Authors: Laura Gallego García
Christian no la escuchaba. Con un chillido de ira, alzó el vuelo en dirección a los dragones que se acercaban por el horizonte. En aquel momento atendía a otro de los mandatos de su diosa, el que decía que, si había un dragón cerca, los sheks tenían que luchar.
Gerde trató de detenerlo, pero era tarde: Christian ya se alejaba en dirección a Jack, que volaba hacia los dragones artificiales, con la esperanza de interceptarlos. Sobre su lomo montaban Alsan y Victoria. Gerde podría haberlos matado a todos en un solo instante, pero la Puerta se estaba cerrando. Con un suspiro exasperado, se ocupó de ella y volvió a abrirla al máximo, para que los sheks pudiesen seguir atravesándola.
Podría ocuparse de ambas cosas a la vez. Podía mantener abierta la Puerta y, al mismo tiempo, desatar su poder contra los dragones. Pero, en tal caso, correría el riesgo de llevarse por el camino a todos sus sheks. No; debía controlar aquel poder si quería que sólo afectase a los dragones, y para ello necesitaba concentración: no podía dividir su atención entre aquella Puerta y sus enemigos.
No había tiempo para ocuparse de los dragones. La Puerta era mucho más importante.
En aquel momento, el suelo volvió a temblar bajo sus pies. A lo lejos, retumbó una montaña.
Gerde fue consciente entonces de que había demasiada luz, una luz que no era natural: hacía mucho rato que se había puesto el último sol, y las lunas debían brillar pálidamente en un cielo nocturno. Pero la luz las eclipsaba.
Una ráfaga de aire sacudió sus ropas. Un nuevo aviso.
El hada cerró los ojos un momento y transmitió a los sheks la orden de que se dieran prisa. «Está bien», pensó. «La nueva generación de serpientes no va a necesitar el odio en un mundo sin dragones. Sobrevivirán aquellos que sean capaces de cruzar la Puerta. Los que se queden atrás porque no fueron capaces de dominar su instinto, morirán».
Bien mirado, no era tan mala idea. Los sheks entretendrían a los dragones y le darían un poco más de margen. Y como los Seis no tardarían en hacer acto de presencia, de todas formas no tendría tiempo de llevárselos a todos consigo.
Alsan todavía no daba crédito a lo que veía. Todo el ejército de los Nuevos Dragones estaba allí, dispuesto a iniciar una batalla contra los sheks.
—>¿Cómo diablos han llegado hasta aquí? —se preguntó en voz alta.
—>Tú estabas preparando un gran ataque contra Gerde y los suyos —le recordó Victoria.
—>¡Pero nunca di la orden de...! —se interrumpió de pronto, entendiéndolo—. Covan —murmuró—. Teníamos que atacar hoy, y él lo sabía.
—>¡Maldita sea! —estalló Jack—. ¡Distraerán a los sheks e interferirán en su partida! ¡Por no hablar de la llegada de los Seis! ¡Los van a matar a todos!
—>Eso si Gerde no los mata primero —murmuró Victoria, sombría.
Alsan empezó a agitar los brazos como un loco, y a gritar a los dragones que dieran la vuelta. Victoria dudaba que pudieran escucharlo. Percibió, de pronto, una presencia familiar tras ella, y se giró sobre el lomo de Jack, para mirar a una serpiente que había levantado el vuelo y acudía hacia ellos. Alsan también la vio.
—>¡Jack, alerta! —exclamó, pero Victoria interrumpió:
—>Tranquilos, es Christian.
Inmediatamente, la voz del shek inundó sus mentes.
«¿Por qué habéis venido? ¿Os habéis vuelto locos?».
«Queríamos...», empezó Jack, pero de pronto se detuvo, confuso. Era cierto que no sabía muy bien por qué razón habían acudido allí. ¿Para ayudar a Gerde? ¿Y cómo pensaban defenderla de los dioses?
«Teníamos que sacarte de aquí», pensó Victoria. Christian se sintió conmovido al detectar que la preocupación de ella era genuina. No obstante, les respondió:
«No vuelvas a poner en peligro la vida de tu hijo por mí. Tenías razón al decir que eres libre de tomar tus propias decisiones y elegir si quieres arriesgarte o no, pero ahora tienes que pensar también en él».
Victoria calló, sorprendida. Era cierto que no había pensado en su bebé al acudir allí. Y, lo que era también sorprendente, Jack tampoco.
Y fue él quien lo entendió.
«No hemos tomado la decisión nosotros», comprendió. «Los dioses nos han convocado a la última batalla. Hemos venido aquí para pelear contra los sheks, nos guste o no... de la misma forma que, en su día, no tuvimos más opción que luchar contra Ashran».
«Bien», dijo Christian, tras un momento de silencio. «Eso puedo entenderlo. Pero, ¿qué hacen estos dragones aquí? ¿También han sido convocados por los dioses?».
«No», respondió Victoria. «Por lo visto ha sido un error»
Los ojos tornasolados del shek se clavaron en Alsan, acusadoramente.
«¿Y qué haces
tú
aquí?».
«No hay tiempo para eso», pensó Jack. «Tenemos que detener a los dragones y hacer que se vayan de aquí...»
No tuvo ocasión de seguir hablando. De pronto, los sheks que habían partido al encuentro de los dragones artificiales los alcanzaron y se lanzaron contra ellos, locos de odio. Estaba claro que nada olía más a dragón que un dragón de carne y hueso.
—>¡Maldita sea! —exclamó Jack, sintiendo que el instinto despertaba en él de nuevo, hambriento y feroz, y le instaba a responder a la provocación.
—>¡Es el dragón! —exclamó Denyal, perplejo—. ¡El de verdad!
—>Y Alsan y el unicornio van con él —añadió Tanawe—. ¿Qué es lo que pretenden?
—>Se han unido a nosotros —dijo el piloto, jubiloso—. ¡Yandrak va a guiarnos en la última batalla!
Se sintieron muy aliviados de pronto. Por muy orgullosa que estuviese Tanawe de sus dragones artificiales, la presencia de Yandrak tenía un significado simbólico que aquellos artefactos jamás alcanzarían. Por otra parte, habían visto a uno de sus compañeros desintegrarse ante sus ojos sin ninguna razón ni causa aparente, y estaban nerviosos y asustados.
No obstante, Tanawe no estaba convencida.
—>Tenía entendido que ella estaba embarazada —murmuró—, o al menos, eso había oído.
—>¿Y? —preguntó su hermano.
—>Una mujer embarazada no acude a luchar a una guerra. Da la sensación... Mira, Alsan nos está haciendo señas. Es otra cosa la que pretenden.
Denyal abrió la boca para contestar, pero no hubo tiempo. Todos vieron cómo, en aquel momento, los sheks los alcanzaban y se abatían todos sobre Jack, ignorando a los demás.
—>¡Tenemos que ayudarlo! —exclamó el piloto, y, lanzando un grito de guerra, maniobró para llevar a su dragón al encuentro de Yandrak.
Todos los Nuevos Dragones lo siguieron.
Christian se detuvo en el aire, confuso.
No sabía qué hacer. Los sheks y los dragones pronto chocarían en el aire, y Jack estaba en medio... con Victoria. Si era lo bastante inteligente, huiría de la confrontación y se alejaría de los sheks. Pero, por desgracia, no se trataba de una cuestión de inteligencia: el instinto podía obligar a Jack a perder todo rastro de sensatez, y poner en peligro, con ello, la vida de Victoria.
También él deseaba luchar, lo deseaba con toda su alma. Y eso resultaba un problema. Podía tratar de reprimir el instinto, pero, si lo hacía, el otro mandato de Gerde, el que lo obligaba a ayudarla a mantener abierta la Puerta, cobraría fuerza, y no tendría más remedio que regresar. Y si ayudaba a Gerde con la Puerta, dejándole las manos libres, nada le impediría destruir a todos los elementos molestos: dragones artificiales, dragones de verdad, unicornios, humanos y algún shek que estuviera demasiado cerca de sus enemigos.
Luchó contra sí mismo durante unos instantes, sin saber qué hacer, y entonces optó por aferrarse a la parte de su alma que aún le pertenecía.
Llegó hasta la mente de Victoria a través del anillo, y la llamó, con tranquilidad. Cuando la muchacha respondió, Christian se aferró a ella, deslizando un par de tentáculos de su conciencia hasta la mente de ella, libre del odio ancestral. Victoria entendió muy bien el dilema de Christian y, aunque estaba ocupada manejando el báculo para mantener alejadas a las serpientes, acogió a la mente del shek en la suya, como a un ladrón perseguido que llamase a las puertas de un santuario.
Christian se esforzó, de nuevo, por controlar el odio. La orden de Gerde seguía resonando en cada rincón de su ser, pero ahora sonaba más lejana, y pudo permitirse el lujo de ignorarla.
«Tenemos que sacar a Jack de ahí», le dijo a Victoria.
El joven dragón se debatía también entre el odio que le inspiraban los sheks, que lo hostigaban sin piedad, y el deseo de escapar de aquella locura y buscar un lugar seguro para Victoria. La llegada de los Nuevos Dragones, que arremetieron contra los sheks, lo alivió un poco, pero no demasiado. Seguía teniendo enemigos contra los que pelear, y los tenía demasiado cerca.
Entonces percibió la llamada de Christian en su mente.
«Jack, sal de ahí».
«Lo intento», pensó él, con desesperación, mientras exhalaba una nueva llamarada contra un shek que se había aproximado demasiado. De momento se contentaba con mantenerlos a raya, porque sabía que si llegaba a enzarzarse en una lucha cuerpo a cuerpo, Alsan y Victoria no sobrevivirían. Eran demasiado frágiles, comparados con aquellas soberbias criaturas.
«No lo intentes, hazlo», ordenó Christian.
Le transmitió, de pronto, un torrente de imágenes de Victoria, recuerdos fragmentarios en los que se apreciaba el rostro de la muchacha, su sonrisa, el brillo de sus ojos. Llenó la mente de Jack de Victoria, Victoria, Victoria, y el dragón jadeó al principio, confuso, pero pronto no fue capaz de pensar en nada más. Vio el puente que Christian le tendía y aprovechó aquel instante para lanzarse hacia él y cruzarlo. Con un soberano esfuerzo de voluntad, batió las alas y se elevó un poco más, para librarse de sus perseguidores. Una violenta ráfaga de viento le quitó a los sheks de encima, y Jack, tras dar algunos bandazos en el aire, descendió como pudo.
Se reunieron los cuatro en tierra firme. Christian recuperó su forma humana y se vio casi ahogado por el intenso abrazo de Victoria. Jack se metamorfoseó también y alzó la cabeza hacia el cielo, un cielo anormalmente claro, tanto, que hacía daño a los ojos. Justo sobre ellos, dragones artificiales y serpientes aladas se habían enzarzado en una lucha sin cuartel. Algunos de los sheks les lanzaban miradas envenenadas; sabían que Jack era el dragón auténtico, su instinto se lo decía, pero en aquel cuerpo humano no resultaba tan interesante.
—>Hemos llegado tarde —murmuró, desanimado—. No creo que haya nada que podamos hacer.
El viento soplaba cada vez con más fuerza. Además, ahora que estaban en tierra firme percibían con claridad el temblor del suelo. De nuevo retumbó otra montaña, escalofriantemente cerca.
Los cuatro se volvieron hacia todas partes, inquietos, buscando señales de los otros dioses. Percibían vagamente la lejana presencia de Wina, porque los pocos parches de tierra que había entre las rocas se estaban cubriendo de vegetación, y porque el árbol de Gerde parecía estar creciendo. Pero le costaría mucho tiempo abrirse paso por la estéril roca de las montañas.
También notaron que hacía más calor. Y Victoria señaló un torrente que caía por un desfiladero cercano; antes no había sido más que un hilillo de agua, pero ahora parecía haber aumentado inexplicablemente su caudal. Se miraron unos a otros: incluso la diosa Neliam sería capaz de llegar hasta allí, remontando el curso de los ríos de Celestia.
Christian se volvió hacia el lugar donde Gerde mantenía abierta la Puerta interdimensional. Los sheks seguían cruzándola, uno tras otro, pero había algo extraño en la figura del hada. Parecía iluminada, como si hubiesen proyectado un foco de luz sobre ella.
—>No —entendió de pronto—. La han encontrado.
Echó a correr hacia ella. Los otros tres se quedaron un momento quietos, sin saber qué hacer.
Entonces, la luz se hizo más intensa y todos tuvieron que cubrirse los ojos. Victoria lanzó una exclamación consternada, pero reaccionó rápido. Alzó el báculo y empezó a absorber la luz, creando un círculo de oscuridad en torno a ella.
—>¡Venid! —dijo, y Alsan y Jack se refugiaron a su lado. Victoria lanzó una mirada angustiada a Christian, que aún corría, a trompicones, hacia Gerde. Sintió que el poder de los dioses volvía a recorrer su cuerpo, llenándolo de energía, pero el báculo absorbía buena parte de esa energía, y decidió que no se marcharía, que aguardaría a Christian hasta el final.
En el aire, la batalla era un caos. Sheks y pilotos de dragones habían quedado deslumbrados por la luz de Irial y volaban a ciegas. Pero, mientras los dragones no tenían ningún punto de referencia, los sheks se dejaban llevar por el instinto y localizaban fácilmente a sus enemigos. Confusos, los dragones trataban de buscar una vía de escape; los sheks, en cambio, seguían arremetiendo contra ellos, a pesar del viento huracanado que los zarandeaba, a pesar de la luz que los cegaba. Los sheks no podían dejar de luchar.
Gerde seguía manteniendo la Puerta abierta. Era consciente de que los dioses ya la habían encontrado. «Tengo que cruzar», se dijo. Solo un instante, cruzaría al otro lado y escaparía de allí, y nadie podría ya alcanzarla. Dejaría atrás a todos los sheks que no habían traspasado la Puerta aún, pero...
Percibió a Christian corriendo hacia ella, pero no fue eso lo que la distrajo, sino un potente llanto infantil y la voz angustiada de Assher, que estaba junto a ella, sosteniendo a Saissh entre sus brazos y tratando de protegerla del viento y de la luz.
—>¡Mi señora! —dijo el muchacho, gritando para hacerse oír por encima del vendaval—. ¿Qué está pasando?