Panteón (130 page)

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Authors: Laura Gallego García

—Puedes castigarme a mí, si quieres. Pero no permitiré que hagas daño a mi hijo.

Yaren sonrió de nuevo.

—No podrás impedirlo.

«Claro que sí», pensó Victoria, y se transformó en unicornio. No le gustaba hacerlo delante de la gente, aunque fuese gente que, como Yaren, ya la hubiese visto antes con aquel aspecto. Pero no tenía alternativa. Era consciente de que, embarazada como estaba, en lo alto de la escalera era frágil y vulnerable ante Yaren.

El mago se quedó mirándola un momento, asombrado. Victoria aprovechó para empujarlo a él escaleras abajo.

Con un grito ahogado, Yaren rodó hasta el suelo del sótano. Victoria bajó tras él, con la gracia natural que caracterizaba a los unicornios; sus ojos, no obstante, estaban repletos de una luz intensa e indomable. Cuando el mago trató de levantarse, dolorido, el cuerno de ella apuntaba a su pecho.

—Este es el instrumento que entrega la magia —dijo ella—, pero ahora mismo, muy cerca de aquí, hay un dios, o dos, que son pura energía, y toda mi esencia capta esa energía como si fuera una esponja. De modo que, si te toco ahora, probablemente no te entregaré la magia, sino un torrente de energía tan intenso que tu cuerpo podría estallar en pedazos. Así que no me provoques.

Yaren bajó la mirada para clavarla en el cuerno. Relucía de forma extraordinaria, tanto, que tuvo que apartar la vista.

—Está bien. ¿Qué es lo que quieres?

Victoria respiró hondo.

—¿Qué es lo que quieres 
tú?
 Tienes un aspecto lamentable. ¿Cuánto tiempo hace que vives aquí?

Yaren vaciló.

—Unos cuantos días... no sé. Después de lo que pasó tras la coronación de Alsan no fui capaz de regresar con Qaydar. Tampoco con Gerde —añadió—. No sabía qué hacer, de modo que traté de quitarme la vida. No tuve valor.

Sus últimas palabras fueron tan solo un susurro. Victoria entornó los ojos, conmovida.

—No sé qué puedo hacer por ti —murmuró—. Sé que no debería haber atendido a tu petición aquella tarde, junto a la Torre de Kazlunn.

Yaren, hundido y derrotado, cerró los ojos.

—Yo insistí —dijo, con esfuerzo—. Siempre creí que hay que perseguir los sueños hasta... hasta el final. ¿Debería haberlo dejado pasar?

Victoria calló un momento, pensando.

—No lo sé —dijo, con sinceridad—. Probablemente yo habría actuado igual que tú. Supongo que, a veces... hay que arriesgarse. Aunque pueda salirte mal. En eso consiste el riesgo.

El mago enterró el rostro entre las manos.

—Ya no puedo más —susurró—. No puedo más. Nunca debí perseguir el sueño equivocado. Debí imaginar que, si el primer unicornio que vi, cuando era niño, no me entregó su magia... habría tenido sus razones...

—No las tenía —replicó Victoria—. Entregar la magia es algo que sale del corazón. Puede que aquel unicornio no encontrara motivos para convertirte en un mago. Pero otro, tal vez sí... —hizo una pausa—. Yo lo habría hecho. Me negué tantas veces porque sabía lo que podía suceder, sabía que no estaba preparada. Pero en cualquier otro momento, lo habría hecho.

Yaren alzó la cabeza para mirarla.

—Eres hermosa —le dijo al unicornio—. Debería haberme conformado con verte. Me obstiné en arrancar una flor y se marchitó entre mis manos.

Victoria inclinó la cabeza, pero no dijo nada. Yaren alzó la mano para acariciar sus crines, lentamente. Victoria sintió la energía que emanaba de su alma, una energía llena de dolor y rabia, y le hizo daño, pero no se movió. También Yaren sintió que un torrente de magia recorría sus dedos al tocarla, y eso le produjo más dolor, pero lo soportó.

Finalmente, él retiró la mano.

—Puedes hacer algo por mí —dijo, con esfuerzo.

Victoria lo miró, y leyó en la expresión de su rostro lo que iba a pedirle. Horrorizada, volvió a metamorfosearse en humana para que él viese la angustia y la consternación pintadas en sus facciones.

—No puedes pedirme eso —susurró.

Yaren esbozó una amarga sonrisa.

—Es lo último que voy a pedirte. Y sabes que no puedes negármelo. Me lo debes.

Victoria parpadeó. Tenía los ojos húmedos y el corazón en un puño.

—Me lo debes —insistió Yaren—. Demuéstrame que valió la pena perseguir a un unicornio. Demuéstrame que tu corazón es más fuerte que el mío.

Después de avanzar a ciegas por la planta baja del castillo, pegado a los muros para orientarse, Covan llegó hasta la entrada del sótano. Se encontró con la puerta cerrada, y la golpeó con los puños.

—¡Abrid! —llamó—. ¡Soy yo, Covan!

Escuchó voces al otro lado. Gritos, sollozos y lamentos, y un aviso: «¡Cubrios los ojos, hay alguien fuera!».

—¡Vamos a abrir un resquicio! —le gritaron desde dentro—. ¡Entra y cierra enseguida!

Covan tanteó la puerta y aguardó, muy pegado a ella. Oyó el chasquido del cerrojo y el chirrido de las bisagras al moverse. Se introdujo de cabeza por el hueco y cerró la puerta de golpe tras él.

Lo recibió un ambiente un poco más oscuro, y respiró, aliviado. No obstante, había gente que gemía y gritaba, y retrocedió un paso, inquieto.

—Puedes quitarte la venda —dijo una voz cerca de él—. Aquí la luz es tolerable.

Tras un breve instante de duda, el maestro de armas se retiró la venda. Cerró los ojos enseguida, porque la luz todavía hería sus pupilas, pero, poco a poco, fue acostumbrándose, y se arriesgó a abrirlos de nuevo. Los sollozos se oían de nuevo.

—¿Quién llora? —preguntó, con el corazón encogido.

—La pérdida del globo de oscuridad nos cogió por sorpresa —dijo la persona que estaba con él; Covan lo miró, y descubrió que era uno de los magos—. Hubo gente que no tuvo tiempo de apartarse de la puerta, o de cubrirse los ojos. Vaya, tú tienes además una protección mágica —añadió, mirándolo a los ojos—. No te será necesaria aquí, pero te la mantendré en su sitio, por si acaso.

—Pero, ¿qué ha pasado? ¿Por qué hemos perdido el hechizo?

El mago negó con la cabeza.

—Se debilitó de pronto —dijo—, y además, la luz se hizo mucho más intensa, como si el... foco, o lo que sea... se hubiese acercado tanto como para tenerlo casi encima. Estamos restaurando el hechizo, pero aún tardaremos un poco más. La buena noticia es que el huracán parece estar amainando. Y ahora, si me disculpas, tengo que volver al trabajo —añadió, y bajó apresuradamente por la escalera.

Covan bajó tras él, inquieto. La gente mantenía la mirada baja y buscaba los rincones en sombras; comprendió que la luz que se filtraba por debajo de la puerta era todavía lo bastante intensa como para resultar molesta. Él, no obstante, veía sin problemas, y agradeció que Shail lo hubiese ayudado con su magia.

En una esquina oscura, bajo la protección de un arco, una voz femenina murmuraba con desesperación:

—¿Qué pasa? ¿Qué está pasando? ¡No puedo ver nada!

Se acercó, con el corazón encogido, y se inclinó junto a la mujer ciega y su acompañante, que la sostenía en brazos y trataba de calmarla.

—¿Qué sucede? —murmuró.

—¿Covan...? ¿Eres tú?

El maestro de armas se quedó helado al ver que la joven que yacía allí era Zaisei.

—¿Dónde está Shail? —imploró la celeste, que acababa de percibir la sorpresa y la piedad que brotaron del corazón de Covan—. ¿Qué me pasa?

El maestro de armas no pudo decir nada, al principio. Tomó la mano de ella para tratar de consolarla.

—Está bien —dijo—. Iba a ir a buscar a Jack.

—Zaisei había subido a la planta baja para esperar al mago —explicó la otra sacerdotisa en voz baja—. La luz la sorprendió demasiado lejos de la puerta del sótano.

Covan se estremeció de horror y de pena; los hermosos ojos de la celeste, abiertos de par en par, tenían la mirada perdida; sus iris azules habían perdido color, volviéndose de un extraño tono traslúcido.

Cuando Jack, Christian y Shail se precipitaron en el interior del sótano, hallaron una escena extraña.

Victoria estaba allí, arrodillaba en el suelo, con las mejillas mojadas de lágrimas. Acunaba entre sus brazos un cuerpo pálido e inerte.

Jack se precipitó hacia ella, pero Christian lo retuvo con brusquedad.

—¿Qué...? —susurró Shail; no fue capaz de continuar.

Victoria alzó la mirada hacia ellos.

—Lo he matado —susurró, con la voz quebrada de emoción, y los tres pudieron ver que el joven que yacía en sus brazos tenía una marca sangrienta en el pecho, justo sobre el corazón.

—¿Por qué? —pudo preguntar Jack, impresionado por el dolor que se reflejaba en la expresión de ella.

Victoria sacudió la cabeza.

—Porque me lo pidió —musitó—. Porque era lo único que podía hacer por él.

«Es Yaren», informó Christian a Jack. El dragón comprendió. Acudió a su lado, se arrodilló junto a ella y la abrazó para consolarla.

Victoria se secó las lágrimas y trató de recuperar su entereza.

—Pero no hay tiempo que perder —dijo—. Tenemos que detener a Alsan.

Christian frunció el ceño.

—¿Por qué te secuestró? ¿Para robarte el anillo?

Con delicadeza, Victoria apoyó el cuerpo de Yaren contra la pared y se levantó para mirar a Christian.

—Me quitó el anillo para utilizarlo en una invocación, y Gaedalu se lo ha llevado consigo. Lo siento mucho. Traté de impedirlo, pero...

—No te preocupes —la tranquilizó Christian—. Lo recuperaremos.

Jack fue testigo de cómo se abrazaban, profundamente afligidos. Sabía que aquel anillo mantenía un fuerte vínculo entre los dos, un vínculo que les hacía soportables los largos períodos que permanecían separados. Perderlo había supuesto una pequeña tragedia para ambos.

—¿Qué clase de invocación? —quiso saber Shail.

Victoria respiró hondo y relató en pocas palabras lo que había sucedido. Shail se quedó muy sorprendido al saber que el anillo de Victoria era el mítico Shiskatchegg, el arma que había utilizado Talmannon, en tiempos remotos, para controlar a todos los magos.

—¿Por qué no me lo dijiste antes? —preguntó, impresionado.

—¿Te habrías sentido más tranquilo, de haberlo sabido?

Shail dirigió miró de reojo a Christian, que los observaba, muy serio.

—La verdad es que no —reconoció—. Pero, si ni siquiera yo lo sabía, ¿cómo se enteró Alsan?

—Creo que se lo dije yo sin darme cuenta —murmuró Jack, profundamente avergonzado—. Debí de mencionar el nombre del anillo delante de él. Lo cierto es que no se me ocurrió pensar que era el anillo de Talmannon. Es verdad que lo sabía, pero... no sé, no suelo pensar en ello. Para mí siempre ha sido el anillo de Christian y Victoria.

—No pasa nada —dijo ella, con una breve sonrisa—. A mí me pasa igual.

—Ya está hecho —zanjó Christian—. Ahora tenemos que centrarnos en el presente. ¿Dónde están ahora Alsan y los demás?

—Se han ido al Oráculo de Gantadd. Van a invocar a los dioses a través de la Sala de los Oyentes.

Jack frunció el ceño.

—Tenemos que impedírselo. Aunque el Oráculo está muy lejos y tardarán en llegar...

—Es Qaydar —le recordó Victoria.

—No es su estilo —dijo Shail—, pero, si lo considera absolutamente necesario, hará el esfuerzo de teletransportarlos a los tres hasta allá.

—Maldita sea —murmuró Jack.

En aquel momento, un velo de oscuridad cubrió el sótano, que hasta aquel momento había estado tan iluminado como si hubiese amplios ventanales abiertos en sus paredes.

—El globo de oscuridad vuelve a funcionar —dijo Shail—. Por fin una buena noticia.

Nadie dijo nada. Aquella buena noticia era solo una gota de aceite en un océano de malas noticias.

XIII

La voz de los dioses

Cuando le anunciaron la súbita llegada de los visitantes, la hermana Karale fue a recibirlos al pórtico, sorprendida. —¡Madre Venerable! —exclamó al ver a Gaedalu—. No esperábamos vuestro regreso hasta... —se interrumpió al ver a Qaydar y a Alsan.

«Hermana», dijo la varu, con gravedad, «creo que ya conoces a Alsan, rey de Vanissar».

La feérica abrió mucho los ojos, impresionada. Cierto; había conocido a Alsan el día en que la cólera de Neliam se había abatido sobre el Oráculo. Pero en aquel entonces tenía un aspecto diferente, se dijo, y respondía a otro nombre. Y en ningún momento había comentado nada acerca de ser rey.

—>Nos conocemos, sí —dijo Alsan, con una serena sonrisa.

«Y puede que no conozcas a Qaydar, el Archimago», prosiguió Gaedalu, «pero no me cabe duda de que has oído hablar de él».

Karale tardó un poco en reaccionar.

—>Sí..., claro..., cómo no. —Recordaba muy bien los sermones de la Madre acerca de confiar en los magos, y especialmente en los magos poderosos, pero se recuperó de su estupor y logró balbucir—. Es un honor.

«Venimos para hacer una consulta en la Sala de los Oyentes», dijo Gaedalu.

Karale palideció.

—>Pero, Madre, ¡no podéis estar hablando en serio! Sabéis que esa sala ha sido clausurada. Estamos en vías de derruir la cúpula, porque, por más que hemos tratado de insonorizarla, el ruido es cada vez más intenso, y no nos permite...

«Aun así, entraremos, hermana», cortó Gaedalu, inflexible. «El Archimago se encargará de proteger nuestros oídos convenientemente».

Karale logró murmurar un asentimiento y los escoltó a través de los pasillos. El Oráculo se había recuperado bastante bien del embate de las aguas. Las sacerdotisas se habían esmerado mucho en reconstruir las partes más dañadas, y aunque todavía se veían algunos desperfectos aquí y allá, aquel lugar volvía a ser un hogar.

En otros tiempos, Gaedalu se habría sentido orgullosa de su comunidad de sacerdotisas y de todo lo que habían trabajado. Pero en aquel momento apenas se percató de todo ello. Solo tenía una cosa en mente.

«Hermana», dijo, cuando ya enfilaban por el corredor que los conduciría a la Sala de los Oyentes, «ve a buscar a la pequeña Ankira. Hoy, más que nunca, vamos a necesitar del sagrado don que los dioses le concedieron».

Zaisei seguía sin ver.

Como el castillo volvía a ser habitable, la habían trasladado a una de las habitaciones superiores, junto a otras personas afectadas por la luz de Irial. La mayoría se iba recuperando lentamente, pero ella no; sus ojos habían quedado demasiado dañados.

El tornado se había alejado hacia el sur y el globo de oscuridad volvía a proteger la ciudad. Los refugiados del sótano se atrevieron, uno tras otro, a abandonar su escondite y a regresar a sus casas o a sus estancias, en el caso de aquellos que estaban alojados en el castillo. El Padre Venerable, no obstante, se había quedado con Zaisei y los demás.

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