Pájaro de celda (19 page)

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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Humor, Relato

¡Qué tiempos nos ha tocado vivir!

En fin, allí iba yo desfilando tan decidido como el que más hacia la Quinta Avenida. De acuerdo con el plan, empecé a examinar las caras de los que se cruzaban conmigo, buscando una conocida que pudiera serme útil. Estaba dispuesto a ser paciente. Sería como buscar oro, pensaba. Como buscar un centelleo de metal precioso en un plato de arena.

Cuando llegué a la esquina de la Quinta Avenida, se dispararon ensordecedoramente mis sistemas de alarma:
«¡Bip, bip, bip!
¡Jonk, jonk, jonk! ¡Rourr, rourr, rourr!»

¡Había hecho una identificación positiva!

El que venía hacia mí era la cáscara del hombre que me había robado a Sarah Wyatt, el hombre a quien yo había hundido en Milnovecientos Cuarentainueve. Aún no me había visto él
a mí
. ¡Era Leland Clewes!

Estaba completamente calvo y llevaba embutidos los pies en unos zapatos rotos, y las vueltas de los pantalones deshilachadas, y el brazo derecho como muerto. En su extremo oscilaba una gastada cartera de muestras. Clewes se había convertido en un vendedor fracasado, como descubriría más tarde, de sobres de cerillas y calendarios con publicidad.

He de decir que en la actualidad es vicepresidente de la sucursal Diamond Match de la RAMJAC Corporation.

Pese a todo lo que le había pasado, mientras avanzaba hacia mí, iluminaba su rostro la buena voluntad adolescente y simplona de siempre. Tenía esa expresión hasta en una fotografía de su entrada en la prisión de Georgia, con el guardián mirándole como solía hacer el ministro del Interior. Cuando Clewes era joven, los hombres mayores que él siempre le miraban como diciendo: «Éste es mi chico.»

¡Y por fin me vio!

El contacto ocular casi me electrocuta. ¡Fue como si me hubiese dado de narices con una farola!

Me crucé con él y seguí caminando. No tenía nada que decirle ni ganas de parar y escuchar todas las cosas terribles que tenía derecho a decirme él.

Sin embargo, cuando llegué a la esquina cambió el semáforo y quedamos separados por coches en marcha; entonces me atreví a volverme y mirarle.

Clewes me miraba también. Era evidente que aún no había dado con un nombre para mí. Señalaba hacia mí con su mano libre, indicando que sabía que yo había figurado de algún modo en su vida. Y luego hizo girar aquel dedo como un metrónomo, repasando posibles nombres para mí. Le resultaba divertido. Tenía los pies separados, las rodillas dobladas y su expresión decía que de momento recordaba sólo que habíamos estado relacionados hacía años en alguna especie de locura, en algún tipo de travesura infantil.

Yo estaba hipnotizado.

Pero quiso la suerte que detrás de él hubiese unos fanáticos religiosos descalzos cantando y bailando ataviados con túnicas color azafrán. Con lo que él parecía el director de una comedia musical.

No es que yo no tuviese mi propio acompañamiento. Me había colocado, sin darme cuenta, entre un hombre anuncio con sus dos tablones y su sombrero de copa, y una viejecita sin hogar que llevaba todas sus pertenencias en bolsas de plástico. Calzaba unos playeros púrpura y rojo enormes. Había tal desproporción entre los playeros y el resto de su persona que parecía un canguro.

Mis dos compañeros de reparto hablaban con los transeúntes. El hombre anuncio estaba diciendo cosas como «Meted a las mujeres otra vez en la cocina» y «Dios nunca quiso que las mujeres fuesen iguales que los hombres», etcétera. La señora de las bolsas de plástico parecía estar insultando a los desconocidos por su obesidad, llamándoles, según oí, «gordos presumidos», y «gordos ricos», y «gordos engreídos», y «gordos» de un centenar de variedades más.

El problema era éste: yo llevaba tanto tiempo fuera de Cambridge, Massachusetts, que no podía percibir ya que la mujer llamaba «gordos» a los transeúntes con el acento de la clase obrera de Cambridge.

Y en la puntera de uno de sus inmensos playeros, entre otras cosas, había hipócritas cartas de amor mías. ¡Qué pequeño es el mundo!

¡Dios mío! ¡Y qué cruel y agobiante puede ser a veces la vida!

Cuando Leland Clewes comprendió, desde el otro lado de la Quinta Avenida, quién era yo, dispuso su boca en una «O» perfecta. No pude oírle decir «oh», pero pude verle decir «oh». Hacía un poco de broma por nuestro encuentro después de tantos años, exagerando su sorpresa y su consternación, como un actor en una película muda.

Era evidente que se disponía a cruzar de nuevo la calle en cuanto cambiase el semáforo. Entretanto, todos aquellos estúpidos hindúes de pacotilla de túnicas azafrán seguían cantando y bailando detrás de él.

Aún tenía tiempo de huir. Creo que lo que me hizo aguantar fue esto: La necesidad de demostrarme a mí mismo que era un caballero. En los momentos difíciles, cuando había tenido que declarar contra él, casi toda la gente que escribía sobre nosotros, especulando sobre quién decía la verdad y quién no, llegaba a la conclusión de que él era un auténtico caballero, descendiente de una larga estirpe de caballeros y que yo era un individuo de origen eslavo que sólo pretendía ser un caballero. En consecuencia, el honor, el valor y la veracidad eran algo básico para él y significaban muy poco para mí.

Se destacaron también otros contrastes, desde luego. A cada nueva edición de periódicos y revistas yo parecía ser más bajo y él más alto. Mi pobre esposa era cada vez más gorda y más extranjera, y su mujer era cada vez más una muchachita rubia norteamericana. Sus amigos se hicieron más numerosos y respetables y a los míos no podía encontrárseles ya ni debajo de las piedras. Pero lo que más íntimamente me atribulaba era la idea de que él era honorable y yo no. Así pues, veintiséis años después, eso fue lo que hizo aguantar a este pequeño presidiario eslavo.

Del otro lado de la avenida llegaba el antiguo campeón anglosajón, que ahora era un astroso y feliz espantapájaros.

Su aparente felicidad me desconcertaba. «¿Cómo puede estar tan contenta esta ruina humana?» me pregunté.

En fin, allí estábamos otra vez reunidos, con la dama de las bolsas de plástico mirando y escuchando. Él posó la cartera de muestras y me tendió la mano derecha. Hizo una broma, remedando el encuentro de Henry Morton Stanley y David Livingstone en el corazón de África:

—Walter F. Starbuck, supongo.

Y bien podríamos haber estado en el corazón de África, por lo que los demás sabían o por lo que se ocupaban ya de nosotros. Supongo que la mayoría de la gente, si es que nos recordaba nos creería muertos. Y nunca habíamos sido tan importantes en la historia norteamericana como habíamos creído a veces. Éramos, si se me permite la expresión, como pedos en huracán... o como «gordos en huracán» que diría la señora de las bolsas de plástico.

¿Albergaba yo resentimiento contra él por haberme robado la novia hacía tanto? No. Sarah y yo nos habíamos amado, pero nunca podríamos haber sido felices como marido y mujer. Nunca habríamos conseguido articular una vida sexual. Yo jamás había logrado persuadirla para que se tomase la sexualidad en serio. Leland Clewes había triunfado donde yo había fracasado... ante la sorpresa y el agradecimiento de ella, estoy seguro.

¿Qué tiernos recuerdos tenía yo de Sarah? Mucha charla sobre el sufrimiento de los seres humanos y lo que podría hacerse al respecto... y luego estupidez infantil a modo de alivio. Recopilábamos chistes para contárnoslos, para utilizarlos en los momentos de desahogo. Llegamos a tener verdadera adicción a hablar por teléfono horas seguidas. No he conocido narcótico más dulce que aquellas charlas. Era como si nos desprendiésemos de la carne... como si fuésemos almas del planeta Vicuna en vuelo libre. Si se hacía un silencio, uno de los dos le ponía fin iniciando un chiste.

—¿Cuál es la diferencia entre una enzima y una hormona? —me preguntaba ella, por ejemplo.

—No sé —decía yo,

—Pues que a la enzima no puedes oírla —decía. Y los chistes tontos seguían y seguían... aunque ella hubiera visto algo horrible en el hospital aquel día.

13

Yo estaba a punto de decirle grave, prudente, pero sinceramente:

«¿Cómo estás, Leland? Me alegro de volver a verte», pero nunca llegué a decirlo. La señora de las bolsas de plástico, que tenía una voz chillona y penetrante, gritó:

—¡Oh, Dios mío! ¡Walter F. Starbuck! ¿Eres tú realmente?

No intento siquiera reproducir su acento en letra impresa.

Pensé que estaba loca. Pensé que habría repetido como un loro cualquier nombre que Clewes hubiese decidido adjudicarme. Si él me hubiese dicho «Bumppious Q. Bangwhistle», estaba seguro de que habría gritado «¡Oh, Dios mío! ¡Bumppious Q. Bangwhistle! ¿Eres tú realmente?»

Luego empezó a posar las bolsas de plástico apoyándolas en mis piernas, como si yo fuese una boca de riego oportuna. Tenía como seis bolsas, que yo más tarde examinaría con calma. Eran de las tiendas más caras de la ciudad: Henry Bendel, Tiffanys, Sloane’s, Bergdorf Goodman, Bloomingdale’s, Abercrombie & Fitch. Todas salvo la de Abercrombie & Fitch, por otra parte, que pronto entraría en quiebra, eran subsidiarias de la RAMJAC Corporation. En las bolsas llevaba andrajos, recogidos de cubos de basura. Sus posesiones más valiosas las llevaba en los playeros.

Intenté ignorarla. Aunque me inmovilizó con las bolsas, seguí mirando a Leland Clewes a la cara.

—Tienes muy buen aspecto —le dije.

—Me encuentro muy bien —dijo—. Y Sarah también está muy bien. Supongo que te alegrará saberlo.

—Claro que me alegra —dije—. Es una chica estupenda.

Sarah ya no era una chica, claro.

Clewes me explicó entonces que aún trabajaba algo de enfermera, aunque no jornada completa.

—Me alegro —dije.

Ante mi horror, sentí como si un vampiro repugnante se hubiese descolgado de los aleros de un edificio y hubiese aterrizado en mi muñeca. La señora de las bolsas de plástico me había agarrado con su sucia manecita.

—¿Es tu mujer? —dijo él.

—¿Mi qué? —dije yo.

Pensaba que me había hundido tanto que aquella espantosa vieja y yo formábamos pareja.

—¡Es la primera vez que la veo! —dije.

—¡Oh, Walter, Walter, Walter, Walter! —chilló ella—. ¿Cómo puedes decir una cosa así?

Le aparté la mano; pero en cuanto volví mi atención a Clewes, volvió a agarrarme la muñeca.

—Haz como si no existiera —dije—. Es un disparate. No tiene ninguna relación conmigo. No quiero que estropee este momento, que significa mucho para mí.

—Oh, Walter, Walter, Walter —dijo ella—. ¿Qué ha sido de ti? Tú no eres el Walter F. Starbuck que yo conocí.

—Desde luego —dije—. Porque tú no conociste jamás a ningún Walter F. Starbuck, y en cambio este hombre sí. Y dije a Clewes:

—Supongo que sabes que he pasado yo también una temporada en la cárcel.

—Sí —dijo él—. Sarah y yo lo sentimos muchísimo.

—Salí ayer por la mañana —dije.

—Te quedan días difíciles por delante —dijo él—. ¿Tienes a alguien que se cuide de ti?

—Yo me cuidaré de ti, Walter —dijo la señora de las bolsas de plástico.

Y se acercó más a mí para decirlo fervorosamente, y casi me mareo de su hedor y su horroroso aliento. Su aliento no sólo estaba cargado del hedor de dientes podridos sino, como apreciaría más tarde, de gotitas minúsculas de aceite de cacahuete. Llevaba años comiendo sólo manteca de cacahuete.

—¡De quién vas a cuidarte tú! —le dije.

—Oh... te sorprenderías de todo lo que podría hacer yo por ti —dijo ella.

—Leland —dije—, lo único que quiero decirte es que ahora sé lo que es la cárcel y, maldita sea, lo que más lamento de toda mi vida es el haber influido en que te mandasen a ti a la cárcel.

—Bueno —dijo él—. Sarah y yo hemos hablado muchas veces de lo que más nos gustaría decirte.

—Sí, claro —dije yo.

—Y es esto —dijo—: «Muchísimas gracias, Walter. El que yo fuese a la cárcel fue lo mejor que pudo pasarnos a Sarah y a mí.» No hablo en broma. Palabra de honor. Es verdad.

Me quedé perplejo.

—¿Cómo es posible? —dije.

—Porque la vida es, en principio, una prueba —dijo—. Si mi vida hubiese seguido como iba, habría llegado al cielo sin haberme enfrentado jamás a un problema que no fuese facilísimo de resolver. San Pedro no habría tenido más remedio que decirme: «Hijo mío, tú no has vivido. ¿Quién puede decir lo que eres?»

—Comprendo —dije.

—Sarah y yo no sólo estamos enamorados —dijo—, sino que nuestro amor ha resistido las pruebas más duras.

—Eso me parece muy hermoso —dije.

—Nos gustaría que pudieses comprobarlo —dijo—. ¿Podrías venir a cenar alguna vez?

—Sí... supongo —dije.

—¿Dónde te alojas? —dijo él.

—En el Hotel Arapahoe —dije.

—Creí que lo habían derribado hace años —dijo.

—No —dije.

—Tendrás noticias nuestras —dijo.

—Eso espero —dije.

—Como verás —dijo—, no tenemos nada en cuanto a riqueza material. Pero nada necesitamos en cuanto a riqueza material.

—Eso me parece muy inteligente —dije.

—Pero te diré algo —dijo—: La comida es buena, como puede que recuerdes, Sarah es una maravillosa cocinera.

—Claro que lo recuerdo —dije. Y entonces, la señora de las bolsas de plástico ofreció la primera prueba de que realmente sabía muchísimo de mí.

—Estáis hablando de Sarah Wyatt, ¿verdad? —dijo.

Hubo un silencio entre nosotros, aunque el estruendo de la metrópolis no cesaba. Ni Clewes ni yo habíamos mencionado el apellido de soltera de Sarah.

Conseguí preguntarle al fin, aturdido por imprecisos recelos:

—¿Cómo sabes su nombre?

Entonces ella adoptó una actitud taimada y coqueta:

—¿Crees que no sé que me la pegabas con ella todo el tiempo? —dijo.

Con esta información, ya no tenía que pensar quién era. Había estado acostándome con ella durante mi último año en Harvard, mientras aún acompañaba a la virginal Sarah Wyatt a fiestas y conciertos y espectáculos deportivos.

Era una de las cuatro mujeres a las que había querido. La primera con la que había tenido algo parecido a una experiencia sexual adulta.

¡Aquello eran los restos de Mary Kathleen O’Looney!

14

—Yo fui su encargada de distribución —dijo Mary Kathleen a Leland Clewes a voces—. ¿Verdad que era una buena encargada de distribución, Walter?

—Sí... Claro que lo eras —dije.

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