¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (5 page)

* * *

Como ya dijimos antes, el relato entra en lo inverosímil por sus propias servidumbres temporales (eso de situarlo entre 1976 y 1977). No es ya improbable, sino imposible e increíble, que a un tipo como Mariñas (un ucedista, por el perfil que nos ofrece el autor; un franquista moderado arrimado a la reforma democrática por gatopardismo) le hiciesen la más mínima acusación referida a su pasado, que nada de eso saliese en la prensa (ni siquiera en la entonces recién nacida revista
Interviú
, que sólo más tarde pudo publicar artículos sobre crímenes de la guerra), que se utilizase el pasado como arma política en la derecha (ni siquiera cuando en UCD empezó el degüello en el 79 se llegó a utilizar nunca el pasado franquista de nadie como acusación), y por supuesto que las acusaciones se basasen en las sospechas acerca del «rápido enriquecimiento en aquellos años», «ciertas detenciones a partir de su denuncia contra supuestos republicanos que, oh, casualidad, eran importantes propietarios cuyos bienes, tras la detención, pasaban al cada vez más espléndido bolsillo de tan desinteresado colaborador con la cruzada», «fusilamientos a petición suya, de favores sospechosos, negocios poco claros, la delación...»
.

Es loable que el autor haya querido hurgar en uno de los aspectos menos conocidos y más sucios del pasado reciente español: el expolio, el saqueo, la utilización de la guerra no ya sólo para eliminar y depurar al adversario ideológico, sino también para robarle, para hacerse con su fortuna. Ocurrió de forma extendida al final de la guerra, pero se ha escrito poco sobre aquellos episodios, hay pocas investigaciones y aún menos novelas. Sólo recuerdo una novela excepcional,
Jugadores de billar
, de José Avello, donde una compraventa de terrenos en el tiempo presente acaba sacando a la luz un crimen de la guerra civil relacionado con una usurpación patrimonial. Uno de los personajes, al final del libro, resume tajante: «En eso consistió nuestra famosa guerra civil, un robo escriturado y legalizado ante notario.» En efecto, los vencedores llevaron a cabo un auténtico expolio sobre los vencidos, apropiándose de los bienes y empresas de los derrotados, de los exiliados, tanto de los particulares como de las organizaciones políticas y sindicales. Para ello, a veces, se recurrió a la denuncia, falsa incluso, o el asesinato, legal o no, aprovechando la confusión y la sospecha generalizada en los momentos finales de la guerra, y la impunidad que daba la victoria. Que nuestro joven autor tuviese propósito de poner luz sobre aquel episodio todavía hoy desconocido, es algo que debemos reconocerle. Pero tan loable objetivo no puede llevarnos a suspender la verosimilitud más allá de cierto límite. Y lo de las denuncias con reflejo periodístico en pleno 1976 supera ese límite
.

Añadir, por último, un par de aportaciones más a ese topos teatral que es ya el domicilio de la viuda (teatral y propio de cierta comedia burguesa), de nuevo con el «comedor desolado y enorme» en el que comen con una «vajilla demasiado elegante», y ese despacho de casa-museo de prócer, donde ya hemos encontrado la colección de plumas en un cajón, y la «elegante tabaquera de madera oscura, con las esquinas finamente doradas», y llena con tabaco «de marca desconocida» que produce al fumarlo «aromas antiguos», dentro de esa insistente fascinación letraherida por el tabaco literario, pues estos personajes malfuman, es decir, fuman literariamente, fuman cigarrillos de tinta, obligados por un autor que seguramente no sabe tragarse el humo pues (para fortuna de su salud) todo el tabaco que ha fumado en su vida es tabaco de novela y de cine negro, cuyo humo parece (es) de papel
.

Y, por cierto, como antes la viuda, también el protagonista masculino se dedica ahora a sobreactuar, forzado por ese detallismo con pretensiones psicológicas del autor. En un par de frases de diálogo el tipo hace tal cantidad de cosas con las manos, que la viuda debe de pensar que le ha dado un ataque de epilepsia: las manos juntas en actitud de rezo, mostrando las palmas, agitando dos dedos en el aire, acariciando la mesa con la mano abierta, haciendo una cabaña, apoyando la barbilla en el puño, tamborileando la mesa... Invito al lector a que, mientras pronuncia las dos o tres frases en cuestión, reproduzca todo ese frenesí gestual, y que lo haga frente al espejo, a ver qué impresión le produce
.

VII

No has dormido más de veinte minutos, el reloj te lo confirma: las tres y veinte de la tarde. Sin embargo, el cuerpo ausente de peso, el frío repentino en la carne, la boca seca: te parece que hubieses dormido durante horas, que este sol que permanece vertical no fuese el mismo sol que te vio caer en el sueño junto a la gasolinera. Las manos fijas en el volante, los dedos envarados por la presión, la mandíbula rígida, los dientes de un dolor nocturno, como si hubieses apretado la boca con rabia durante el sueño. Despacio, pones en marcha el automóvil, despertando con el ruido del motor al anciano que dormitaba junto a la gasolinera. En las primeras calles de Lubrín, el sol tiene un espesor de verano, una manta gruesa para este abril desorientado; las calles quedan vacías, perdidas de siesta, las casas cerradas por postigos de sombra y celosías, tan sólo algún perro que cojea por la calle desierta buscando un espacio umbrío, un trozo de escalón fresco donde descansar. Buscas un sitio para comer, el hambre te pellizca las entrañas: no has comido nada en todo el día, un café de puchero que te sirvieron sin más en una venta a la salida de un pueblo de nombre ya olvidado, donde una mujer de edad indefinida, ropas anchas y pelo largo, contestó sin interés a tus preguntas repetidas,
no conozco ningún pueblo de ese nombre
.

Encuentras por fin, en una pequeña plazuela de castaños, una cantina que parece abierta. Aparcas el automóvil junto a la puerta e ingresas pronto en la sombra refrescante del interior, oscurecido por persianas y una cortina de tiras de caucho que alejará las moscas del verano. Tus ojos, venidos de la luz fatal del sol, necesitan unos segundos antes de ver en la penumbra interior: formas que van naciendo a tus pupilas, algunas mesas solas, un mostrador pequeño al fondo, con sólo unas botellas sobre la madera, de un cristal que relumbró de sol cuando abriste la cortina para entrar. Te recibe un hombre pequeño, de rostro común y pelo ralo, que levanta las persianas lo suficiente para iluminar levemente la cantina, más pobre aún a la luz, ya sin la protección de la ambigua oscuridad que iguala palacios y chozas. El hombre es de pocas palabras, monosílabos llenos del acento de la tierra. Te sirve una comida sencilla, probablemente la misma que él estaba tomando con su familia en la parte trasera, no tenía nada preparado para un comensal que ningún día viene, quizás te comas la ración de algún hijo, del propio tabernero. El hambre te evita los escrúpulos y das buena cuenta de lo servido: cocina casera, pan tierno para limpiar el plato, un mal vino demasiado frío, una pieza de fruta madura y un café solo. Pagas lo que te pide y sales de la cantina, aliviado de dejar un espacio en el que no estabas invitado, en el que fuiste intruso para la normalidad cotidiana, motivo de conversación para varias semanas entre los parroquianos.

Poco más de las cuatro de la tarde, y la siesta todavía cerca el pueblo. Decides pasear por las calles, caminar despacio, haciendo tiempo para no sabes qué. Piensas dónde buscar Alcahaz, tierra incógnita, palabra incómoda en la boca de los hombres de la región que te contestan con una brusca negativa. Recorres el pueblo pegado a las paredes encaladas, acariciando con los nudillos la rugosidad de las fachadas, como hacías de niño en las paredes blancas de otro pueblo que podía ser éste, un pueblo como cualquier otro, como muchos otros, con sus calles dobladas en una ligera loma, las plazas con jardines sencillos y fuentes alegres, los kioscos de música abandonados al otoño, las iglesias bajas con campanarios de cigüeñas, los niños que juegan con una pelota de trapo o persiguen a los gatos viejos; tú mismo, a la carrera tras algún gato magullado, hasta que tropezabas y caías al suelo —la caricia bruta de la arenilla en las rodillas desnudas—, los demás niños que te adelantaban y te empujaban para que siguieras corriendo, alegría de muchachos que gritabais por las calles de la tarde, escapados del colegio: lanzabais piedras a todo bicho viviente, reíais al reproche de los ancianos, buscabais las orillas sucias del río, la ribera acolchada de verde: niños tumbados en la hierba, sin zapatos, miraban al cielo para gritar formas de nube. Tú, sentado sobre una piedra, te frotabas la herida de la rodilla con agua fresca, y mirabas a la loma parda de la sierra, por donde un día, aquel día, viste bajar algunas formas humanas, oscuras, que se concretaban con la distancia en varios hombres de capote oscuro, a caballo, que llevaban a tirones a un hombre agotado, con la camisa abierta, un hombre que se tropezaba en el descenso por los empujones de los guardias.

Has caminado durante unos minutos por las calles idénticas de Lubrín, guiado sólo por la silueta de la sierra que se adivina a la salida de las calles, sobre los tejados rojizos; hasta que has llegado a una calle descendente, de suelo roto, que te lleva fuera del pueblo, a los primeros campos de cultivo. Es fácil salir de un pueblo, piensas: basta girar dos esquinas y recorrer una calle para salir a una pradera verde y un riachuelo donde alguna mujer lava la ropa, y detrás el campo inmenso, la carretera a lo lejos, la sierra próxima. En Madrid no, piensas; en Madrid no puedes salir de la ciudad andando; puedes girar todas las esquinas, cruzar avenidas últimas, calles periféricas, circunvalaciones; pero siempre llegarás a un paisaje que no es final, cruzado de vallas metálicas, naves industriales, construcciones derruidas, camiones desguazados, alambradas flojas como cinturones de miseria, chabolas, escombreras, urbanizaciones aisladas. Fumas un cigarrillo, tranquilo, olvidándote de Madrid, mirando a la mujer que agachada frota la ropa contra una tabla a la orilla del regato —pueblos de este sur donde el tiempo se demora sin daño.

Regresas al automóvil: las cinco de la tarde espantan la siesta primera, las calles renacen, las puertas se abren, algunos cubos de agua se lanzan a las aceras. Las mujeres en bata ríen y se llaman de una puerta a otra: los hombres, amodorrados, se abrochan la camisa y vuelven a la silla de la puerta, al ocio inacabado, los menos al trabajo escaso. Las calles céntricas se organizan en una perfecta coreografía de cuerpos que caminan en orden, que se dirigen a ocupaciones rutinarias. Mujeres de negro visitan las capillas de donde partirán las procesiones religiosas de la tarde. Los niños, al salir de las casas, corren alocados, con la libertad vespertina recobrada. En el automóvil recorres otra vez el pueblo, orientándote según la lógica urbana hasta encontrar el centro, la típica plaza abierta de jardines y bancos, cuadriculada: en un costado la iglesia, sencilla, malcuidada; en otro lateral el centro social, con algunos ancianos en la puerta; en el tercer lado el cuartel de la guardia civil, con un número joven que sestea aún junto a la entrada, con la camisa abierta. Para completar el cuadrado de la plaza, el ayuntamiento, un edificio sobrio, de inspiración clásica, con columnas en la portada, una breve escalera, balaustrada corta en la primera planta, tejado de piedra a dos aguas y un reloj como único ojo. En las fachadas de todos los edificios de la plaza, excepto en el de la guardia civil, se leen inscripciones pintadas en rojo y apenas borradas por la cal, pintadas que recuerdan lo que ocurre en las grandes ciudades por estas fechas, «
AMNISTÍA A LOS PRESOS POLÍTICOS
», «
ELECCIONES LIBRES YA
!», y algunos símbolos borrosos como banderas de libertad, obra tal vez del único anarquista del pueblo, confuso y amargado tras tantos años de esconderse.

Aparcas el coche frente a la iglesia, en la que entran algunas mujeres de luto que caminan deprisa. Te diriges lento hacia el ayuntamiento, mientras el sol comienza el descenso sobre la sierra y trae un primer viento fresco a Lubrín. En los bancos del centro de la plaza, ancianos dormijosos bostezan y pronuncian palabras en voz baja, atentos al recién llegado, al vehículo aparcado junto a la iglesia —la matrícula forastera, la tentación de preguntarte si has venido de Madrid, acaso todos portadores de una misma historia por contar, de un mismo recuerdo del Madrid de hace muchos años, una mujer en la calle de Valverde; acaso todos esperando tu llegada para llenar de sentido sus memorias, enmollecidas de senilidad o nostalgia.

Entras en el edificio municipal, extrañamente abierto en horario de tarde. En el mostrador, un conserje de espaldas anchas te atiende con desgana, aturdido aún de siesta. Te indica un pasillo a la derecha, una dirección poco clara, «pregunte por allí, en las mesas, ya le dirán». Avanzas por el pasillo indicado, hasta llegar a un espacio amplio, mal iluminado, donde una decena de mesas de despacho se distribuyen en dudoso orden, habitadas por funcionarios que olvidados de sus obligaciones conversan distraídos, que te miran apenas antes de seguir alguna conversación de fútbol o del calor que este año madruga y anuncia un verano de coraje. Te acercas, por instinto, a la única mesa en la que un administrativo parece trabajar, operando en una máquina de escribir, con sólo cuatro dedos, lento.

—Buenas tardes —dices en voz baja, evitando interrumpir las conversaciones monótonas de los demás.

—¿Puedo ayudarle? —responde el hombre, con el cuello encogido entre los hombros, sin dejar de machacar las teclas de la máquina.

—Sí; estoy buscando un pueblo de esta comarca.

—¿Un pueblo? —el mecanógrafo te mira con desconfianza; abandona la máquina y se seca un rastro de sudor en la frente con un pañuelo—. Éste es el único pueblo de esta comarca, Lubrín, algunos cortijos, y nada más.

—Eso dicen... Pero yo busco uno que aparece en los mapas. Se llama Alcahaz.

—¿Alcahaz? —por primera vez, piensas, el nombre no suena temblón en la boca del interrogado; el funcionario lo pronuncia con voz neutra, sin sorpresa—. No sé, no me suena ese nombre. Pero es seguro que no pertenece a esta comarca; el pueblo más cercano es Vera, está a más de veinte kilómetros —y vuelve los ojos a la máquina, dando por concluida la conversación.

—Sin embargo, los mapas... —insistes tú, aburrido, pero consigues sólo una mirada de fastidio de tu interlocutor.

—Emilio —dice el hombre, lanzando la voz hacia uno de los funcionarios que conversan a dos mesas de distancia—: ¿Conoces tú algún pueblo en la provincia que se llame Alcahaz?

—Err... No... No hay ningún pueblo con ese nombre... —Emilio, incómodo, se pone en pie, duda al hablar. Es alto, delgacero, los hombros ausentes, el rostro alargado y partido por una nariz inacabada. Aunque molesto por la pregunta, vuelve a sentarse, pero sin reintegrarse a la conversación futbolística, más atento a lo que tú sigues hablando con el funcionario de la máquina de escribir, que te mira con indiferencia y te habla:

—¿Se da cuenta? Su mapa está equivocado. Quizás se trate de un pueblo de Murcia, o de Granada. Cualquiera sabe... ¿Desea alguna otra cosa? —te pregunta, con un tono cansino, invitándote a salir y no volver. No te marchas aún: recuerdas que no sólo buscas ese pueblo, que sobre todo estás haciendo una investigación sobre un hombre, sobre un pasado que debes modificar.

—Ya que estoy aquí me gustaría también consultar algunos datos que deben tener sobre una persona... Fue vecino de estas tierras, tenía algunas propiedades en la comarca... También en Alcahaz...

—¿Qué tipo de datos? —te responde, ya definitivamente irritado por la interrupción de su trabajo, por el extraño que llega con la tarde y no le deja continuar su labor.

—Bueno... Cualquier tipo de datos que tengan... Domicilios, trabajo conocido, familia, propiedades...

—Me temo que esa clase de datos no pueden ser facilitados así como así —dice el hombre, intentando acabar ya la conversación—. ¿Vive esa persona aún?

—No... Ya murió.

—Eso complica las cosas... ¿Es usted familia del difunto?

—Sí, así es —respondes con aplomo, llenando tu mentira de seguridad en las palabras—. Soy un familiar... Ésa es la razón de mi consulta.

—De acuerdo... Veré si puedo hacer algo. ¿Me dice el nombre del difunto? —el funcionario, ávido por terminar el trámite cuanto antes, olvida cautelas administrativas y ni siquiera te pide una documentación que no podrías presentar, una identidad que no es la tuya.

—Se llama... Se llamaba Mariñas; Gonzalo Mariñas —respondes con naturalidad.

El funcionario apunta con letra recta el nombre en un trozo de papel, y repite las sílabas en voz alta al escribirlas. El hombre de la tertulia cercana, Emilio, que desde que fue interpelado minutos antes no ha dejado de escuchar tus palabras, se levanta como empujado por un resorte al escuchar el nombre de Mariñas, casi tira la silla al incorporarse. Te mira con extrañeza, mientras se acerca hacia ti.

—¿Gonzalo Mariñas? —te pregunta, con un tono que tú no sabes si es amenaza o sólo curiosidad.

—Sí —respondes prudente—; ¿lo conocía usted?

—¿Es usted familia de Gonzalo Mariñas? —te pregunta, ahora revelando su tono amenazante. Te mira con cuidado, como buscando en ti algún rasgo dejado del desaparecido Mariñas.

—Así es... Soy familia de Mariñas —insistes en la mentira.

—Hijo de puta —dice el hombre con normalidad, pronunciando despacio las palabras, repetidas en voz baja—; hijo de puta...

—¿Perdón? —preguntas, incrédulo.

—Cabrón —no puedes evitar que el hombre te agarre de las solapas con gesto rápido y te sacuda hacia atrás, aunque sin violencia, con un movimiento firme, seco—. Es familia de ese malnacido hijo de puta de Mariñas —dice a los demás, como si tratase de hacerles partícipes de su indignación, para justificar así la violencia en el trato.

El funcionario de la máquina se levanta sorprendido, intenta calmar al administrativo Emilio; los demás dejan la tertulia y se acercan hacia el hombre que te sacude y pronuncia variados insultos que sólo tienen en común la invocación de Mariñas. Te arroja finalmente hacia una estantería, provocando tu caída torpe, entre legajos que caen contigo desde los estantes. Los funcionarios, blandos y sorprendidos, no aciertan a controlar al furioso administrativo que te levanta de nuevo por las solapas y te empuja contra unas sillas. Eres incapaz de defenderte, como tantas otras veces en las que, ante un momento de tensión, frente a un anuncio de pelea, se te reblandecen los músculos, te sientes incapaz de levantar un puño, como en un sueño en el que el brazo se te enreda en las gasas del aire al golpear. Caes otra vez, y te golpeas la cintura contra el respaldo de una silla que se vuelca contigo, quedándote un dolor punzante.

—¿Qué significa esto? —preguntas confuso, mientras el hombre te vuelve a levantar por las solapas, aplicado en maldecirte, desde una furia que no resulta excesiva, que parece natural, como si hubiese ensayado este momento durante años, a la espera de que algún Mariñas volviese a entrar por la puerta del ayuntamiento, y encontrase en ti la oportunidad esperada. Sin dejar que termines de ponerte en pie, te arrastra con fuerza hacia el pasillo, levantándote cada vez que caes. Los demás funcionarios os siguen sin intervenir ya, hasta que salís a la plaza y el administrativo, agarrándote de los codos, te voltea hacia el exterior; tropiezas con los primeros escalones, caes de forma estrepitosa a la acera de la plaza, donde quedas tumbado al fin, el suelo caliente de sol contra tu espalda, como un descanso.

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