—Yo nunca he creído que hubiese nada especial en los hombres de Harvard —dije.
—Pues ya somos dos —dijo él. Se comportaba de un modo bastante desagradable y era evidente que quería que me fuese de allí.
—Esto no es el Ejército de Salvación —dijo.
Aquel hombre había nacido durante la Presidencia de Groover Cleveland. ¡Imaginaos! Le dijo a Mary Kathleen:
—Vaya... me has decepcionado trayendo a otra persona contigo. Supongo que mañana serán tres y pasado mañana veinte... la caridad cristiana tiene sus límites, ¿comprendes?
Yo cometí entonces un error que me haría acabar en
El Calabozo
antes del mediodía en el que había sido mi primer día completo de libertad.
—En realidad —dije—, estoy aquí por motivos comerciales.
—¿Quiere usted comprar un arpa? —dijo—. Valen de siete mil dólares para arriba, ¿sabe? ¿No cree que sería mejor que se comprase una chicharra?
—Yo esperaba que usted pudiese indicarme —dije— dónde puedo comprar piezas de clarinete... no clarinetes completos sino sólo piezas.
Esto no lo decía en serio. Estaba extrapolando una fantasía mercantil del contenido del cajón inferior del armario de mi habitación del Hotel Arapahoe. El viejo quedó secretamente paralizado. Clavada con una chincheta al tablero del mirador, había una circular que le aconsejaba llamar a la policía si alguien mostraba interés en comprar o vender piezas de clarinete. Como él mismo me confesaría más tarde, aquella circular llevaba allí varios meses: «como un billete de lotería comprado en un momento de locura». Nunca había pensado en la posibilidad de ganar. Se llamaba Delmar Peale.
Delmar fue después lo bastante amable para regalarme la circular, que yo colgué en la pared de mi despacho de la RAMJAC. Por otra parte, me convertí en superior suyo dentro de la familia de la RAMJAC, ya que la American Harp era una subsidiaria de mi departamento.
Pero la primera vez que nos conocimos no era superior suyo, desde luego. Se dedicó a jugar conmigo al ratón y al gato.
—¿Muchas piezas de clarinete o unas cuántas? —preguntó astutamente.
—Muy pocas, en realidad —dije—. Creo que usted mismo no trabaja con clarinetes...
—De todos modos, ha venido usted al sitio ideal —se apresuró a decirme—. Conozco a todos los que trabajan en el ramo. Si usted y Madame X tienen la bondad de ponerse cómodos, haré muy gustosamente unas llamadas telefónicas.
—Es usted muy amable —dije.
—En absoluto —dijo él.
«Madame X» era el único nombre que tenía él para designar a Mary Kathleen. Así le había dicho ella que se llamaba. Mary había irrumpido un día allí, intentando escapar de gente que creía que la iba siguiendo. A él le preocupaban mucho las señoras de las bolsas de plástico, y era un cristiano practicante, así que le había dejado quedarse.
Entretanto, los gemidos que llegaban del mirador se habían aplacado un poco.
Delmar nos condujo hasta un banco que quedaba lejos del mirador, para que no pudiéramos oírle llamar a la policía. Nos hizo sentarnos.
—¿Están cómodos? —dijo.
—Sí, gracias —dije. Se frotó las manos.
—¿Qué tal un poco de café? —dijo.
—Me pone demasiado nerviosa —dijo Mary Kathleen.
—Con leche y azúcar, si no es demasiada molestia —dije.
—No es ninguna molestia —dijo él.
—¿Qué le pasa a Doris? —dijo Mary Kathleen.
Doris era la secretaria que estaba llorando en el mirador. Se llamaba Doris Kramm. Tenía ochenta y siete años.
La revista
People
, a sugerencia mía, hizo hace poco un reportaje sobre Delmar y Doris, considerándoles casi seguro el equipo jefe-secretaria más viejo del mundo, y quizás de toda la historia. Era un bonito artículo. Había una fotografía en la que aparecía Delmar con su Luger, y se mencionaba su comentario de que cualquiera que intentase robar en la American Harp Company «...se enfrentaría con un robo frustrado».
Delmar contó a Mary Kathleen que Doris lloraba porque había tenido dos disgustos muy graves en rápida sucesión. Le habían notificado la noche anterior que tenía que jubilarse de inmediato, debido a que la RAMJAC había absorbido a la American Harp Company. La edad de retiro para todos los empleados de la RAMJAC, en todas sus empresas, salvo el personal supervisor, era de sesenta y cinco años. Y luego, aquella misma mañana, cuando estaba limpiando y ordenando su mesa, recibió un telegrama en el que le decían que su sobrina biznieta había muerto en un accidente de coche después de un baile de fin de curso del instituto en Sarasota, Florida. Doris no tenía descendientes directos, explicó Delmar, por lo que los parientes colaterales significaban muchísimo para ella.
Digamos, por otra parte, que Delmar y Doris casi no trabajaban allá arriba, y que siguen sin trabajar apenas. Yo me sentí muy orgulloso, cuando me convertí en ejecutivo de la RAMJAC, de que las arpas de la American Harp Company fuesen las mejores del mundo. En principio, lo lógico sería pensar que las mejores arpas son las de Italia o de Japón, o de Alemania Occidental, ya que la artesanía norteamericana está prácticamente extinta. Pero no: hasta los músicos de esos países, e incluso los de la Unión Soviética, están de acuerdo en que las arpas de la American Harp Company son las mejores de todas. Pero el mercado no es grande ni puede serlo nunca, salvo quizás en el cielo. En consecuencia, los beneficios resultaban ridículos. Tan ridículos que hace poco inicié una investigación para enterarme de por qué había adquirido la RAMJAC la American Harp. Me enteré de que había sido para conseguir hacerse con el increíble alquiler de la última planta del edificio Chrysler. ¡El alquiler cubre hasta el año Dosmil Treintaiuno con una renta de doscientos dólares mensuales! Arpad Leen quería convertir el local en restaurante.
El que la empresa poseyera también una fábrica en Chicago con sesenta y cinco empleados era un simple detalle. Si no se podía lograr una tasa sustancial de beneficios en el plazo de uno o dos años, la RAMJAC la cerraría.
Paz.
Mary Kathleen O’Looney era, claro, la legendaria señora de Jack Graham, accionista mayoritaria de la RAMJAC Corporation. El tampón y las plumas y el papel de carta los llevaba en los playeros. Aquellos playeros eran sus bóvedas de seguridad. Nadie podía quitárselos sin despertarla.
Más tarde me aseguraría que me había dicho quién era, en realidad, cuando subíamos en el ascensor.
Yo sólo pude contestar: «Mary Kathleen, si te hubiese oído decir eso no se me habría olvidado.»
En realidad, si hubiese sabido quién era, habría tenido mucho sentido para mí lo que me decía de que la gente quería cortarle las manos. Quien consiguiese sus manos, podría ponerlas en salmuera, tirar el resto de su persona, y controlar la RAMJAC Corporation con sus huellas dactilares. No era extraño que tomase tantas precauciones y corriese tanto.
No era raro que no se atreviese a revelar su verdadera identidad en cualquier sitio.
No era raro que no se atreviese a confiar en nadie. En este planeta concreto, donde lo que más importa es el dinero, a la persona más encantadora y buena del mundo podía ocurrírsele de repente la idea de retorcerle el cuello para que sus seres queridos pudiesen vivir desahogadamente. Sería poco trabajo... y fácil de olvidar con el paso del tiempo. El tiempo vuela.
Mary era pequeña y débil. Matarla y cortarle las manos habría sido poco más espantoso que lo que sucede diez mil veces diarias en una granja de pollos mecanizada. La RAMJAC posee Colonel Sanders Kentucky Fried Chicken, por supuesto. Yo he visto esa operación entre bastidores.
Respecto a lo de que no le oí decirme que era la señora de Jack Graham en el ascensor:
Recuerdo que hacia el final de la ascensión me zumbaban los oídos por el súbito cambio de altitud. Subimos a toda prisa unos trescientos cincuenta metros, sin ninguna parada. Además, temporalmente sordo o no, tenía puesto mi piloto automático conversador. No pensaba en lo que ella me decía, ni tampoco en lo que decía yo. Pensaba que estábamos los dos tan lejos y tan fuera de la corriente general de los asuntos humanos que lo único que podíamos hacer era confortarnos recíprocamente emitiendo sonidos animales. Recuerdo que ella dijo entonces que era propietaria del hotel Waldorf-Astoria, y que yo creí no haber oído bien.
—Me alegro —dije.
Así pues, cuando estaba sentado con ella en el banco de la sala de exposición de arpas, ella creía que yo poseía una clave informativa respecto a ella, que en realidad no poseía. Y Delmar Peale, entretanto, había llamado a la policía y había mandado fuera además a Doris Kramm, teóricamente a por café, pero, en realidad, a buscar a un policía.
Casualmente, había un pequeño motín en el parque contiguo a Naciones Unidas, sólo tres manzanas de distancia. Y allí estaban todos los policías disponibles. Jóvenes parados blancos armados con bates de béisbol estaban apaleando a unos tipos a los que creían homosexuales. A uno de ellos le tiraron al río East, y resultó ser el ministro de Economía de Sri Lanka.
Yo coincidiría con algunos de aquellos jóvenes después en la comisaría, y me tomaron también por homosexual. Uno de ellos me enseñó sus partes íntimas y dijo: «Eh, papi... ¿quieres un poco? Ven y cógelo. Jum, jum, jum», y más.
Pero a lo que voy es a que la policía no pudo venir a cogerme hasta casi una hora después. Así que Mary Kathleen y yo tuvimos una larga y agradable charla. Ella allí se sentía segura. Y se sentía segura conmigo. Y así, se atrevió a mostrarse cuerda y razonable.
Fue muy conmovedor. Sólo su cuerpo estaba decrépito. Su voz y el ánimo que había en ella podrían haber pertenecido aún a lo que antes fue, a una dieciochoañera furiosamente optimista.
—Ahora todo irá bien, ya lo verás —me dijo allí en la sala de exposiciones de la American Harp Company—. Algo me decía siempre que sería así. Todo lo que acaba bien es bueno —dijo.
¡Qué sutil inteligencia la suya! ¡Qué inteligencia sutil han tenido las cuatro mujeres a las que he amado! Durante los meses en que viví, más o menos, con Mary Kathleen, leyó todos los libros que yo había leído o fingía haber leído como estudiante de Harvard. Aquellos libros me habían resultado pesados y aburridos, pero para Mary Kathleen fueron un banquete caníbal. Leyó mis libros como un joven caníbal podría comer los corazones de valerosos enemigos. La magia de los libros se haría suya. Una vez me dijo de mi pequeña biblioteca: «Los mejores libros del mundo, explicados por los hombres más sabios del mundo en la mejor Universidad del mundo, a los estudiantes más listos del mundo.»
Paz.
Y comparad, si queréis, a Mary Kathleen con mi esposa Ruth, la Ofelia de los campos de muerte, que creía que hasta los seres humanos más inteligentes son tan estúpidos que explicando lo que piensan sólo pueden empeorar las cosas. Fueron pensadores, después de todo, quienes crearon los campos de muerte. Construir un campo de muerte, con su ferrocarril y todo y sus crematorios de servicio permanente, no era cosa que pudiese hacer un subnormal. Ni tampoco podía explicar un subnormal por qué un campo de muerte era, en último término, humano.
Otra vez: paz.
Así pues, allí estábamos Mary Kathleen y yo... entre todas aquellas arpas. Son instrumentos muy extraños las arpas, ahora que lo pienso, y no se alejan mucho de la idea de civilización de la pobre Ruth, incluso en época de paz: son una especie de combinación imposible de columnas griegas y máquinas voladoras de Leonardo Da Vinci.
Por otra parte, las arpas son autodestructivas. Cuando me vi metido en el negocio de las arpas en la RAMJAC, tuve la esperanza de que la American Harp contara entre sus valores con algunas arpas antiguas y maravillosas que fuesen tan valiosas como los violines Stradivarius y los Amatis. No había ninguna posibilidad de que este sueño se realizara. Las tensiones de un arpa son tan tremendas e implacables que quedan inutilizables a los cincuenta años y su destino ha de ser entonces la basura o el museo.
Descubrí algo fascinante también de las currucas protonotarias. Son las únicas aves limpias en cautiverio. Sería lógico pensar que había que proteger las arpas de las cagaditas de las aves... pues nada de eso. Las currucas depositaban sus cagaditas en tacitas de té que había por allí. En la naturaleza, claro, depositan sus cagaditas en los nidos de otras aves. Eso es lo que creen que son las tacitas de té.
¡Vive y aprenderás!
Pero volvamos a cuando estábamos Mary Kathleen y yo allí entre todas aquellas arpas... con las currucas protonotarias arriba y la policía de camino.
—Cuando murió mi marido, Walter —dijo—, me sentí tan desgraciada y tan perdida, que recurrí al alcohol.
Aquel marido era Jack Graham, el solitario ingeniero que había fundado la RAMJAC Corporation. No había construido aquello partiendo de la nada. Era multimillonario de nacimiento. Por lo que yo sabía, claro, ella podría estar hablando de un fontanero o un camionero o de un profesor universitario o de cualquiera.
Me explicó que había ido a un sanatorio de Louisville, Kentucky, y que la habían sometido a tratamiento con electrochoque. El electrochoque borró todos sus recuerdos de Milnovecientos Treintaicinco a Milnovecientos Cincuentaicinco. Esto explicaba por qué creía que aún podía confiar en mí. Sus recuerdos de la crueldad con que yo la había tratado al abandonarla, y de mi posterior traición a Leland Clewes y demás, habían quedado borrados. Podía creer que yo aún era el fiero idealista que fuera en Milnovecientos Treintaicinco. Había olvidado mi participación en Watergate. Todo el mundo había olvidado ya mi participación en Watergate.
—Tuve que inventarme muchísimos recuerdos —continuó—, sólo para llenar los espacios vacíos. Había habido una guerra, y yo lo sabía, y recordaba lo mucho que tú odiabas el fascismo. Te vi en una playa... boca arriba, de uniforme, con un fusil y con el agua ondulando suavemente a tu alrededor. Tenías los ojos muy abiertos, Walter, porque estabas muerto. Mirabas al sol.
Guardamos silencio un momento. Un pájaro amarillo gorjeó muy arriba, sobre nosotros, y era como si se le partiera el corazón. El canto de la curruca protonotaria es sumamente monótono y soy el primero en admitirlo. No estoy dispuesto a poner en peligro la credibilidad de toda mi historia diciendo que las currucas protonotarias igualan a la orquesta Pops de Boston cuando cantan. Aun así, no hay duda de que son capaces de expresar aflicción... dentro de determinados límites, claro.