella se había reencarnado decena de veces. El Daniel que le había dicho tantas cosas que Luce había tenido que escapar para no oírlas. El Daniel al que había abandonado bajo los melocotoneros en el cementerio.

Podía haberse tratado solo de un parecido sorprendente. Algún pariente lejano, quizá el autor del libro, que había transmitido cada uno de sus genes directamente hasta Daniel.

Pero en la foto el hombre parecía posado junto a una mujer joven que también le resultaba alarmantemente familiar.

Luce se acercó al libro a apenas unos centímetros de la cara y estudió con detenimiento la imagen de la mujer. Llevaba un vestido de seda negro ceñido hasta la cintura desde donde descendía amplias capas superpuestas. Unos brazaletes negros le cubrían las manos, dejando al descubierto sus blancos dedos. Los labios entreabiertos componían una sonrisa que dejaba entrever unos dientes pequeños. Tenía la piel clara, más clara que la del hombre, los ojos hundidos, perfilados por unas espesas pestañas, y una larga melena ondulada que le llegaba hasta la cintura.

Por un momento, Luce se olvidó de respirar y, aun después, no podía apartar sus cansados ojos del libro. ¿La mujer de la fotografía? Ella era.

O bien Luce tenía razón, y Daniel le sonaba de un viaje que había olvidado al centro comercial de Savannah, donde habían pasado para hacerse unas fotos vestidos de época que tampoco podría recordar… o Daniel le había dicho la verdad.

Luce y Daniel se conocían.

De un tiempo totalmente diferente.

Siguió respirando de forma entrecortada. Su vida entera se vio arrojada al tempestuoso mar de su mente, todo quedaba en tela de juicio… las molestas sombras negras, la truculenta muerte de Trevor, los sueños…

Tenía que ver a Penn. Si alguien podía llegar a explicar algo tan inverosímil, esa era Penn. Con el libro viejo e inescrutable bajo el brazo, Luce salió de la habitación y se apresuró hacia la biblioteca.

En la biblioteca hacía calor y no había nadie, pero algo en los techos altos y en las interminables hileras de libros tensó los nervios de Luce. Pasó a toda prisa frente al nuevo mostrador, que tenía un aspecto vació y estéril. También pasó frente al enorme fichero de la biblioteca y por la interminable sección de obras de referencia, hasta que llegó a las mesas largas de la sección de estudio.

En vez de a Penn, Luce se encontró con Arriane que jugaba al ajedrez con Roland. Ella tenía los pies sobre la mesa y llevaba una gorra de revisor listada. Llevaba el cabello recogido en ella, y Luce volvió a reparar, por primera vez desde que se cortó el pelo, en la cicatriz brillante y desigual que tenía a lo largo del cuello.

Arriane estaba concentrada en el juego. Entre sus labios balanceaba un cigarro de chocolate y reflexionaba sobre su próximo movimiento. Roland se había recogido las rastas en la coronilla con dos gruesos nudos. Observaba atentamente a Arriane mientras golpeaba uno de sus peones con el meñique.

—Jaque mate, tío –espetó Arriane con aire triunfal, al tiempo que tiraba el rey de Roland. En ese preciso momento Luce se detuvo de golpe frente a su mesa—. Lululucinda —dijo con voz cantarina cuando alzó la vista—. Parece que te estás escondiendo de mí.

—No.

—He oído cosas sobre ti —dijo Arriane, a lo que Roland respondió inclinando la cabeza con atención—. Ring, ring. Eso significa siéntate y desembucha, ahora mismo.

Luce abrazó el libro sobre su pecho. No quería sentarse. Tenía que encontrar a Penn. No podía decirle cuatro tonterías a Arriane… sobre todo con Roland delante, que ya estaba apartando sus cosas para hacerle un sitio.

—Siéntate con nosotros —propuso Roland.

Luce se sentó a regañadientes en el borde de la silla. Se quedaría sólo unos minutos. Era verdad que no había visto a Arriane desde hacía días y, en circunstancias normales, sin duda habría echado de menos la estrambótica conducta de su amiga.

Pero aquellas no eran ni de lejos unas circunstancias normales, y Luce solo podía pensar en la fotografía.

—Puesto que ya he limpiado el tablero de ajedrez con el trasero de Roland, juguemos a otra cosa. ¿Qué tal a «Quién vio una foto comprometedora de Luce el otro día? —preguntó Arriane cruzando los brazos sobre la mesa.

—¿Qué? –exclamó Luce dando un respigo. Apretó con fuerza la cubierta del libro, segura de que su expresión tensa la estaba delatando. No debía haber llevado el libro allí.

—Te daré tres pistas –dijo Arriane con los ojos en blanco—. Molly te sacó una foto ayer metiéndote en un cochazo negro después de clase.

—Ah —suspiró Luce.

—Iba a entregárselas a Randy —prosiguió Arriane—. Hasta que le di lo suyo.

—Chasqueó los dedos—Ahora para mostrarme tu gratitud, dime… ¿te están sacando de aquí para ver a un psiquiatra de fuera? –Bajó la voz para convertirla en un susurro y golpeó la mesa con las uñas—. ¿O tienes un amante?

Luce observó a Roland, que la estaba mirando fijamente.

—Ninguna de las dos cosas –contestó—Me fui un momento para charlar un poco con Cam. No fui…

—¡Bingo! Apoquina, Arri —dijo Roland riéndose—. Me debes diez dólares.

Luce se quedó boquiabierta.

Arriane le dio una palmadita en la mano.

—No te lo tomes así, apostamos un poco para que no decayera el interés. Yo supuse que te habías ido con Daniel, y Roland se decidió por Cam. Me estás arruinando, Luce, y eso no me gusta.

—Estuve con Daniel –prosiguió Luce, sin saber muy bien por qué sentía la necesidad de corregirlos. ¿Es que no tenían nada mejor que hacer con sus vidas que sentarse y divagar sobre qué hacía ella en su tiempo libre?

—Ah —dijo Roland un poco decepcionado—. La cosa se complica.

—Roland –dijo Luce volviéndose hacia el chico—, he de pedirte una cosa.

—Dime. –Sacó un boli y una libreta de su blazer de rayas negras y blancas. Sostuvo el boli sobre el papel, como un camarero preparado para tomar nota—. ¿Qué quieres? ¿Café? ¿Alcohol? Lo bueno-bueno me llega los viernes. ¿Revistas guarras?

—¿
Sigarrillos
? –añadió Arriane, que seseaba por el cigarrillo de chocolate.

—No. –Luce negó con la cabeza—. Nada de eso.

—De acuerdo, pedido especial. Pero he dejado el catálogo arriba –dijo Roland con indiferencia—. Pásate luego por mi habitación…

—No necesito que me consigas nada, solo quiero saber... —Luce tragó saliva—. Tú eres amigo de Daniel ¿no?

Roland se encogió de hombros.

—No es alguien a quien deteste.

—Pero ¿confías en él? —inquirió—. Quiero decir que si él te contara algo que pareciera una locura, ¿Te lo creerías?

Roland la miró entrecerrando los ojos, un poco perplejo, y Arriane bajó los pies al lado de Luce.

—¿De qué estamos hablando exactamente? —preguntó.

Luce se puso de pie.

—Olvídalo. —No tenía que haber sacado el tema. Todos los detalles desordenados se agolparon de nuevo en su mente. Cogió el libro de la mesa—. Tengo que irme —dijo—. Disculpadme.

Apartó la silla y se fue. Sintió las sillas pesadas y torpes, y la cabeza espesa. Una ráfaga de viento le levantó el cabello de la nuca y movió la cabeza en busca de las sombras. Nada. Solo una ventana abierta cerca de las vigas de la biblioteca. Solo un pequeño nido de pájaros en la esquina de la ventana. Luce escrutó la biblioteca de nuevo y le costó creer lo que veía. No había ni una señal de ellas, no había lenguas colgantes negras como la tinta, ni nubes escalofriantes y grises moviéndose por el techo… pero Luce podía sentir su cercanía con claridad, casi podía percibir aquel olor salado y sulfúrico en el aire. ¿Dónde se metían cuando no la acechaban? Siempre había pensado que solo se ocupan de ella. Nunca había imaginado que podían ir a otros lugares, hacer otras cosas… atormentar a otras personas. ¿También Daniel las veía?

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