Panteón (134 page)

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Authors: Laura Gallego García

Irial, en realidad, había estado vagando por los confines de Vanissar, cerca de las montañas. Pero su luz era tan intensa que había llegado a cubrir todo el reino. Cuando empezó a desplazarse se contrajo un poco, reduciendo su zona de influencia. Siguió la misma trayectoria que Yohavir, en línea recta, pero más al oeste, de modo que atravesó Shur-Ikail de parte a parte.

Nadie había advertido a los bárbaros y, aunque trataron de huir, en las amplias praderas de Shur-Ikail no había realmente muchos sitios para esconderse. Dio la casualidad de que dos de los clanes acampaban en aquellos momentos en distintos puntos de las estribaciones de la cordillera, y pudieron correr a refugiarse en las profundas cuevas y grietas que las montañas les ofrecían. La inmensa mayoría de los demás perdieron la vista ante la cegadora luz de Irial.

Los Seis se desplazaban, y lo hacían lentamente, sin prisa, pero sin pausa, provocando el caos a su paso. Cuando encontraran al Séptimo y lo obligaran a deshacerse de su envoltura carnal, el choque sería mucho más brutal. Los dioses no saldrían malparados, porque los dioses eran inmortales e invulnerables. Los dioses eran eternos.

Pero los mortales, no.

Al caer el tercero de los tres soles, Christian llegó volando al desfiladero donde se abría la Puerta interdimensional. Los sheks le enseñaron los colmillos, con siseos amenazadores, cuando lo vieron planear sobre ellos en busca de un espacio para aterrizar, pero Gerde apenas le prestó atención. Cuando, recuperada ya su forma humana, Christian se acercó a ella, el hada no desvió la mirada de la Puerta interdimensional, por la que todavía cruzaban, uno a uno, docenas de szish.

—>Los dioses pronto sabrán que estás aquí —dijo Christian; estaba agotado tras un vuelo precipitado y sin descansos, y no perdió tiempo ni energías con preámbulos innecesarios.

—>Llegas tarde —repuso ella, sin inmutarse—. Hace horas que lo saben. Y hace horas que yo sé que ellos lo saben.

—>Entonces, ¿por qué seguís todavía aquí? ¡He venido desde Vanissar, y Yo
havir me pisaba los talones! ¡No tardará en llegar hasta aquí!

Por fin, Gerde apartó la mirada de los szish y se volvió hacia él. Los ojos de ella, de un gris plateado, como habían sido los de Ashran, se clavaron en los suyos y lo hicieron estremecerse de terror.

—>Veo que también has tenido un encuentro con Irial —comentó, aludiendo al velo de oscuridad que protegía los ojos del shek, y que había sido obra de Shail.

Christian le restó importancia con un gesto.

—>No he llegado a toparme con ella. Estaba relativamente lejos de mí, pero la influencia de su luz es muy grande.

—>Imagino que no habrá sido fácil volar a ciegas.

—>No; pero no tenía alternativa. He venido a... —calló un momento, desconcertado. En realidad, no sabía por qué estaba allí. En principio había acudido para informarle de que corría peligro, pero ella ya lo sabía. Y Christian no podría protegerla de lo que se le venía encima. «¿Cubrirle la retirada?», preguntó, de pronto. «¿Y cómo pretendo hacer eso?».

Gerde percibió su confusión y sonrió.

—>Has venido a cruzar la Puerta con nosotros —dijo con suavidad—. Eres un shek, ¿no es cierto? —añadió, al ver el desconcierto de él—. ¿Creías acaso que podías hacer oídos sordos a la llamada de tu diosa? ¿Pensaste, siquiera por un instante, que podías desobedecerme?

—>Pero... —balbuceó Christian, mientras una oleada de frío pánico se apoderaba de su cuerpo; no estaba acostumbrado a experimentar ese tipo de sensaciones, y no le gustó—. Pero no puedo irme con vosotros. Yo... quiero quedarme aquí... con Victoria... y con mi hijo...

La sonrisa de Gerde se hizo más amplia, y también más taimada.

—>Sí —se limitó a responder—. Lo sé.

En las arenas del desierto de Kash-Tar, Sussh también había oído la llamada de su diosa.

No obstante, había otra cosa que lo llamaba, una voz tan poderosa como la del Séptimo: la voz del instinto.

Para proteger Kosh, Sussh había decidido que no aguardarían el ataque de los rebeldes yan, sino que acudirían a su encuentro. Sabía dónde se habían reunido todos, sabía que no estarían preparados aún, y mucho menos organizados. De modo que reunió a su gente, a los szish y a los sheks que todavía le eran leales, y que habían optado por quedarse con él en lugar de seguir a Gerde, y se había lanzado al ataque.

Percibió el miedo y el desconcierto de todos aquellos yan y humanos que se habían alzado contra él, y a los que acababa de sorprender antes de que estuviesen realmente listos para atacar. Supo que, si nada lo impedía, aquel día aplastaría por fin a los rebeldes de Kash-Tar.

Ambos ejércitos estaban a punto de chocar cuando Sussh recibió la llamada de Gerde.

En cualquier otra circunstancia, la habría obedecido sin rechistar y sin plantearse por qué lo hacía exactamente. Pero en aquel mismo momento, uno de los dragones artificiales arremetía contra él; el día anterior, su piloto lo había frotado vigorosamente con una pasta hecha de restos de dragón, similar a la que solía emplear Tanawe, y el artefacto apestaba tan profundamente a dragón que Sussh creyó morir de nostalgia, evocando aquellos tiempos pasados en que los sheks habían podido saciar su odio con dragones de verdad.

En cualquier otra circunstancia, Sussh habría huido de allí y habría seguido el mandato de su diosa, pero en aquel momento el instinto fue más fuerte, y lo ignoró.

De modo que los dos ejércitos luchaban con fiereza, gente del desierto contra soldados szish, dragones artificiales contra sheks de verdad, cuando llegó Aldun.

Al principio solo sintieron un aumento de la temperatura, pero en el fragor de la batalla, entre espadas, lanzas, hondas, hachas y puñales, y bajo el fuego de los dragones, nadie le concedió importancia.

Kimara, sí.

Fue un presentimiento, tal vez, un sexto sentido. Estaba peleando espalda contra espalda junto a Goser. Había conseguido una espada corta y una daga, y las manejaba con mortífera rapidez. Entre salvajes gritos de guerra, hundía su filo en la carne escamosa de los szish, cercenaba miembros, traspasaba entrañas. Hacía tiempo que habían dejado de impresionarle aquellas carnicerías. Cuando luchaba se olvidaba de todo, dejaba escapar todo su odio, su ira, su miedo. Con cada golpe que descargaba sentía que se liberaba de una parte de su rabia, pero, a la vez, perdía también una parte de su alma.

No le concedía demasiada importancia a esto. Admiraba a Goser, su arrojo temerario, su fuerza, su seguridad y, sobre todo, su poder para hacer que pasaran cosas. Kimara no era una persona capaz de esperar durante mucho tiempo a que las cosas pasaran por sí mismas, tenía que provocarlas ella. Y Goser era el tipo de persona capaz de aceptar y entender esto, porque él se sentía igual. Eran almas gemelas.

Ahora luchaban juntos, como lo habían hecho desde que se habían conocido, varios meses atrás. Kimara se dejaba llevar, corriendo riesgos, jugándose la vida irreflexivamente en cada batalla, un imparable huracán de fuego y acero que no se detendría hasta caer bajo las armas de sus enemigos, o hasta que el último enemigo cayese muerto a sus pies.

Pero en aquel momento, nunca supo muy bien por qué, después de hundir su espada en el corazón de un hombre-serpiente, se detuvo.

Fue apenas un instante. En medio de la locura, del fragor de la batalla, de los gritos y los alaridos y el olor a sangre, Kimara se detuvo, miró a su alrededor y tuvo un pensamiento extraño: «¿Qué estoy haciendo yo aquí?». Lo siguiente que pensó fue: «Hace mucho calor». Y este era un pensamiento todavía más extraño, puesto que Kimara era una hija del desierto y jamás hacía mucho calor para ella.

Una de las hachas de Goser descendió de pronto junto a ella, sobresaltándola, y fue a hundirse en el pecho de un szish que estaba a punto de atacarla. Contempló, un poco aturdida, cómo el poderoso yan arrancaba el hacha del cuerpo del szish, con cierta brutalidad, y oyó su voz, irritada:

—>¿Quétepasa? ¡Prestamásatención! ¡Porpocotematanynosiem-prepodrécubrirtelasespaldas!

Avergonzada, Kimara alzó sus armas de nuevo y trató de centrarse. Pero una parte de sí misma le dijo que ella en realidad no quería estar allí.

—>Hace... demasiado calor... —murmuró.

Volvía a estar distraída, y probablemente la habrían matado, de no ser porque alguien dio la voz de alarma, un alarido de terror tan escalofriante que se elevó por encima de los gritos de guerra. Algunos lo escucharon y se detuvieron, confusos, y eso acarreó la muerte a más de uno. Pero pronto el miedo, como una enfermedad contagiosa, se desparramó por aquella masa caótica de guerreros hinchados de odio, y, uno tras otro, volvieron su mirada hacia el horizonte que habían estado ignorando, y por el cual asomaba un único sol que se aproximaba a ellos con estremecedora resolución.

Pronto, todo el mundo lo vio, y ya no pudieron seguir luchando. Se detuvieron, sobrecogidos. El miedo paralizó a muchos de ellos, y no fueron capaces de reaccionar. Otros lograron dar media vuelta y huir, despavoridos.

Kimara no se movió. No podía. A pesar de que cada vez hacía más calor, y gruesas gotas de sudor se deslizaban por todo su cuerpo, a pesar de que la piel le quemaba y los ojos le escocían, fue incapaz de desviar la mirada de aquella bola de fuego, contemplándola con fascinado terror.

Goser tampoco huyó. Pero no se quedó quieto, como Kimara, porque Goser era completamente incapaz de detenerse. De modo que siguió peleando, y sus hachas continuaron buscando enemigos, a pesar de que estos habían comenzado a huir, presas de un terror irracional.

El líder yan no era el único que continuaba luchando. En el cielo, los dragones artificiales trataban de batirse en retirada, pero los sheks no se lo permitían. Ignorando, inconsciente o deliberadamente, la mortífera esfera de fuego que se les acercaba, los sheks seguían peleando y hostigando a los dragones. Ellos, al igual que Goser, no podían dejar de luchar.

Sin embargo, querían huir, deseaban huir, desesperadamente, porque nada en el mundo podía causarles tanto miedo como el fuego. El único shek que no quería escapar de allí, a pesar de todo el miedo que sentía, era Sussh. Y así, uno tras otro, sheks y dragones fueron liberándose de la inercia del combate y batiéndose en retirada. Sussh, no. Sussh continuó luchando, hostigando al dragón contra el que peleaba una y otra vez, impidiéndole huir, obligándolo a enfrentarse a él. Sussh sabía que aquella sería su última gran batalla, y quería morir luchando.

En ese momento, Kimara supo con total seguridad que no quería estar allí. Encontró fuerzas para moverse y gritó a Goser que debían marcharse. El yan no la escuchó.

Kimara trató de detenerlo, tomándolo del brazo, pero Goser se desasió, alzó las hachas por encima de su cabeza y lanzó un salvaje grito de guerra. Después, bajó las armas y miró a Kimara.

La pelea había desprendido el paño que cubría su cabeza y su rostro, de modo que, cuando obsequió a la semiyan con una larga sonrisa, ella pudo ver perfectamente que aquel gesto no era más que una mueca siniestra, y que en sus ojos rojizos había un destello de locura.

Ninguno de los dos dijo nada. La temperatura seguía aumentando, se oían gritos de terror y lejanos alaridos agónicos: los que habían tenido la desgracia de quedarse más rezagados habían sido alcanzados por el mortífero calor de aquella cosa. Sus pieles se quemaban como hojas de papel colocadas al sol bajo un vidrio.

Kimara y Goser estaban demasiado lejos como para contemplar aquel terrible espectáculo, pero los gritos llegaron hasta ellos con espantosa claridad. Kimara le pidió a Goser con la mirada que la acompañara. La sonrisa del yan se hizo más amplia. Después le dio la espalda y, con un nuevo grito de guerra, enarboló las hachas con violencia y cortó la cabeza de un szish que pasó corriendo por su lado, huyendo del calor.

Kimara, horrorizada de pronto, dio media vuelta y echó a correr, sin mirar atrás.

A sus espaldas, dos seres tan distintos como la noche y el día, dos criaturas con alma de guerrero, siguieron luchando, sin poder detenerse, hasta que el fuego los alcanzó.

El último szish cruzó por fin la Puerta interdimensional. Gerde respiró hondo.

—>Ya están todos —dijo.

Eissesh la miró.

«¿Todos...?», repitió. «¿Y qué hay de la gente de Sussh?».

—>No vendrán. Sussh ha caído en Kash-Tar.

Apenas un par de segundos después de que ella pronunciara estas palabras, Eissesh percibió, efectivamente, que la estrella de la conciencia de Sussh se apagaba en la constelación de la red telepática shek. Se sintió anonadado, pero no lo demostró. Se limitó a entornar los ojos.

Gerde se dio la vuelta. Vio a Assher mirándola. Llevaba a Saissh en brazos.

—>Deja a la niña y cruza —ordenó Gerde.

Assher se mostró inquieto.

—>¿Qué va a pasar con ella?

Gerde contempló a Saissh con cierta indiferencia.

—>El lugar a donde vamos no es un sitio adecuado para ella.

El szish la miró, confuso.

—>Pero, mi señora... ¡la trajiste aquí para llevártela contigo!

—>Para llevármela a la Tierra —puntualizó Gerde—. Pero no vamos a la Tierra, al fin y al cabo. Así que déjala y cruza la Puerta con los demás, Assher.

Assher tembló.

—>No, mi señora, te lo ruego. Permíteme aguardar aquí contigo. Permíteme esperar hasta el último momento. Yo...

Las palabras murieron en sus labios. Bajó la mirada, turbado.

No pudo ver que Gerde le sonreía alentadoramente.

—>Como quieras —dijo; se volvió entonces hacia Christian, que aguardaba, sombrío, un poco más lejos—. Ven —le ordenó.

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