Panteón (138 page)

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Authors: Laura Gallego García

Contempló, impasible, la autoinmolación de Assher, haciendo caso omiso de las exclamaciones de alarma de Jack y Victoria, del alarido de dolor que emitió el szish cuando la espada de hielo empezó a congelar sus órganos internos. Se limitó a esperar, hasta que el corazón de Assher dejó de latir, convertido en una fría flor de escarcha.

Entonces, Christian se cargó a la llorosa Saissh sobre el brazo izquierdo y, con la mano derecha, tiró de su espada para recuperarla. A sus pies quedó el cuerpo de Assher, rígido, frío, muerto.

—>¡Christian! —oyó la voz de Jack, entre el bramido del viento. Él y Victoria se habían reunido con el shek y contemplaban la escena, anonadados.

«Una muerte», replicó Christian, telepáticamente, para que ambos lo captaran con claridad. «Un nuevo comienzo».

Le entregó a Saissh, que seguía llorando a pleno pulmón, y Jack la cogió, preguntándose qué diablos estaba sucediendo, preguntándose si saldrían vivos de aquella locura. Se sintió, más que nunca, un pequeño insecto en un mundo de titanes.

Y entonces, de pronto, algo sucedió.

Victoria se había inclinado junto a Assher y lo contemplaba, entristecida. Fue ella quien dio la voz de alarma cuando el cuerpo del szish se estremeció un momento y comenzó a regenerarse de forma espontánea. Jack retrocedió, aterrorizado, al ver que una fina niebla oscura, que parecía densa y maleable como el mercurio, se estaba introduciendo en el cuerpo del szish, a través de sus fosas nasales. Los dioses rugieron con más fuerza. Un pico montañoso estalló en miles de fragmentos, y todos se cubrieron la cabeza para protegerse de las esquirlas que pudieran llegar hasta ellos. Cuando volvieron a alzar la mirada, Assher estaba vivo de nuevo. Se había incorporado y los contemplaba con una mirada plateada e insondable. La masa oscura que se retorcía entre relámpagos, sobre sus cabezas, había desaparecido.

La luz volvió a golpear el desfiladero con fuerza, pero ellos estaban protegidos por el báculo de Victoria, que absorbía la luz y creaba un agradable espacio de penumbra a su alrededor.

Assher los miró de nuevo, y sonrió. Fue una sonrisa fría y distante que, por alguna razón, los hizo estremecerse de terror.

—>Ha llegado la hora —anunció y, a pesar del fragor de los elementos, lo oyeron perfectamente—. Dessspedíosss de nosssotrosss, ssangrecaliente. No volveréisss a vernosss, y oss asseguro que en el futuro nosss echaréisss de menosss.

Dirigió una larga mirada a Victoria, y ella se sintió incómoda, como si estuviese desnudando su alma. El szish sonrió, simplemente, pero no hizo ningún comentario.

«Lo sabe», pensó Victoria, horrorizada. «Ya sabe quién es el padre del bebé». Retrocedió unos pasos, temerosa. Recordaba lo que le había contado Christian acerca de las intenciones de Gerde con respecto a su hijo. Si era hijo de Jack, los mataría a los tres. Si el shek era el padre, se llevaría al bebé consigo... y a la madre también, si aún no había dado a luz.

Pero Assher no hizo nada contra ella. No trató de secuestrarla ni de hacerle daño. Solo dio media vuelta y se alejó en dirección a la Puerta, que Alsan todavía mantenía abierta, a duras penas.

Victoria temblaba. Tal vez, pensó, el dios de las serpientes ya no tuviese interés en nada de lo que Idhún pudiese ofrecerle, puesto que tenía, por fin, un mundo para él y sus criaturas. Un mundo por el cual no tendría que luchar.

—>¿Quién... qué es? —murmuró Jack, estremeciéndose.

«El Séptimo dios», dijo Christian.

Alsan seguía manteniendo la Puerta abierta, sujetando con fuerza a Sumlaris, que le transmitía fuertes pulsaciones de energía, como descargas eléctricas que eran cada vez más dolorosas. Sin embargo, en ningún momento se le ocurrió soltarla. Una parte de él encontraba extraña la idea de estar cubriendo la retirada a los sheks, los hijos del Séptimo, el dios al que le habían enseñado a odiar. Y seguía sin apreciar a aquellas criaturas, seguía siendo leal a los Seis. Pero también sentía que había cometido un error, un terrible error, que podía costarles la vida a todos. Todo aquel caos, toda aquella destrucción... la caída de más de un centenar de dragones artificiales, arrastrados por el poder de los elementos como si fuesen frágiles hojas al viento... había sido culpa suya. Si ayudando a los sheks a escapar podía detener todo aquello..., tenía que intentarlo.

Mientras las sombras sinuosas de los sheks se deslizaban, una tras otra, a través de la Puerta, percibió una sombría presencia a su lado y se estremeció sin saber por qué. Sin embargo, no pudo ver nada: la luz de Irial era tan intensa que lo obligaba a mantener los ojos cerrados.

—>Buena essspada —comentó una voz siseante a su lado; había algo en ella que hizo que el estómago se le retorciera de puro terror; apretó los dientes e hizo un soberano esfuerzo de voluntad para seguir sosteniendo a Sumlaris—. Un arma legendaria que abssorbe la energía de la Puerta y ssse convierte en un puente entre ambos mundos. En cuanto la sssueltes, la Puerta ssse cerrará.

Alsan no fue capaz de responder. Estaba paralizado de miedo.

Assher tampoco dijo nada más. En aquel momento, el último shek cruzó a través de la Puerta. El szish sonrió.

—>Adiósss, ssangrecaliente —dijo simplemente.

Y cruzó la Puerta él también, apenas unos instantes antes de que los Seis descargaran todo su poder contra el lugar por el que se les habían escapado el Séptimo y sus criaturas. Alsan solo tuvo tiempo de retirar su espada y ver cómo la Puerta se cerraba tras los sheks, y entonces toda la ira de los dioses cayó sobre él.

En aquel mismo instante, las montañas se estremecieron y se derrumbaron, y todos los volcanes de la cordillera entraron en erupción; un impetuoso torrente de agua inundó el desfiladero, con increíble violencia, y brotes de espinos cubrieron todas las paredes, como tentáculos siniestros. Se oyó, de nuevo, el aullido de un furioso huracán. Después hubo un intensísimo rayo de luz...

Y la Puerta estalló con increíble violencia.

Y después, el silencio.

Lentamente, las aguas bajaron, y las montañas dejaron de temblar. La luz se apagó. Por fin se hizo de noche, la temperatura volvió a ser agradablemente fresca y el aire se calmó. Poco a poco, las plantas dejaron de crecer.

Después de un largo rato, que le pareció eterno, Jack abrió los ojos. Aún llegó a ver cómo se desvanecía la burbuja de energía que los había protegido de la furia de los elementos. Una parte de su mente se preguntó si todo aquello no sería más que un mal sueño. Entonces algo se removió entre sus brazos y le exigió atención con un sonoro llanto. El joven volvió a la realidad y sentó a Saissh sobre sus rodillas, tratando de calmarla.

Miró a su alrededor, y vio a Victoria echada de bruces sobre Christian. El báculo yacía en el suelo, cerca de ella.

—>¿Victoria? —murmuró—. ¿Estás bien?

Ella abrió los ojos y lo miró, un poco aturdida. Christian despertó de pronto y, en un movimiento reflejo, alargó la mano en busca de su espada. Se relajó un tanto al verlos.

—>¿Qué ha ocurrido? —murmuró el shek—. Me ha parecido que nos han pasado seis dioses por encima, y seguimos vivos. ¿Cómo es posible...?

Victoria sacudió la cabeza y se incorporó un poco.

—>Yo... fue todo muy rápido. Los dioses se lanzaron sobre nosotros y utilicé el báculo para crear un escudo de protección... jamás pensé que funcionaría.

Christian frunció el ceño, pensativo.

—>Cualquier cosa que hagas con el báculo funcionará mejor cuanta más energía puedas utilizar. Ha canalizado toda la energía de los dioses. Tenía que ser un escudo a prueba de todo.

Victoria se incorporó, con cuidado. Palpó su abdomen con delicadeza. Sintió a su hijo moviéndose dentro de ella.

—>Aún está vivo —murmuró, con lágrimas de alivio—. No puedo creerlo. Después de todo lo que ha pasado... aún está vivo.

Jack sonrió, también enormemente aliviado. La estrechó entre sus brazos. De pronto, ella alzó la cabeza, con la cara congelada en una mueca de horror.

—>Alsan... no.

—>¿Qué pasa con Alsan? —preguntó Jack, con el corazón en un puño.

—>Traté de extender el escudo también hacia él, pero estaba demasiado lejos. No sé... no sé si llegué a tiempo.

Jack dejó a Saissh en el suelo, se puso en pie de un salto y vociferó:

—>¡Alsan! ¿Me oyes?

Solo el
eco
 le devolvió sus palabras. Una leve brisa sacudió el pelo y el rostro de Jack, pero él apenas lo notó. Corrió de un lado a otro, saltando charcos y trepando por encima de las rocas, llamando a Alsan una y otra vez, mientras Victoria hundía el rostro entre las manos y se echaba a llorar suavemente. Christian la abrazaba, tratando de consolarla, mientras Saissh, agotada, se acurrucaba en un rincón y caía profundamente dormida.

Jack siguió buscando a Alsan, incansablemente, hasta que las luces del primer amanecer tocaron la cresta del desfiladero. Se negaba a creer que hubiesen perdido a Alsan y, sin embargo, la lógica acabó por imponerse: nadie habría podido sobrevivir a aquello.

Con un nudo en el estómago, regresó junto a Christian y Victoria. Seguían abrazados. Ambos tenían un aspecto lamentable; estaban agotados, pero, sobre todo, parecían perdidos y asustados. Jack los miró, desolado. También él se sentía así.

Victoria alzó la cabeza hacia él. Cruzaron una larga mirada de entendimiento.

Jack se derrumbó. Se arrodilló junto a Victoria y la abrazó él también. Enterró la cara en su hombro y lloró, como la noche en que se conocieron, allá, en Limbhad; lloró por el amigo perdido, por Alsan, rey de Vanissar, que había muerto por ayudar a salvar el mundo, que se había sacrificado para enmendar su terrible error. Por Alsan, rey de Vanissar, en cuyo pecho había latido el corazón de un héroe.

Se quedaron allí, los tres, largo rato, sin moverse, abrazados, como una piña. El mundo les parecía sorprendentemente tranquilo y vacío. Todavía no se acostumbraban al silencio, a la sensación de que todo había terminado, de que, por fin, podrían descansar.

El Séptimo y los sheks habían huido a otro mundo. Los Seis ya no tenían nada que hacer en Idhún, por lo que habían regresado a su dimensión.

El mundo volvía a pertenecer a los mortales.

XIV

Nacimiento

Era muy tarde cuando uno de los novicios sacó a Ha-Din de la cama para comunicarle que dos desconocidos querían verle. El celeste captó el desconcierto del joven, su inquietud, y se apresuró a vestirse y a acudir al encuentro de los recién llegados.

Cruzó con rapidez los pasillos del Oráculo de Awa, formados por troncos de árboles vivos, que se entrelazaban entre sí para formar un edificio sorprendentemente vital. Tenía una sospecha acerca de quiénes podían ser los visitantes, a pesar de que hacía casi un mes que nadie tenía noticias de ellos. Desde el día en que la furia de los dioses se había desatado sobre Idhún, y las serpientes habían desaparecido misteriosamente.

Había costado mucho volver a la normalidad. Centenares de muertos, ciudades enteras destrozadas, multitud de damnificados. No había mucha gente en Idhún que creyese realmente que todas aquellas catástrofes habían sido directamente provocadas por los dioses, pero los que lo sabían, y lo aceptaban, renegaban de ellos. Ha-Din sabía que se acercaban tiempos difíciles para ambas Iglesias y, no obstante, él todavía tenía fe. Era cierto que los dioses no habían resultado ser los padres sabios y comprensivos que había creído, pero, aun así, no podía evitar admirarlos y adorarlos por su grandeza. Los dioses eran la vida y la muerte, los dioses eran el mundo, los dioses lo eran todo. Y la existencia era a menudo caótica y cruel, y la vida podía parecer a veces injusta y sin sentido. Pero, pese a ello, la mayor parte de los mortales agradecían estar vivos y luchaban por seguir en el mundo, por cada segundo de existencia. Y por eso Ha-Din seguía agradeciendo a los dioses, aunque ellos jamás escucharían su voz. Ellos no solo habían creado el mundo; ellos
eran
el mundo. Un mundo imperfecto, un mundo que seguía sus propias reglas, un mundo en el que los mortales solo eran una pieza más, pero un mundo, al fin y al cabo. Ha-Din se sentía parte de ese mundo, y no le importaba que este no girase a su alrededor. Daba gracias, simplemente, por existir en él.

Llegó por fin al pórtico, formado por dos gigantescos árboles cuyas ramas se trenzaban entre sí, formando un delicado techo en forma de arco apuntado. Al pie de uno de los troncos lo aguardaba la pareja.

Se habían retirado a un rincón en sombras y ocultaban sus rostros bajo las capuchas de sus capas de viaje, pero Ha-Din los reconoció.

Se volvió hacia el novicio.

—Gracias, puedes retirarte. Yo mismo los acompañaré a las habitaciones de invitados.

El Padre Venerable tenía fama de ser un anfitrión amable y atento, por lo que el muchacho no pareció sorprenderse. Inclinó la cabeza y los dejó a solas.

El joven inició la conversación:

—Lamentamos venir a estas horas, y sentimos molestar, pero es que...

—...Es que no sabíamos a dónde ir —completó ella.

Ha-Din la miró. Percibió su inquietud, su miedo, su angustia..., y su cansancio.

—Seguidme —dijo—, os buscaré una habitación apartada. Hablaremos allí.

Parecieron aliviados. Ha-Din los guió a través del Oráculo, y no se le escapó que la muchacha caminaba con dificultad, apoyándose en su compañero, y que se detenía a menudo a descansar. Cuando entraron en la habitación, entre los dos la llevaron con cuidado hasta el lecho, un enorme hongo de aspecto gomoso. Ella suspiró, y, cuando se aseguró de que la cortina de hojas estaba echada, se retiró la capucha de la cara. Estaba pálida y sudorosa.

—¿Ha comenzado ya? —preguntó Ha-Din.

—Hace un rato —dijo Jack, quitándose la capa—. Hacía tiempo que habíamos decidido venir aquí cuando fuese el momento, pero no hemos sido lo bastante rápidos. Calculamos mal el tiempo, supongo.

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