Me hallaba en una posición extraordinaria, desde el punto de vista psicológico, respecto a sus millones de empleados, puesto que él era para ellos una deidad, y sabía teóricamente qué era en concreto lo que él quería y por qué.
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En fin, ahora todo lo ha vendido el gobierno federal, que ha contratado a veinte mil nuevos burócratas, abogados la mitad, para supervisar la tarea. Muchas personas creían que la RAMJAC era propietaria de todo en este país. Fue una especie de sorpresa descubrir que sólo poseía un diecinueve por ciento: ni siquiera una quinta parte. Aun así, la RAMJAC era enorme comparada con otras empresas. La segunda empresa multinacional en tamaño del mundo libre era sólo la mitad que la RAMJAC. Las cinco siguientes unidas sólo alcanzaban dos tercios del tamaño de la RAMJAC.
Hay dólares en abundancia, al parecer, para comprar todas las mercancías que puede vender el gobierno federal. El propio Presidente de los Estados Unidos se quedó atónito al ver la cantidad de dólares que se habían esparcido por el mundo a lo largo de los años. Era como si él hubiese dicho a todos los habitantes del planeta: «Rastrilla el jardín de casa por favor y mandadme las hojas.»
Ayer el
Daily News
publicaba en una página una foto de un muelle de Brooklyn. En el puerto había más o menos un acre de balas que parecían algodón. En realidad, eran balas de billetes norteamericanos procedentes de la Arabia Saudí, para una sucursal de la RAMJAC, Hamburguesas McDonald.
El titular del periódico decía: «¡AL FIN EN CASA!»
¿Quién es el afortunado propietario de todas esas balas?
El pueblo de los Estados Unidos, según el testamento de Mary Kathleen O’Looney.
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¿Cuál fue en mi opinión el error que cometió Mary Kathleen en su plan para una revolución económica pacífica? Por una parte, el gobierno federal no estaba, en absoluto, preparado para controlar todos los negocios de la RAMJAC en beneficio del pueblo. Por otra, la mayoría de las empresas, concebidas sólo para obtener beneficios, eran tan indiferentes a las necesidades de la gente, como una tormenta, por ejemplo. Mary Kathleen podría haber dejado igualmente una quinta parte del tiempo meteorológico a la gente. Los negocios de la RAMJAC, por su propia naturaleza, quedaban tan al margen de las alegrías y las tragedias de los seres humanos, como la lluvia que cayó la noche en que Madeiros y Sacco y Vanzetti murieron en la silla eléctrica. Habría llovido de todos modos.
La economía es un sistema meteorológico desconsiderado... y nada más.
Darle algo así a la gente, es como reírse de ella.
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La semana pasada hubo una fiesta en mi honor... una «fiesta de despedida», podríamos decir. Se celebró en ella la culminación de mi último día completo en el cargo. Los anfitriones fueron Leland Clewes y su encantadora esposa Sarah. No han dejado su apartamento de planta baja de Ciudad Tudor, y Sarah no ha abandonado su trabajo como enfermera particular, aunque Leland debe sacarse ahora unos cien mil al año en la RAMJAC. Gran parte de su dinero va al Programa de Padres Adoptivos, organización que les permite ayudar a niños concretos en circunstancias desgraciadas de varias partes del mundo. Están manteniendo a cincuenta niños, creo que me dijeron. Me enseñaron fotografías de algunos.
Para algunas personas, soy una especie de héroe, lo cual es una novedad. Yo sólo conseguí prolongar la vida de la RAMJAC algo más de dos años. Si no hubiese ocultado el testamento de Mary Kathleen, los de la fiesta nunca habrían llegado a ser vicepresidentes de la RAMJAC. A mí en concreto me habrían sacado de allí por las orejas... y me habría convertido en lo que espero ser, en realidad, si sobrevivo a mi nueva condena, y que es hombre de los de bolsas de plástico.
¿Estoy otra vez sin blanca? Sí. Mi defensa ha sido cara. Además, mis abogados de Watergate se me han echado encima. Aún les debo un montón por todo lo que hicieron por mí.
Clyde Carter, mi antiguo guardián de Georgia y ahora vicepresidente de la sección Chrysler Air Temp de la RAMJAC, estaba allí en la fiesta, con su encantadora esposa Claudia. Hizo una desternillante imitación de su primo el presidente, diciendo: «Nunca os engañaré» y prometiendo reconstruir Bronx Sur y demás.
Y allí estaba Frank Ubriaco, con su nueva esposa, la encantadora Marylin, que sólo tiene diecisiete años. Frank tiene cincuenta y tres. Se conocieron en una discoteca. Parecen muy felices. Ella dijo que lo que primero le había atraído de él fue que llevaba un guante blanco en una sola mano. Decidió que tenía que descubrir por qué. Él le explicó al principio que le había quemado la mano un lanzallamas comunista chino durante la guerra de Corea, pero más tarde admitiría que se lo había hecho él mismo con aceite hirviendo. Han empezado a hacer una colección de peces tropicales. Tienen una mesita de café con peces tropicales.
Frank inventó un nuevo tipo de caja registradora para la sección Hamburguesas McDonald. Siempre era un problema encontrar empleados que entendiesen bien los números, así que Frank quitó los números de las teclas de la caja registradora y los sustituyó por dibujos de hamburguesas y batidos de leche y patatas fritas y coca-cola, etc. Para obtener el total de una factura, bastaba ahora pulsar las imágenes de las diversas cosas que había pedido el cliente y la caja lo sumaría todo por él.
Frank recibió una gratificación muy buena por eso.
Creo que los saudíes se lo quedarán.
Había un telegrama del doctor Robert Fender, aún en la prisión de Georgia. Mary Kathleen había intentado que la RAMJAC le nombrase también vicepresidente, pero no hubo forma de sacarle de la cárcel. La traición es sencillamente un delito demasiado grave. Clyde Carter le había escrito diciéndole que yo volvía a la cárcel y que iban a hacer una fiesta en mi honor, y que debía mandar un telegrama.
Esto era todo lo que decía el telegrama: «Ting-a-ling.»
Era de su relato de ciencia ficción sobre el juez del planeta Vicuna, no sé si lo recordáis, el que tenía que encontrar un cuerpo nuevo que ocupar, y que entró volando por mi oreja allí en Georgia, y se quedó adherido a mis sentimientos y a mi destino hasta mi muerte.
Según el juez del relato, así era como decían ellos tanto hola como adiós en Vicuna: «Ting-a-ling.»
«Ting-a-ling» era como el hawaiano «aloha», que significa también hola y adiós.
«Hola y adiós.» ¿Qué más puede decirse? Nuestro idioma es mucho más amplio de lo necesario.
Pregunté a Clyde si sabía en qué estaba trabajando ahora Fender.
—En una novela de ciencia ficción sobre economía —dijo Clyde.
—¿Te digo qué seudónimo va a usar? —le pregunté.
—«Kilogore Trout» —dijo Clyde.
***
Allí estaban también mi fiel secretaria Leora Borders
y
su marido Lance. A él acababan de hacerle una mastectomía total. Me explicó que sólo se hacía una mastectomía cada doscientos años a un hombre. ¡Vivir para ver!
Tenían que haber asistido a mi fiesta otros amigos de la RAMJAC, pero no se atrevieron. Temían que su reputación, y en consecuencia su futuro como ejecutivos, quedaran empañados si se sabía que eran amigos míos.
Hubo telegramas de otras personas que habían asistido a mis famosas fiestecitas: John Kenneth Galbraith, Salvador Dalí, Erica Jong, Liv Ullmann y los Flying Farfans, etc.
Recuerdo que el telegrama de Robert Redford decía así: «Tente tieso.»
Los telegramas no fueron del todo espontáneos. Según confesaría Sarah Clewes al ser interrogada, llevaba toda la semana pidiéndolos.
Arpad Leen envió un mensaje oral por mediación de Sarah, que iba destinado sólo a mis oídos: «Buen espectáculo.» Esto podía tomarse de un millón de formas distintas.
Arpad no presidía ya el desmembramiento de la RAMJAC, por otra parte. Le había contratado la American Telephone & Telegraph Company, que acababa de ser adquirida por una nueva empresa de Monaco llamada BIBEC. Nadie ha podido descubrir quién o qué es la BIBEC, hasta el momento. Algunos creen que detrás están los rusos.
Por lo menos esta vez tendré algunos amigos sinceros fuera de la cárcel.
Había un cuenco de tulipanes amarillos como centro de mesa. Era abril otra vez.
Estaba lloviendo. La naturaleza colaboraba.
***
Yo estaba sentado en el lugar de honor: a la derecha de mi anfitriona, Sarah Clewes, la enfermera. De las cuatro mujeres a las que he amado, con ella siempre me resultó mucho más fácil hablar. Puede que esto se deba a que jamás le prometí nada, y, por tanto, nunca la decepcioné. Oh, Dios mío... ¡Cuántas cosas les prometí a mi madre y a mi esposa y a la pobre Mary Kathleen!
También estaban en la fiesta el joven Israel Edel y su no-tan-encantadora esposa Norma. Digo que ella es no-tan-encantadora por la simple razón de que siempre me ha odiado. No sé por qué. Nunca la he ofendido, y es seguro que está muy satisfecha del giro que ha tomado la carrera de su marido. De no haber sido por mí, aún seguiría siendo vigilante nocturno de un hotel. Los Edel están reformando una casa de Brooklyn Heights, con el dinero que gana él. Aun así... cuando me mira, me siento como algo que el gato trajese por los pelos. Es exactamente esa sensación. Puede que esté un poco loca. Abortó mellizos hace más o menos un año. Esto quizás tenga algo que ver. Puede que, como consecuencia, tenga algún desequilibrio químico. Quién sabe...
De todos modos, no estuvo sentada junto a mí, gracias a Dios. A mi lado se sentó otra negra: Me refiero a Eucharist Lawes, la encantadora esposa de Cleveland Lawes, el antiguo chófer de la RAMJAC. Ahora es presidente de la sección Transico. Ella se llama así realmente: Eucharist. Significa
feliz agradecimiento
, y no sé por qué no hay más gente que le ponga ese nombre a sus hijas. Todo el mundo le llama «Ukey».
Ukey tenía nostalgia del sur. Dijo que la gente allí era más amable, más tranquila y más natural. Anda detrás de Cleveland para que se retire a Atlanta o cerca, sobre todo ahora que la sección Transico ha sido adquirida por Playgrounds International, que, como todo el mundo sabe es una pantalla de la Mafia. Aunque no pueda demostrarse.
Mi propia sección ha sido absorbida por I. G. Farben, una empresa de la Alemania Occidental.
—No será la misma RAMJAC de siempre —le dije a Ukey—. Eso es seguro.
Hubo regalos... unos tontos y otros no. Israel Edel me dio un helado de cucurucho de goma con un pito dentro... un juguete para mi perrita, que es una apso de Lhasa, como un dorado cepillo del polvo sin mango. Yo de joven nunca pude tener perros, porque Alexander Hamilton McCone los detestaba. Así que éste es el único perro al que he llegado a conocer bien... y duerme conmigo. Ronca. También roncaba mi mujer.
Nunca la he apareado, pero ahora, según el veterinario, el doctor Howard Padwee, está experimentando un falso embarazo y cree que el helado de goma es un cachorro. Lo esconde en los armarios. Lo sube y lo baja por las escaleras de mi dúplex. Está incluso segregando leche para él. Estamos poniéndole inyecciones para que deje de hacerlo.
Es curioso lo profundamente seria que la ha hecho la naturaleza respecto a un helado de cucurucho de goma: cucurucho de goma marrón, helado de goma rosa. Tengo que investigar qué compromisos igualmente ridículos he hecho yo con cosas inútiles. No es que importe en realidad. No estamos aquí por ningún fin, a menos que podamos inventarlo. De eso estoy seguro. La condición humana en un universo en explosión no variaría en absoluto si, en vez de vivir como vivo, no hubiese hecho más que llevar un helado de cucurucho de goma de armario en armario durante sesenta años.
Clyde Carter y Leland Clewes colaboraron para hacerme un regalo mucho más costoso: una computadora que juega al ajedrez. Es del tamaño aproximado de una caja de puros, pero la mayor parte del espacio lo ocupa un compartimento que es donde van las piezas. La computadora en sí no es mayor que un paquete de cigarrillos. Se llama «Boris». Boris tiene una ventanita estrecha y larga en la que anuncia sus jugadas. Puede bromear incluso con las jugadas que hago yo. «¿De veras?» dice. O «¿Has jugado antes a este juego?» O «¿Es una trampa?» O «Localízame una reina».
Son chistes típicos del ajedrez. Alexander Hamilton McCone y yo intercambiábamos los mismos chistes aburridos sin cesar cuando, por una futura educación en Harvard, acepté ser su máquina de jugar al ajedrez. Si hubiese existido Boris por entonces, puede que yo hubiese ido a Western Reserve, y que me hubiera hecho asesor fiscal u oficinista de una serrería, o vendedor de seguros o cualquier otra cosa parecida. Pero soy, por el contrario, el estudiante de Harvard más desacreditado desde Putzi Hänfstaengl, que era el pianista favorito de Hitler.
Al menos doné diez mil dólares a Harvard antes de que vinieran los abogados y me quitasen otra vez todo el dinero.
***
Y me llegó por fin la hora, en la fiesta, de contestar a todos los brindis que se habían hecho en mi honor. Me levanté. No había bebido una gota de alcohol.
—Soy un reincidente —dije. Definí la palabra explicando que describía al individuo que suele reincidir en el delito o en la conducta antisocial.
—Es interesante conocer esa palabra —dijo Leland. Risas generales.
—Nuestra encantadora anfitriona ha prometido otras dos sorpresas antes de que acabe la velada —dije.
Resultaron ser la aparición de mi hijo y su pequeña familia humana, y la audición de un disco de una parte de mi declaración ante el congresista Richard M. Nixon de California y otros, mucho tiempo atrás. Había sido grabada a setenta y ocho revoluciones por minuto. Imaginaos.
—¡Como si no hubiese tenido ya bastantes sorpresas! —dije.
—No lo bastante agradables, viejo —dijo Cleveland Lawes.
—Dilo en chino —le dije. No sé si recordáis que había sido prisionero de los chinos durante una temporada. Lawes dijo algo que, desde luego, sonaba a chino.
—¿Cómo sabemos que no estás pidiendo cerdo agridulce? —dijo Sarah.
—De ningún modo —dijo Lawes.
Habíamos empezado el banquete con ostras, así que proclamé que las ostras no eran tan afrodisíacas como creían muchos.
Hubo abucheos, y luego Sarah Clewes me lanzó el golpe bajo de este chiste concreto:
—¡Walter se comió doce la otra noche —dijo— y sólo hicieron efecto cuatro!
Había perdido otro paciente el día anterior.
Más risas generales.
Y de pronto me sentí ofendido y deprimido por lo tontos que éramos. Después de todo, las noticias difícilmente podrían haber sido peores. Extranjeros y delincuentes y otros intereses financieros de codicia sin límites, estaban tragándose a la RAMJAC. El legado de Mary Kathleen al pueblo se estaba convirtiendo en montañas de papel moneda, que se derrochaba a su vez en una inmensa y nueva burocracia y en honorarios de los abogados y de los asesores, etcétera, etcétera. Lo que quedase, según los políticos, ayudaría a pagar el interés de la deuda nacional del país, y permitiría adquirir un porcentaje mayor de las autopistas y edificios públicos y armas modernas que tanto se merecían.