Read Out Online

Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

Out (27 page)

—Sí. Lo lamento por él. Siempre fue muy bueno conmigo.

«¡Mentirosa! —gritó para sí misma—. Nunca se esforzó por volver pronto. Sabía lo poco que me gustaba ir al trabajo sin que él hubiera vuelto, pero hacía todo lo posible por evitarme. Era odioso.»

—Entonces, ¿por qué se enfadó si era la primera vez que no volvía? ¿No hubiera debido preocuparse?

—Pensé que estaría divirtiéndose por ahí —repuso Yayoi en voz baja.

—¿Discutían?

—De vez en cuando.

—¿Y por qué?

—Por naderías.

—Claro. Las peleas conyugales suelen ser por naderías. Bueno, volvamos a lo que hicieron ese día. ¿Su marido se fue al trabajo a la hora habitual?

—Sí.

—¿Y cómo iba vestido?

—Como siempre. Con traje...

Al decir esas palabras, Yayoi recordó que al volver a casa por la noche, Kenji iba sin su americana. Quizá aún rondara por casa. O quizá se la hubiera olvidado en algún lugar. Hasta ese momento no se había dado cuenta. Sintió que el pánico se apoderaba de ella, impidiéndole respirar con normalidad, pero aun así consiguió controlarse.

—¿Se encuentra bien? —se interesó Kinugasa volviendo a entrecerrar los ojos.

El contraste entre su aspecto y su modo de hablar era desconcertante.

—Lo siento. Estaba pensando en que fue la última vez que lo vi...

—Es duro cuando todo pasa tan de repente —dijo Kinugasa mirando a su compañero—. A pesar de que hace mucho que nos dedicamos a esto aún no nos hemos acostumbrado. ¿No es así, Imai?

—Sí.

Los dos parecían muy comprensivos, pero ella sabía que estaban al acecho, esperando a que se le escapara algo. Pero resistiría. Estaba convencida de que podía hacerlo. Tenía que seguir disimulando y aguantando sus miradas inquisitivas. Con todo, no le abandonaba la sensación de que esos dos hombres podían atravesarla con los ojos y descubrir la marca del golpe que su marido le había propinado en el estómago. Incluso una parte de ella pugnaba por quitarse la ropa y mostrarles su dolor.

Estaba en peligro. De pronto se dio cuenta de que retorcía las manos como si escurriera una toalla invisible para sacar de ella la fuerza necesaria para protegerse. La fuerza que necesitaba para preservar su libertad.

—Lo siento. Estoy un poco alterada.

—No se preocupe —dijo Kinugasa para tranquilizarla—. A todo el mundo le pasa lo mismo. La entendemos perfectamente. De hecho, es más fuerte que la mayoría. La gente suele echarse a llorar y es imposible hablar con ellos.

—Llevaba camisa blanca y corbata azul oscuro —prosiguió Yayoi—. Y zapatos negros —añadió en un tono más calmado.

—¿De qué color era el traje?

—Gris claro.

—Gris claro —repitió Kinugasa apuntando en su bloc—. ¿Recuerda la marca?

—No, pero solía comprar sus trajes en una tienda llamada Minami.

—¿También compraba allí los zapatos?

—No. Creo que los compraba en una zapatería del barrio.

—¿En cuál?—quiso saber Imai.

—Creo que en una llamada Tokio Center.

—¿Y la ropa interior? —inquirió de nuevo Imai.

—Se la compraba yo en el supermercado —respondió bajando la vista, avergonzada.

—Bueno —intervino Kinugasa—, eso podemos dejarlo para mañana. No disponemos de mucho tiempo. —Imai no replicó, pero parecía disgustado—. ¿A qué hora se fue su marido al trabajo?—preguntó Kinugasa cambiando de tema.

—Tenía que coger el tren de las ocho menos cuarto en dirección a Shinjuku, como siempre.

—Y desde entonces no volvió a verlo ni él la llamó, ¿es así?

—Exacto —confirmó Yayoi tapándose los ojos con las manos.

Kinugasa echó un vistazo a su alrededor, como si se diera cuenta por primera vez de dónde se encontraba. El salón estaba lleno de libros y juguetes con los que los abuelos habían intentado distraer a los niños.

—Por cierto, ¿dónde están los niños?

—Se los han llevado mis padres.

—Pobrecillos—dijo mirando el reloj.

Eran ya más de las once.

—Se los habrán llevado a comer —precisó Yayoi.

—Bueno. Ya casi estamos.

—¿Podría decirnos de dónde era originario su marido y de dónde lo es usted? —preguntó Imai alzando la vista de su bloc de notas.

—Mi marido era de Gunma. Creo que sus padres no tardarán en llegar. Y yo soy de Yamanashi.

—¿Les informó de que su marido había desaparecido? —quiso saber Imai.

—No... —dudó Yayoi—. No se lo dije.

—¿Por qué no? —preguntó Kinugasa pasándose las manos por su pelo corto.

—No lo sé. En su oficina me dijeron que los hombres suelen hacer estas cosas, y que seguro que volvía. Decidí que era mejor no decir nada.

Imai se quedó mirando su bloc extrañado.

—Vamos a ver: su marido no regresó el martes por la noche... Es decir, el miércoles por la mañana no estaba en casa, pero el miércoles por la noche llamó a la policía para denunciar su desaparición. Y tramitamos la denuncia el jueves por la mañana, en comisaría. Si tanta prisa tenía por saber dónde se encontraba, ¿por qué no llamó a sus padres? ¿No hubiera sido lógico ponerse en contacto con ellos?

—Supongo que sí. Pero ambas familias estaban en contra de nuestro matrimonio y no tenemos mucha relación. Por eso no les llamé.

—¿Le importaría explicarnos el motivo de su rechazo? —inquirió Kinugasa.

—No sabría decirles —dijo Yayoi—. Mis padres no veían con buenos ojos a Kenji, y por eso su madre se enfadó...

Lo cierto era que Yayoi nunca se había entendido con su suegra. De hecho, en ese momento temía su llegada y el jaleo que armaría. Yayoi incluso se preguntó si el odio que había llegado a sentir hacia Kenji no era en parte provocado por el hecho de que fuera hijo de esa mujer. La voz de Kinugasa interrumpió los pensamientos de Yayoi:

—¿Por qué sus padres no veían con buenos ojos a su marido?

—Pues... —empezó Yayoi ladeando ligeramente la cabeza—. Quizá porque soy hija única y albergaban muchas esperanzas en mi matrimonio. No sé, quizá fuera eso.

—Ya —comentó Kinugasa—. Además, es usted muy guapa.

—No me refería a eso.

—¿Ah, no? Entonces, ¿a qué se refería? —preguntó el policía en un tono paternal, animándola a explicárselo todo.

La inseguridad de Yayoi cada vez era más evidente. No había imaginado que le fueran a preguntar tantas cosas. Al parecer, les interesaban todos los aspectos de su relación con Kenji y estaban dispuestos a formarse una idea lo más detallada posible para después extraer conclusiones por su cuenta.

—Antes de casarnos, mi marido era aficionado a las apuestas —anunció—. Apostaba a las carreras de caballos y de bicicletas. Incluso había pedido créditos para jugar. Mis padres se enteraron y se opusieron a nuestra boda. Pero lo dejó en cuanto empezamos a salir.

Al oír esas palabras, los dos agentes intercambiaron una mirada.

—¿Y últimamente? —preguntó Kinugasa con renovado interés.

Yayoi dudó sobre si explicarles lo del bacará. No recordaba si Masako se lo había desaconsejado, así que se quedó callada, temiendo que si lo contaba descubrieran que también le pegaba.

—Venga —la animó Kinugasa—. A nosotros nos lo puede contar.

—Pues...

—Volvía a jugar, ¿verdad?

—Creo que sí —reconoció con un escalofrío—. Dijo algo del bacará.

Sin ella saberlo, esa palabra la salvó milagrosamente.

—¿Al bacará? ¿Y dijo dónde jugaba?

—Creo que en Shinjuku —respondió Yayoi en voz baja.

—Muchas gracias —le dijo Kinugasa—. Le agradecemos el esfuerzo por contarnos esto. Estoy seguro de que cogeremos a quien lo mató.

—Por cierto, ¿podría ver a mi marido? —pidió Yayoi tímidamente, intuyendo que el interrogatorio estaba tocando a su fin.

Ninguno de los dos policías había mencionado el tema.

—Pensábamos pedir a su cuñado que lo identificara —le explicó Kinugasa—. Quizá sea mejor que usted no lo vea.

Entonces abrió su vieja cartera y sacó un sobre con varias fotos en blanco y negro. Las mantuvo cerca de su pecho para que Yayoi no las viera y, como si estuviera jugando a cartas, escogió una y la dejó encima de la mesa.

—Si quiere saber por qué es mejor que no vaya, eche un vistazo a esto.

Yayoi cogió la foto con cautela. Mostraba una bolsa de basura llena de una masa de carne troceada. Lo único reconocible era la mano de Kenji, con las yemas de los dedos cortadas en círculos de un rojo negruzco.

—¡Ah! —exclamó Yayoi, sintiendo un odio momentáneo hacia Masako y sus compañeras.

¡Se habían excedido! Ella lo había matado y les había pedido que se deshicieran de él, pero en cuanto vio el cuerpo de Kenji —o lo que quedaba de él— no pudo evitar sentir una oleada de indignación. Se inclinó sobre la mesa y se echó a llorar desconsoladamente.

—Lo sentimos —la confortó Kinugasa dándole un suave golpe en el hombro—. Debe de ser duro, pero tiene que ser fuerte. Hágalo por sus hijos.

Los agentes casi parecieron alegrarse de verla llorar de esa manera. Al cabo de un rato, Yayoi alzó la cabeza y se enjugó las lágrimas con el reverso de la mano. Estaba confundida. Kuniko había tenido razón al decirle que no podía entenderlo. Efectivamente, prefería pensar que Kenji se había ido.

—¿Se encuentra mejor?

—Sí. Disculpen.

—¿Podría pasarse mañana por comisaría? —le pidió Kinugasa mientras se ponía de pie—. Tenemos varias preguntas que hacerle.

Yayoi asintió y se quedó pensativa. ¿Aún más preguntas? ¿Hasta cuándo iba a durar todo eso?

Imai seguía sentado, revisando sus notas.

—Se me ha olvidado preguntarle una cosa —dijo finalmente alzando la vista.

—Usted dirá.

Por mucho que se enjugara las lágrimas, éstas seguían brotando.

—¿A qué hora regresó de la fábrica a la mañana siguiente? —le preguntó mirándola a los ojos—. ¿Podría contarnos lo que hizo ese día?

—Terminé el turno a las cinco y media, me cambié y llegué a casa poco antes de las seis.

—¿Siempre vuelve a casa directamente después del trabajo?

—Normalmente sí —repuso Yayoi con la cabeza aún nublada por la imagen que acababa de ver. Tenía que escoger bien las palabras—. A veces me quedo a hablar o a tomar un café con mis compañeras, pero ese día estaba preocupada por mi marido y regresé en seguida.

—Claro —observó Imai asintiendo con la cabeza.

—Al llegar a casa, dormí un par de horas y después llevé a los niños a la escuela.

—Estaba lloviendo, ¿verdad? ¿Fue en coche?

—No, no tenemos coche. Y yo no tengo carnet. Los llevé en bicicleta.

Los policías se miraron de nuevo. El hecho de que no condujera era una baza a su favor.

—¿Y después? —inquirió Imai.

—Regresé hacia las nueve y media y estuve hablando con una vecina, cerca de los contenedores de basura. Luego hice la colada, ordené un poco la casa y hacia las once me acosté de nuevo. A la una recibí una llamada de la oficina de mi marido diciendo que no había ido a trabajar y me asusté.

Mientras respondía con facilidad, Yayoi volvió a relajarse y se arrepintió de haberse enfadado con Masako.

—Muchas gracias —dijo Imai al tiempo que cerraba su bloc de notas.

Kinugasa estaba de pie y con los brazos cruzados, esperándolo, impaciente.

Al acompañarlos hasta la entrada y observar cómo se ponían los zapatos, Yayoi sintió que las sospechas de los policías se habían transformado de nuevo en compasión.

—Hasta mañana —dijo Kinugasa antes de cerrar la puerta.

Yayoi miró su reloj. Pronto llegarían la madre y el hermano de Kenji. Tragó saliva, pensando que tenía que prepararse para una nueva escena de lágrimas. Sin embargo, lo único que tenía que hacer era responder con su llanto. La visita de los policías le había servido para practicar.

La tensión y la confusión habían desaparecido. Miró a su alrededor y, tras darse cuenta de que estaba justo donde había muerto Kenji, dio un respingo.

Sueños oscuros
Capítulo 1

El sol era abrasador.

Con los brazos cruzados, Mitsuyoshi Satake miraba a través de la persiana que cubría su ventana. Desde su apartamento en el primer piso del edificio, la ciudad aparecía dividida entre los lugares iluminados por el sol y los sumidos en la sombra. En el mundo exterior no existían más que dos tonalidades. Las hojas de los árboles refulgían, mientras que su reverso estaba teñido de un negro intenso. La gente que iba por la calle brillaba a la luz del sol, pero les perseguía una sombra oscura. Las líneas blancas del paso de cebra parecían fundirse bajo el calor. Satake tragó saliva al recordar la desagradable sensación de sus zapatos hundiéndose en el asfalto hirviente.

Cerca de ahí se alzaban los rascacielos de la salida oeste de la estación de Shinjuku. Las franjas verticales que quedaban entre los edificios permitían contemplar un cielo azul, sin una sola nube. La luz era tan intensa que Satake cerró los ojos instintivamente, pero la imagen se quedó unos instantes grabada en su retina.

Cerró la persiana y se volvió, esperando a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad que reinaba en el interior. El apartamento constaba de una vieja habitación con tatami, que podía dividirse en dos gracias a una puerta corredera de colores desvaídos. El aire acondicionado estaba en marcha, y en medio de la habitación una tele encendida teñía la penumbra con una luz azulada. No se veían más muebles. Al lado del recibidor había una pequeña cocina, pero como Satake casi nunca cocinaba, no había ningún utensilio a la vista. Comparado con la extravagancia con la que vestía, era un hogar sencillo y humilde.

De hecho, mientras estaba en casa no se preocupaba en absoluto por su indumentaria. Solía llevar una camisa blanca y unos pantalones grises con las rodillas gastadas. Así era como se sentía más cómodo. Sin embargo, siempre que salía era consciente de que tenía que presentarse al mundo interpretando el papel de Mitsuyoshi Satake, propietario de dos locales.

Se lavó las manos y la cara con el agua tibia del grifo y se secó con una toalla. A continuación volvió a la habitación y se arrodilló frente al televisor, que proyectaba una antigua película americana doblada. Satake se mesó sus cabellos cortados casi al cero y desvió la mirada de la pantalla. No quería ver nada; sólo quería bañarse en la absurda luz artificial.

Satake odiaba el verano. No es que aborreciera el calor, sino que no soportaba los signos que la calurosa estación dejaba en los callejones de la ciudad ni los recuerdos que esos signos le evocaban. Durante las vacaciones estivales de su segundo año en el instituto le había roto la mandíbula a su padre de un puñetazo y se había fugado de casa. También en agosto, en un piso en que se escuchaba el zumbido del aire acondicionado, había tenido lugar el suceso que le cambiaría la vida para siempre.

Other books

My Star by Christine Gasbjerg
Clay Pots and Bones by Lindsay Marshall
The Recovery by Suzanne Young
Petticoat Detective by Margaret Brownley
Mystery on the Ice by Gertrude Chandler Warner
I Can't Believe He Did Us Both! (Kari's Lessons) by Lane, Lucinda, Zara, Cassandra