Read Out Online

Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

Out (33 page)

—¿Durante esas horas habló con la señora Yamamoto?

—No. Nos despedimos en la fábrica y no hablé más con ella.

En ese momento, una voz resonó inesperadamente en la sala de estar.

—¿No te llamó por la noche?

Masako se volvió sorprendida: su hijo estaba de pie al lado de la puerta. Al comprender que Nobuki acababa de hablar, se quedó de una pieza. Esa mañana no había salido de su habitación, y Masako incluso había olvidado que estaba en casa.

—¿Quién es? —preguntó Imai en un tono calmado.

—Mi hijo.

Imai hizo una leve reverencia a Nobuki y observó interesado el rostro de madre e hijo.

—¿Hacia qué hora llamó? —preguntó finalmente.

En lugar de responder, Masako se quedó mirando la cara de Nobuki. Hacía más de un año que no le oía la voz, y justamente había abierto la boca para hablar de esa llamada. No podía ser más que una venganza, pero ¿por qué?

—Señora Katori —insistió Imai—. ¿A qué hora llamó?

—Lo siento —dijo volviendo en sí—. Hacía mucho tiempo que no le oía la voz.

Al ver que se convertía en el tema de conversación, Nobuki se encogió de hombros y se volvió.

—Un momento. ¿Qué has dicho? —le preguntó Imai abortando su fuga.

—¡Nada! —exclamó el chico antes de salir dando un portazo.

—Lo siento —se disculpó Masako adoptando un tono de madre preocupada—. Desde que lo expulsaron del instituto no habla con nadie.

—Es una edad difícil —comentó Imai—. Sé de qué hablo: antes trabajaba en el departamento de delincuencia juvenil.

—Me he quedado pasmada al oírle.

—Quizá el crimen le haya afectado —dijo Imai mostrándose comprensivo.

Sin embargo, era obvio que estaba impaciente por volver al tema de la llamada.

—Es cierto que llamó —explicó Masako—. El martes por la noche, creo.

—Estamos hablando del martes día veinte, ¿verdad? —dijo con ánimo recobrado—. ¿Hacia qué hora?

—A las once y algo —respondió Masako después de pensar un instante—. Me contó que su marido no había regresado y que no sabía qué hacer. Yo le dije que fuera al trabajo y que no se preocupara demasiado.

—Pero no era la primera vez que pasaba. ¿Por qué la llamó justamente esa noche?

—No sé si era o no la primera vez. Siempre me había dicho que su marido regresaba antes de las doce y media. Me dijo que esa noche estaba preocupada porque sus hijos estaban especialmente inquietos.

—¿Por qué?

—Al parecer, estaban tristes porque el gato había desaparecido.

Masako dijo lo primero que se le pasó por la cabeza. Después tendría que hablar con Yayoi para que ofreciera la misma versión. Al menos, la parte del gato era cierta.

—Ya... —dijo Imai mostrando algunas reservas.

En ese momento, se oyó el avisador de la lavadora.

—¿Qué es ese ruido?

—La lavadora.

—Ah. ¿Le importa que eche un vistazo a su baño? —le pidió Imai poniéndose de pie.

Masako sintió un escalofrío, pero asintió con la cabeza y esbozó una leve sonrisa.

—En absoluto.

—Estoy pensando en hacer reformas —dijo—, y me gusta ver cómo se hacen los baños hoy en día.

—Adelante.

Masako lo llevó hasta el baño. Imai la siguió sin perder detalle.

—Tienen una casa muy bonita. ¿Cuánto tiempo llevan viviendo aquí?

—Unos tres años.

—Está muy bien —comentó Imai al ver el baño—. Es muy espacioso.

Masako pensó que el policía estaba contemplando una posibilidad entre cien de que el cadáver de Kenji hubiera sido descuartizado ahí mismo. Tenía que ir con cuidado.

Cuando la visita tocaba a su fin e Imai se ponía sus zapatos gastados en el recibidor, le hizo una última pregunta:

—¿Su hijo está siempre en casa?

Pese a que tenía un horario regular, Masako se atrevió a decir una mentira.

—A veces está y a veces no. Hace lo que quiere.

—Ya —asintió Imai un poco decepcionado—. Muchas gracias por su colaboración —dijo antes de salir.

Nada más irse el policía, Masako subió a la habitación de Nobuki, desde donde se veía la calle. Tal como esperaba, a través de las cortinas vio la figura de Imai observando la casa desde el solar vacío que había al otro lado de la calle. Pero lo que miraba no era la casa, sino su viejo Corolla.

Cuando por fin estuvo segura de que Imai se había ido, Masako llamó a Yayoi por primera vez desde que el caso empezara a cobrar protagonismo en la prensa.

—¿Diga?—murmuró la voz de Yayoi al Otro lado de la línea.

Masako se sintió aliviada.

—Soy yo. ¿Puedes hablar?

—¡Masako! —exclamó Yayoi alegremente—. Sí. Estoy sola.

—¿No hay nadie?

—Mi suegra ha ido a declarar a comisaría, mi cuñado ya se ha ido y mi madre ha salido a comprar.

Yayoi parecía más relajada desde que tenía a sus padres con ella.

—¿La policía está husmeando mucho?

—Últimamente no ha venido nadie —dijo con voz pausada, como si hablara de los problemas de otra persona—. Encontraron su americana en un club de Kabukicho y están siguiendo esa línea de investigación.

«Un rayo de esperanza», pensó Masako con cierto alivio. Aun así, tenían que ir con pies de plomo con Imai.

—Ten cuidado con Imai —le advirtió.

—¿Quieres decir el joven alto? Pero si es un buen tipo...

—Pero ¿qué dices? —exclamó Masako consternada por la ingenuidad de Yayoi—. No te fíes de ningún policía.

—¿Estás segura? Todos me tratan muy bien.

Masako se desesperó al comprobar lo insensata que podía ser su compañera.

—Han descubierto que esa noche me llamaste. Les he contado que los niños estaban enfadados porque el gato había desaparecido.

—Tú sí que sabes—dijo Yayoi sonriendo.

Al notar que en su voz no había ni rastro de culpa, a Masako se le puso la carne de gallina.

—Debes decirles lo mismo.

—No te preocupes. Estoy segura de que todo irá bien.

—No te fíes —le advirtió Masako.

—No te preocupes. Por cierto, pasado mañana vendrán de un programa de la tele.

—¿Tan pronto? ¿Y con el funeral tan reciente?

—Ya... Les dije que no quería hablar, pero fueron tan insistentes que acabé aceptando.

—Es una temeridad —dijo Masako—. Diles que has cambiado de idea. No sabes quién puede verlo.

—Yo no quería, pero fue mi madre quien respondió y la convencieron. Le dijeron que serán sólo tres minutos.

Masako no dijo nada, estaba desolada. Pensó que tal vez hubiera sido mejor que Yayoi les hubiera ayudado a deshacerse del cadáver, puesto que parecía haber olvidado que era ella quien había cometido el asesinato. Aun así, quizá esa falta de sentimiento de culpabilidad fuera un punto a su favor para diluir las sospechas que se cernían sobre ella.

Pero lo que más preocupaba a Masako era que Nobuki hubiera intentado incriminarla delante de la policía. Llevaba casi un año sin hablar, y había escogido justamente ese momento para romper su silencio. Ella había optado por mantener cierta distancia respecto a su hijo, pero era evidente que él no se lo perdonaba. Masako tenía la impresión de haber hecho por Nobuki todo lo posible tanto en casa como en el trabajo, aunque quizá él estuviera resentido con ella por algo que había hecho mal. Aunque ése fuera el caso, era incapaz de saber en qué se había equivocado y consideró la reacción de su hijo como una venganza gratuita. La invadió una ola de amargura y se agarró con fuerza al respaldo del sofá, clavando sus dedos en la lana mullida. Cerró los ojos para contener el llanto.

No hacía mucho, Masako había comparado sus días en la Caja de Crédito T con una lavadora vacía, pero ahora se daba cuenta de que le había pasado lo mismo en casa. Si era así, ¿qué había sido su vida? ¿Para qué había trabajado? ¿Para qué había vivido? Al ser consciente de que se había convertido en una mujer exhausta y perdida, se le llenaron los ojos de lágrimas.

Quizá por eso había escogido trabajar en el turno de noche. Así podía dormir de día y trabajar de noche. O, lo que era lo mismo, vivir permanentemente cansada, sin tiempo para pensar, llevar una vida al revés de la de su marido y su hijo. Sin embargo, con ello sólo había conseguido aumentar su rabia y su tristeza. Y ahora ni Yoshiki, ni Nobuki, ni nadie podía ayudarla.

En ese momento empezó a comprender por qué había ayudado a Yayoi: en su desesperación había cruzado la línea y había intentado huir a un nuevo mundo. Sin embargo, ¿qué le esperaba en ese mundo nuevo? Nada. Bajó la vista para mirar sus manos blancas, aún asidas al respaldo del sofá. Si la policía la detenía, nunca podría descubrir el verdadero motivo que la había impulsado a ayudar a Yayoi. Oyó el ruido de varias puertas que se cerraban a su espalda. Estaba completamente sola.

Capítulo 5

Imai se secó el sudor de la frente y echó a andar por una calle estrecha.

Sin duda, antes había sido un camino entre arrozales, pero ahora se había convertido en un callejón flanqueado por casas pequeñas y viejas. A juzgar por los tejados de cinc abollados, por las puertas de madera astillada y por los canalones oxidados, esas casas tenían más de treinta años. Tenían una apariencia frágil, como si una simple cerilla fuera suficiente para hacerlas arder.

Kinugasa, el agente de la Dirección General, estaba convencido de que Kenji Yamamoto había sido asesinado por el propietario de la sala de juegos de Kabukicho a la que había ido la noche de su desaparición y al que tenían retenido en la comisaría de Shinjuku. Sin embargo, Imai no era del mismo parecer y proseguía la investigación por su cuenta. Al descubrir que el propietario de la sala de juegos tenía antecedentes, Kinugasa se había centrado exclusivamente en él, pero Imai albergaba dudas acerca de Yayoi Yamamoto. Se trataba de una sensación que no podía explicar con palabras, pero percibía que esa mujer intentaba ocultar desesperadamente la clave del caso.

Se detuvo en medio del callejón, sacó su libreta y, mientras la hojeaba, revisó los hechos mentalmente. Un grupo de escolares que volvían de la piscina con la cabeza aún mojada lo miraron con curiosidad al pasar por su lado.

«Supongamos que Yayoi mató a su marido —pensó Imai—. Los vecinos han declarado que discutían a menudo, de modo que tenía motivos suficientes para hacerlo. Cualquiera es capaz de matar a alguien en un arrebato. Sin embargo, es una mujer más bien menuda, por lo que le resultaría difícil asesinarlo a menos que su marido estuviera dormido o borracho. Sabemos que él estuvo en el club de Shinjuku hasta las diez, de modo que, incluso volviendo directamente a casa, habría llegado sobre las once, con lo que los efectos del alcohol que hubiera ingerido habrían desaparecido. Si mantuvieron una pelea lo bastante fuerte para acabar en un asesinato, los vecinos los habrían oído y los niños se habrían despertado. Además, nadie vio a Kenji Yamamoto en el tren ni en la estación, como si se hubiera esfumado al dejar el local.»

Aun así, Imai consideró el supuesto de que Yayoi había conseguido matar a su marido y se había ido al trabajo como si nada hubiera pasado. De ser así, ¿quién se habría encargado del cadáver? El baño de los Yamamoto era demasiado pequeño, y la prueba con Luminol había resultado negativa.

«Imaginemos que alguna de sus compañeras de trabajo —aventuró Imai— se apiadó de ella y la ayudó a deshacerse del cuerpo.» Las mujeres eran capaces de hacer algo así. De hecho, parecían tener una cierta afición a descuartizar cadáveres. Imai había leído varios informes sobre sucesos anteriores y había llegado a la conclusión de que la mayoría de casos de mutilación tenían dos características comunes: la primera era el origen aparentemente azaroso del asesinato, y la segunda la solidaridad femenina.

Cuando una mujer cometía un crimen no premeditado, su principal preocupación residía en qué hacer con el cadáver, puesto que no solía ser lo bastante fuerte para moverlo sola. Por eso en muchas ocasiones optaban por descuartizar el cuerpo. También se habían dado casos de varones que habían descuartizado a sus víctimas, pero en su defecto para ocultar la identidad de la víctima o porque el propio acto de mutilar les causaba una especie de placer animal. Las mujeres, en cambio, lo hacían simplemente porque no podían transportarlo entero. Ésta solía ser la prueba de que el crimen no había sido premeditado. Recordaba el caso de una mujer de Fukuoka que, después de matar a una compañera, confesó a la policía que había decidido descuartizar el cadáver al verse incapaz de sacarlo entero de su casa.

También era corriente que mujeres que vivían experiencias parecidas se convirtieran en cómplices de la asesina, impulsadas por una especie de compasión. Hubo un caso en que una madre había considerado justo que su hija matara a su marido violento y borracho, y por ello la había ayudado a descuartizar el cadáver. En otro caso, una mujer había ayudado a matar al marido de su amiga y ambas se habían encargado de descuartizarlo y tirarlo al río; incluso tras su detención se mostraron convencidas de que habían llevado a cabo un buen acto.

Como pasaban largas horas en la cocina, las mujeres estaban más acostumbradas que los hombres al tacto de la carne y el olor de la sangre. Además, eran diestras en el manejo de los cuchillos y sabían qué hacer con la basura. Y, quizá porque tenían la capacidad de dar a luz, mantenían una relación más directa con la vida y la muerte. Su mujer, sin ir más lejos, era un buen ejemplo, pensó Imai.

Entonces, y prosiguiendo su razonamiento, supuso que Masako Katori, la mujer a la que acababa de interrogar, hubiera decidido ayudar a su compañera a deshacerse del cadáver. Recordó su cara serena e inteligente, y su amplio baño. Tenía carnet de conducir, y Yayoi la había telefoneado la noche del crimen. Imai imaginó que tal vez se tratara de la llamada de una mujer desesperada que acababa de matar a su marido. Masako pudo pasar por casa de los Yamamoto de camino al trabajo y esconder el cadáver en el maletero de su coche. Sin embargo, esa noche ambas habían ido a trabajar como si nada hubiera sucedido. Y no sólo ellas dos: Yoshie Azuma y Kuniko Jonouchi, que completaban el cuarteto de amigas, también habían acudido al trabajo como de costumbre. Todo parecía demasiado atrevido y bien planeado, lo que no concordaba con los casos sobre los que había leído.

Según sus declaraciones, a la mañana siguiente Yayoi Yamamoto había vuelto a casa y no había salido en todo el día. De hecho, los vecinos habían confirmado tal extremo. Por lo tanto, era prácticamente imposible que hubiera participado en el descuartizamiento del cadáver. Entonces, quizá Masako Katori se lo había llevado y lo había descuartizado sola o con la ayuda de alguna compañera. Sin embargo, eso dejaba a la esposa de la víctima tranquilamente en casa mientras sus compañeras se ocupaban del trabajo sucio. ¿Por qué iban a hacer algo así? No podían odiar a ese hombre tanto como su propia esposa, y además era impensable que una mujer tan astuta como Masako estuviera dispuesta a correr ese riesgo innecesario.

Other books

Wings of Wrath by C.S. Friedman
Perfect Nightmare by Saul, John
The Poisoned Island by Lloyd Shepherd
An Ordinary Day by Trevor Corbett
Machinations by Hayley Stone
Snakeskin Shamisen by Naomi Hirahara
A Lady's Secret Weapon by Tracey Devlyn