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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

Out (11 page)

Yayoi lanzó un suspiro, consciente de la situación.

—Tienes razón.

—Vuelve a casa y actúa como siempre. A mediodía llama a la empresa de tu marido y pregunta si ha ido al trabajo. Cuando te digan que no, explícales que ayer no volvió a casa. Que estás muy preocupada. Y si te recomiendan que denuncies su desaparición, hazlo. ¿Entendido? En caso contrario, sospecharán de ti.

—De acuerdo. Así lo haré.

—Hoy no me telefonees a casa. Si pasa algo, ya te llamaré.

—Masako, ¿qué piensas hacer?

—Lo que tú has dicho —respondió Masako con una sonrisa amarga—. Lo haré tal y como has propuesto.

—¿Qué? —exclamó Yayoi empalideciendo de repente—. ¿De veras?

—Sí —confirmó Masako sin dejar de observar su pálido rostro—. Al menos lo intentaré.

—Gracias —dijo Yayoi con lágrimas en los ojos—. Muchas gracias. No puedo creer que estés dispuesta a hacer eso por mí.

—No sé si saldrá bien. Pero es mejor que colgarlo en la montaña. Debe desaparecer sin dejar rastro, ¿verdad? No podemos dejar ninguna prueba.

Durante el turno de noche, Masako había ido al lavabo y, al ver los grandes cubos azules con restos de comida deposita enfrente de la puerta, decidió que Yayoi había tenido una buena idea.

—Pero eso es un delito, ¿no? —murmuró Yayoi, como si no lo considerara correcto—. Y yo te he implicado en este.

—Ya lo sé —dijo Masako—. Deshacerse de un cadáver no es un trabajo agradable. Pero podemos hacerlo como si se tratase de basura. Será lo mejor. En caso de que lo aceptes, claro está. Al fin y al cabo, es tu marido a quien vamos a trocear...

—No hay problema —dijo Yayoi con una sonrisa casi imperceptible en los labios—. Le estará bien empleado.

—Eres un peligro —dijo Masako mirándola fijamente.

—Y tú también —replicó Yayoi.

—No es lo mismo.

—¿Por qué no?

—Porque yo me lo tomo como un trabajo.

Yayoi puso cara de no entender nada.

—Masako, ¿qué hacías antes de trabajar aquí?

—Lo mismo que tú. Tenía un marido, un hijo y un trabajo. Pero estaba sola. —Yayoi bajó los ojos, quizá para ocultar las lágrimas, y se quedó con los hombros caídos—. Vamos, no llores —le dijo Masako—. Todo ha terminado. Y lo has acabado tú.

Yayoi asintió varias veces. Masako le dio unas palmaditas en la espalda al tiempo que la conducía hacia la sala de descanso. Yoshie y Kuniko se habían cambiado de ropa y se estaban tomando un café. Kuniko miró a Yayoi y a Masako con recelo, con un fino cigarrillo en los labios.

—Kuniko, ¿te importa si hoy no te acompaño hasta el parking? —preguntó Masako—. Tengo que hablar un momento con la Maestra.

Kuniko lanzó una mirada escrutadora a Yoshie.

—¿De qué tenéis que hablar sin que yo lo oiga?

—Pues de dinero —respondió Yoshie—. Para que lo sepas, Masako me va a hacer un préstamo.

Kuniko asintió de mala gana, se colgó el bolso imitación Chanel del hombro y se levantó.

—Hasta mañana.

Masako se despidió de ella con la mano y entró en el vestuario. Yoshie, feliz por haberse librado de Kuniko, se quedó en la sala dando sorbitos del vaso de papel que contenía café azucarado.

Una vez en el vestuario, Masako se puso rápidamente los vaqueros y el polo, cogió dos delantales que debían de pertenecer a dos empleadas que llevaban varios días sin aparecer por la fábrica, y los metió dentro de una bolsa de papel. Asimismo, cogió varios pares de guantes de látex y se los guardó en el bolsillo. Volvió a la sala como si nada y se sentó al lado de Yoshie, en el lugar que Kuniko había dejado libre. El tatami aún estaba caliente. Yayoi, que también se había mudado de ropa, se les acercó con la intención de sentarse junto a ellas, pero Masako le indicó con un gesto que volviera a casa.

—Bueno... me voy —dijo en un tono inseguro.

Mientras se dirigía hacia la puerta, se volvió varias veces para mirar a Masako. En cuanto desapareció, Yoshie susurró:

—¿Qué diablos pasa? Me estáis poniendo nerviosa.

—Escúchame y trata de no montar un escándalo —le advirtió Masako mirándola a los ojos—. Yayoi ha matado a su marido.

Yoshie se quedó boquiabierta; los labios le temblaban levemente.

—¿Cómo que no me escandalice? —logró farfullar.

—Lo entiendo. Pero así están las cosas y no hay vuelta atrás. He decidido echarle una mano. ¿Quieres ayudarme?

—¿Estás bien de la cabeza? —exclamó Yoshie. Consciente de que había gente en la sala, bajó la voz—. Lo que debería hacer es entregarse de inmediato.

—Tiene hijos pequeños. Y además él le pegaba. Se ha sacado un peso de encima.

—Pero lo ha matado —insistió Yoshie tragando saliva.

—¿Cuántas veces se te ha pasado por la mente acabar con la de tu suegra?

Masako vio cómo se tensaba el rostro de su compañera.

—Muchas —admitió Yoshie mientras daba un sorbo a su café—. Pero entre pensarlo y hacerlo hay una gran diferencia.

—Sí, es muy diferente. Pero Yayoi ha cruzado la línea. Puede pasar, ¿no? Por eso estoy dispuesta a ayudarla en lo que pueda.

—¿Cómo? —exclamó Yoshie. Su voz retumbó en la sala y casi todos los presentes se volvieron para mirarla. Los brasileños, que como siempre estaban apoyados en una de las paredes, guardaron silencio y la escrutaron con interés. Yoshie se encogió—. Es imposible. No puedes hacer nada.

—Lo intentaré.

—¿Por qué vas a hacerlo? ¿Por qué debería hacerlo? No quiero ser cómplice de un crimen.

—No somos cómplices de nada. Nosotras no lo hemos matado.

—Pero abandonar un cadáver es delito, ¿no?

—Lo vamos a trocear.

—¿Qué dices? —inquirió Yoshie pasándose la lengua por los labios, con expresión de no entender nada—. ¿Puedes decirme qué pretendes hacer?

—Cortarlo a trozos y tirarlo a la basura. Así Yayoi podrá vivir como si nada hubiera sucedido. Lo darán por desaparecido y cerrarán el caso.

—No cuentes conmigo —dijo Yoshie negando con la cabeza—. No voy a hacerlo. Ni hablar.

—Pues muy bien, devuélveme el dinero —repuso Masako y extendió una mano abierta por encima de la mesa—. Devuélveme ahora mismo los ochenta y tres mil yenes que te dejé ayer.

Yoshie se quedó pensativa. Masako apagó el cigarrillo en el vaso de café vacío, del que al instante se desprendió un desagradable olor mezcla de azúcar, tabaco y café instantáneo. Masako lo ignoró y encendió otro.

—No puedo devolvérselo —repuso finalmente Yoshie— Supongo que no me queda otra opción que ayudarte.

—Gracias —dijo Masako—. Sabía que podía contar contigo.

—Pero... —objetó Yoshie mirando a su compañera—. Lo hago porque estoy en deuda contigo. No tengo otra salida. Pero tú ¿por qué haces todo esto por Yayoi?

—Ni yo misma lo sé —reconoció Masako—. Sólo sé que también lo haría por ti.

Yoshie no preguntó nada más.

Casi todos los empleados habían abandonado la fábrica.

Masako y Yoshie salieron por la puerta principal. Seguía cayendo una fina lluvia. Yoshie cogió el paraguas que por la noche había dejado en el paragüero. Masako, que iba sin paraguas, se mojaría antes de llegar al parking.

—Te espero en casa a las nueve —dijo.

—Ahí estaré —le aseguró Yoshie mientras empezaba a pedalear pesadamente bajo la lluvia.

Masako se quedó unos instantes viendo cómo la silueta de Yoshie montada en su bicicleta desaparecía, y a continuación se dirigió al parking con paso ligero. Al poco se dio cuenta de que había alguien detrás de los plátanos que flanqueaban el canino. Era Kazuo Miyamori. Vestía vaqueros, camiseta blanca y gorra negra. Tenía los ojos clavados en el suelo y sostenía un paraguas de plástico transparente, sin hacer ademán alguno para cubrirse la cabeza, de modo que estaba empapado.

—¿Cómo se dice «vete al cuerno» en portugués? —le espetó Masako al llegar a su altura.

Él la miró sorprendido y, al ver que Masako no se detenía, echó a andar detrás de ella.

—Paraguas —dijo ofreciéndoselo. —No lo necesito —respondió ella tras rechazarlo con la mano.

El paraguas cayó en la acera de hormigón con un ruido que resonó en el camino desierto. Masako vio que Kazuo estaba desconcertado. Tenía la misma expresión que hacía dos noches, cuando Yayoi no le había devuelto el saludo.

Todavía era un crío. Masako se volvió sin saber cómo reaccionaría alguien tan joven. Esos ojos oscuros bajo la visera eran los mismos que había visto brillar en la luz rojiza apenas unas horas antes.

—¡Déjame en paz!

—Perdóname —dijo él plantándose delante de ella y llevándose las manos al pecho.

Masako sabía que su arrepentimiento era sincero, pero decidió ignorarlo y dobló la esquina hacia la derecha, para acceder al trecho que discurría por delante de la fábrica abandonada, donde la había atacado. Masako supo que aún la seguía, pero ahora apenas sentía una leve inquietud; aunque tenía unas ganas locas de olvidar lo ocurrido la noche anterior.

—¿Vendrás hoy?

—Ni lo sueñes.

—Pero...—murmuró él mientras echaba a correr.

Masako vio a su derecha el muelle de carga de la fábrica. La persiana metálica contra la que sus cuerpos habían chocado no tenía ninguna abolladura y seguía oxidándose bajo la lluvia. Las hierbas entre las que se había abierto paso para escapar no mostraban ningún signo de la pelea. De pronto le irritó comprobar que todo seguía igual, como si nada hubiera sucedido. Volvió a sentir la humillación y el odio que se habían apoderado de ella en el momento del ataque.

Incapaz de reprimir su furia, se detuvo a esperar a que Kazuo la atrapara. Éste se quedó quieto delante de ella, mirándola y sosteniendo aún el paraguas.

—Escúchame bien: si vuelves a hacerlo se lo diré a la policía —le aseguró Masako—. Y también al jefe, para que te quedes sin trabajo.

Él asintió con alivio y alzó su rostro moreno para observarla, extrañado. Había temido que lo delatara sin más.

—No te alegres. No pienso perdonarte.

Después de pronunciar estas palabras, Masako se volvió y siguió andando. Esta vez Kazuo no la siguió. No se giró hasta llegar a la entrada del parking; al volverse, lo vio quieto en el mismo sitio donde lo había dejado.

Le entraron ganas de gritar «¡Imbécil!», pero se reprimió al darse cuenta de que no sabía a quién dirigir el insulto. Entró en el aparcamiento y encontró su Corolla donde lo había aparcado la noche anterior. Pensó en el bulto que llevaba en el maletero, y se maravilló de que hubiera amanecido y lloviera con normalidad mientras esa cosa inerte y sin vida seguía ahí. Entonces cayó en la cuenta de que el pobre Miyamori no era más que una presencia que le hacía recordar el cadáver que había en el maletero. El destinatario del insulto, pues, no era otro que ese cadáver y, de rebote, ella misma.

Abrió el maletero medio palmo y miró dentro. Vio los pantalones grises y la pantorrilla peluda que Yayoi había tocado para comprobar que el cuerpo aún estaba caliente. La piel de la pantorrilla estaba pálida y los pelos, ligeramente sucios, parecían los flecos de un trapo deshilachado.

—Es una cosa. No es más que una cosa —murmuró Masako mientras cerraba el maletero.

En el baño
Capítulo 1

Masako estaba de pie en la puerta del baño, escuchando el sonido de la lluvia que se filtraba por la ventana.

Nobuki debía de haber sido el último en utilizar la bañera, la había vaciado y la había cubierto con la tapa de plástico. Pese a que las paredes y los azulejos ya estaban secos, en el cuarto aún flotaba el olor a limpio del agua del baño, el olor de un hogar tranquilo y pacífico. De repente, Masako sintió la necesidad de abrir la ventana y dejar entrar el aire húmedo del exterior.

La pequeña casa parecía pedir muchas cosas: que la fregaran arriba abajo, que arreglaran su diminuto jardín, que eliminaran el olor a tabaco y que terminaran de pagar la hipoteca que pesaba sobre ella. Con todo, Masako no la sentía como propia. ¿Por qué siempre se sentía inquieta, como si estuviera de paso?

Al salir del parking con el cadáver de Kenji en el maletero ya había tomado una decisión. En cuanto llegó a casa, se encaminó directamente al baño para pensar la manera de introducir allí el cuerpo y llevar a cabo lo que había planeado. Era una locura, pero tenía ganas de ponerse a prueba y superar el reto.

Entró descalza en la zona alicatada del baño y se tumbó boca arriba. Kenji tenía la misma estatura que ella, de modo que poniéndolo en diagonal cabría perfectamente. En ese momento, a Masako le pareció irónico que cuando se construyó la casa Yoshiki insistiera en tener un baño más amplio de lo habitual.

Mientras notaba el contacto de las frías baldosas contra su espalda, alzó la vista para mirar de nuevo por la ventana. El cielo era gris, sin apenas profundidad. Recordó la estampa de Kazuo Miyamori empapado bajo la lluvia, se remangó el polo y miró el morado que tenía en el brazo izquierdo. Sin duda era la marca del grueso pulgar de Miyamori. Hacía tiempo que no sentía la fuerza de un hombre en su propia carne.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó una voz desde la penumbra. Al incorporarse, Masako vio a Yoshiki todavía en pijama, de pie en la pequeña sala que daba acceso al baño—. ¿Se puede saber qué haces ahí? —insistió Yoshiki.

Masako se puso de pie y, mientras se bajaba la manga del polo, miró a su marido, recién levantado de la cama. Aún no se había peinado el cabello ralo ni se había puesto las gafas, pero la observaba con un mal humor indisimulado. La manera como fruncía el ceño le recordó a la de Nobuki.

—Nada —mintió Masako—. Estaba pensando en darme una ducha.

—Hoy no hace calor —repuso Yoshiki con la vista clavada en la ventana—. Está lloviendo.

—En la fábrica he sudado mucho.

—Tú sabrás. Por un momento, he creído que te habías vuelto loca.

—¿Por qué?

—Primero te quedas a oscuras, de pie y mirando al vacío, y de repente vas y te tumbas al lado de la bañera. No es muy normal que digamos.

Masako se sintió incómoda al descubrir que Yoshiki la había estado observando en silencio. Últimamente, había adquirido la costumbre de mirarla a ella y a Nobuki desde cierta distancia, como si quisiera defenderse de ellos.

—¿Y por qué no me has dicho nada? —Ante la pregunta Yoshiki se encogió de hombros. Masako salió del baño sin tocarlo—. ¿Te preparo el desayuno? —le preguntó.

Pese a no oír su respuesta, se dirigió a la cocina. Puso café en la ruidosa cafetera y empezó a preparar las tostadas y los huevos revueltos que su marido solía desayunar. Hacía tiempo que su casa no olía a arroz a esas horas. Desde que Nobuki dijera que no quería llevarse la comida preparada, no tenían necesidad de hervir arroz por las mañanas.

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