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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

Papá Goriot (31 page)

»Cuando se ama para siempre, uno puede ayudar al otro, y puedo aceptar este regalo. Por otra parte, llegaré adonde me he propuesto llegar, por supuesto, y podré devolverlo todo centuplicado. No hay en esta relación crimen que pueda hacer fruncir el ceño a la virtud más severa. ¡Cuántas personas honradas contraen relaciones parecidas! No engañamos a nadie, y lo que nos envilece es la mentira. Mentir, ¿no es acaso abdicar? Desde hace tiempo se ha separado de su marido. Por otra parte, yo le diré a ese alsaciano que me ceda una mujer a la que él le es imposible hacer dichosa».

La lucha de Rastignac duró un buen rato. Aunque la victoria hubiera de ser para las virtudes de la juventud, sin embargo, por una invencible curiosidad, hacia las cuatro y media, al caer la tarde, fue a Casa Vauquer, que él se proponía abandonar para siempre. Quería saber si Vautrin estaba muerto. Después de haber tenido la idea de administrarle un vomitivo, Bianchon había hecho llevar a su hospital las sustancias devueltas por Vautrin, con objeto de analizarlas químicamente. Al ver la insistencia de la señorita Michonneau por conseguir que tales sustancias desaparecieran, sus dudas se aclararon. Por otra parte, Vautrin se restableció demasiado pronto para que Bianchon no supusiera algún complot tramado contra el alegre tipo de la pensión. En el momento en que Rastignac regresó, Vautrin se hallaba, pues, de pie junto a la estufa, en el comedor. Atraídos más pronto que de costumbre por la noticia del duelo de Taillefer hijo, los huéspedes, ansiosos por conocer los detalles del asunto y la influencia que éste había tenido en el destino de Victorina, hallábanse reunidos, menos papá Goriot, y comentaban aquella aventura. Cuando entró Eugenio, sus ojos se encontraron con los del imperturbable Vautrin, cuya mirada penetró tan adentro en su corazón y agitó en él tan intensamente algunas cuerdas malas, que se estremeció.

—Bien, hijo mío —le dijo el presidiario evadido—. Según estas damas, he sostenido victoriosamente un ataque capaz de matar a un buey.

—¡Ah!, bien podéis decir un toro —exclamó la viuda Vauquer.

—¿Acaso os habría de molestar el verme con vida? —dijo Vautrin al oído de Rastignac, cuyos pensamientos creyó adivinar.

—A fe mía —dijo Bianchon—, la señorita Michonneau hablaba anteayer de un señor apodado Burla-la-Muerte; ese mote os cuadraría muy bien.

Estas palabras produjeron en Vautrin el efecto del rayo: palideció y se tambaleó; su mirada magnética cayó como un rayo de sol sobre la señorita Michonneau, la cual se sintió anonadada por aquel fuerte chorro de voluntad. La solterona se dejó caer sobre una silla. Poiret avanzó vivamente entre ella y Vautrin, comprendiendo que la mujer estaba en peligro, hasta tal punto se volvió ferozmente significativa la cara del presidiario al deponer la máscara benigna bajo la cual ocultaba su verdadera naturaleza. Sin comprender nada aún de aquel drama, todos los huéspedes quedaron estupefactos. En aquel momento oyéronse los pasos de varios hombres y el ruido de unos fusiles que unos soldados hicieron resonar por el pavimento de la calle. En el momento en que Collin buscaba maquinalmente una salida, mirando las ventanas y las paredes, cuatro hombres aparecieron a la puerta del salón. El primero era el jefe de la policía de seguridad; los otros tres eran oficiales de paz.

—En nombre de la ley y del rey —dijo uno de los oficiales, cuyas palabras fueron cubiertas por un murmullo de asombro.

Pronto reinó el silencio en el comedor; los huéspedes se separaron para dar paso a tres de aquellos hombres, todos los cuales apoyaban la mano en el bolsillo lateral, donde llevaban una pistola cargada. Dos gendarmes que seguían a los agentes ocuparon la puerta del salón y otros dos aparecieron en la de la escalera.

Los pasos y los fusiles de varios soldados resonaron en el pavimento guijarroso que bordeaba la fachada. Toda esperanza de huida duele, pues, impedida a Burla-la-Muerte, sobre el cual se posaron irresistiblemente todas las miradas. El jefe fue directamente hacia él; le dio en la cabeza una manotada tan violentamente aplicada que le hizo saltar la peluca y devolvió a la cabeza de Collin todo su horror. Acompañadas de unos cabellos rojo ladrillo y cortos, que les daban un espantoso carácter de fuerza mezclada con astucia, aquella cabeza y aquella cara, en armonía con el busto, fueron inteligentemente iluminados como si los fuegos del infierno los hubieran encendido. Todos comprendieron por entero a Vautrin, su pasado, su presente, su futuro, sus doctrinas implacables, la religión del placer, la majestad que le daban el cinismo de sus pensamientos, de sus actos, y la fuerza de su organismo adaptado a todo. La sangre se le subió al rostro y sus ojos brillaron como los de un gato montés. Dio un brinco con un movimiento tan enérgico, dio tales rugidos, que arrancó gritos de terror a todos los huéspedes de la pensión. Ante este gesto de león, y apoyándose en el clamor general, los agentes sacaron las pistolas. Collin comprendió el peligro que corría y dio de pronto la prueba del más alto poder humano. ¡Horrible y majestuoso espectáculo! Su fisonomía ofreció un fenómeno que no puede compararse más que con el de la caldera llena del vapor que levantaría montañas y que disuelve en un abrir y cerrar de ojos una gota de agua fría. La gota de agua que enfrió su cólera fue una reflexión rápida como el relámpago. Sonrió y miró su peluca.

—No te encuentras en tus días de cortesía —díjole al jefe de la policía de seguridad. Y tendió sus manos a los gendarmes, llamándoles con un gesto—. Señores gendarmes, ponedme las esposas. Tomo por testigo a las personas presentes de que no ofrezco resistencia.

Un murmullo de admiración, arrancado por la presteza con que la lava y el fuego salieron y volvieron a entrar en aquel volcán humano, resonó en la sala.

—Vamos, desnúdate —le dijo el hombre de la callejuela de Santa Ana, con aire de desprecio.

—¿Por qué? —dijo Collin—. Aquí hay damas. Yo no niego nada, y me entrego.

Hizo una pausa y miró a la concurrencia como un orador que se dispone a decir cosas sorprendentes.

—Escribid, papá Lachapelle —dijo dirigiéndose a un vejete de cabello blanco que se hallaba sentado en el extremo de la mesa, después de haber sacado una cartera— el proceso verbal del arresto. Reconozco ser Jacques Collin, llamado Burla-la-Muerte, condenado a veinte años de presidio; y acabo de demostrar que no he robado mi sobrenombre. Si hubiera levantado la mano —dijo a los huéspedes— esos tres matones habrían derramado toda mi sangre sobre el suelo de la señora Vauquer. Esos tipos saben preparar bien las emboscadas.

La señora Vauquer experimentó un gran malestar al oír estas palabras.

—¡Dios mío!, es como para ponerse enferma. ¡Pensar que ayer estaba yo con él en la Gaîté! —dijo a Silvia.

—Vamos, mamá —repuso Collin—. ¿Acaso es una desgracia haber ido ayer conmigo al teatro? —exclamó—. ¿Sois vos mejor que nosotros? Nosotros tenemos menos infamia en la espalda que vosotros en el corazón, miembros podridos de una sociedad gangrenada: el mejor de entre vosotros no sería capaz de resistirme. —Sus ojos se posaron en Rastignac, a quien dirigió una amable sonrisa que contrastaba singularmente con la ruda expresión de su rostro.— Nuestro pequeño contrato sigue en vigor, ángel mío, en caso de aceptación, por supuesto. ¿Sabéis?

Y cantó:

Mi Fanchette es encantadora en su ingenuidad.

El presidio, con sus costumbres y su lenguaje, con sus bruscas transiciones de lo agradable a lo horrible, su espantosa grandeza, su familiaridad, su vileza, quedó de pronto representado en aquella interpelación y por aquel hombre, que ya no era un hombre, sino el tipo de toda una nación degenerada, de un pueblo salvaje y lógico, brutal y flexible. En un instante convirtióse Collin en un poema infernal en el que se pintaron todos los sentimientos humanos, menos uno solo, el del arrepentimiento. Su mirada era la del arcángel caído que siempre quiere la guerra. Rastignac bajó los ojos, aceptando aquel parentesco criminal como una expiación de sus malos pensamientos.

—¿Quién me ha traicionado? —dijo Collin paseando su terrible mirada sobre la concurrencia. Y al posarla en la señorita Michonneau—: ¡Eres tú, vieja bruja! —le dijo—. ¡Tú me has originado un falso ataque de apoplejía, curiosa! Sólo con decir dos palabras podría hacer que te cortaran el cuello dentro de ocho días. Pero te perdono, soy cristiano. Por otra parte, no eres tú quien me ha vendido. Pero ¿quién? ¡Ah, ah! Andáis rebuscando ahí arriba —exclamó al oír que los agentes de la policía judicial abrían sus armarios y se apoderaban de sus efectos—. No podréis saber nada. Mis libros de comercio están aquí —añadió dándose un golpe en la frente.— Ahora ya sé quién me ha vendido. No puede ser otro más que ese despreciable Hilo-de-Seda, ¿no es verdad? —dijo al jefe de policía—. Dentro de quince días habrás caído, aunque te hicieras custodiar por toda la gendarmería, ¿Qué le habéis dado a esa Michonnette? —dijo a los agentes—. ¿Algunos miles de escudos? Yo valía más que todo eso, Ninon averiada, Pompadour de segunda mano, Venus del Padre Lachaise. Si me hubieras prevenido, yo te habría dado seis mil francos. ¡Ah!, tú no lo sabías, vieja vendedora de carne, y yo habría tenido la preferencia. Sí, te habría dado ese dinero para evitarme un viaje que me contraría y que me hace perder dinero —decía mientras le estaban esposando—. Estos tipos van a pasearme mucho tiempo para fastidiarme. Si me enviasen en seguida a presidio, pronto me encontraría de nuevo en mis ocupaciones, a pesar de nuestros bobalicones del muelle de los Orfebres.

»Allá todos van a ponerse el alma al revés para hacer que pueda evadirse su general, este bueno de Burla-la-Muerte. ¿Hay alguno de vosotros que, como yo, posea más de diez mil hermanos dispuestos a hacer cualquier cosa por vosotros? —preguntó con orgullo—. Hay aquí algo bueno —dijo golpeándose el corazón—; yo nunca he traicionado a nadie. ¡Fíjate, bruja, míralos! —dijo dirigiéndose a la solterona—. Ellos me miran con terror, pero tú les causas náuseas. Recoge tu porción.

Hizo una pausa para contemplar a los huéspedes.

—¿Es que seréis tan estúpidos? ¿Nunca habíais visto a un presidiario? Un presidiario del temple de Collin, aquí presente, es un hombre menos cobarde que los demás, y que protesta contra las profundas decepciones del contrato social, como dice Juan Jacobo, de quien me vanaglorio de ser discípulo. En fin, yo lucho solo contra el Gobierno, con su montón de tribunales, de gendarmes, de presupuestos, y los arrollo a todos.

—¡Diantre! —dijo el pintor—, ofrece un hermoso cuadro que pintar.

—Dime, menino del señor verdugo, gobernador de la Viuda (nombre lleno de terrible poesía que los presidiarios dan a la guillotina) —añadió volviéndose hacia el jefe de la policía de seguridad—, sé buen muchacho y dime si es Hilo-de-Seda el que me ha vendido. No quisiera que pagase por otro; eso no sería justo.

En aquel momento los agentes, que todo lo habían abierto y habían hecho inventario de todo en su habitación, volvieron a entrar y hablaron en voz baja al jefe de la expedición. El proceso verbal había concluido.

—Señores —dijo Collin dirigiéndose a los huéspedes—, me van a llevar de aquí. Todos vosotros habéis sido muy amables conmigo durante mi estancia en esta casa y os quedaré reconocido por ello. Me despido de vosotros. Permitiréis que os mande higos de Provenza.

Dio algunos pasos y volvióse para mirar a Rastignac.

—Adiós, Eugenio —dijo con voz dulce y triste que contrastaba singularmente con el tono brusco de sus discursos. Si alguna vez estuvieseis en un apuro, puedes contar con un buen amigo. En caso de desgracia, acude allá. Hombre y dinero, puedes disponer de todo.

Aquel singular personaje puso bastante dosis de burla en estas últimas palabras para que sólo pudieran ser entendidas por Rastignac y por él mismo. Cuando la casa fue evacuada por los gendarmes, por los soldados y por los agentes de policía, Silvia, que frotaba con vinagre las sienes de su señora, miró a los huéspedes con aire de asombro.

—Después de todo, es un buen hombre —dijo.

Esta frase rompió el encanto que producían en cada uno de los presentes la afluencia y la diversidad de los sentimientos suscitados por esta escena. En aquel momento, los huéspedes, después de haberse examinado unos a otros, vieron de pronto a la señorita Michonneau, lívida, seca y fría como una momia, acurrucada junto a la estufa, como si quisiera ocultar la expresión de sus miradas. La antipatía que desde hacía tiempo les producía aquel rostro quedó súbitamente explicada.

Un murmullo, que por su perfecta unidad de sonido revelaba una aversión unánime, resonó de un modo sordo. La señorita Michonneau lo oyó y permaneció en el mismo sitio. Bianchon fue el primero en inclinarse hacia su vecino.

—Yo me marcho si esa mujer debe seguir comiendo con nosotros —dijo a media voz.

En un abrir y cerrar de ojos, todos ellos, menos Poiret. Aprobaron la proposición del estudiante de medicina, el cual, con el apoyo de la adhesión general, dio unos pasos hacia el viejo huésped.

—Vos que estáis especialmente relacionado con la señora Michonneau —le dijo—, habladle, hacedle comprender que debe marcharse inmediatamente.

—¿Inmediatamente? —repitió Poiret, sorprendido.

Luego se acercó a la vieja y le dijo unas palabras al oído.

—Pero es que he pagado mi estancia, y estoy aquí gracias a mi dinero, como todo el mundo —dijo lanzando una mirada de víbora a los huéspedes.

—Por eso, que no quede —dijo Rastignac—; entre todos os devolveremos el dinero.

—El caballero apoya a Collin —respondió la mujer lanzando al estudiante una mirada ponzoñosa e inquisitiva—, y no es difícil saber por qué.

Al oír estas palabras, Eugenio dio un brinco como para precipitarse sobre la solterona y estrangularla. La mirada de la mujer, cuya perfidia él comprendió, acababa de proyectar una horrible luz en su alma.

—¡Dejadla, pues! —exclamaron los huéspedes.

Rastignac se cruzó de brazos y permaneció silencioso.

—Acabemos con la señorita Judas —dijo el pintor dirigiéndose a la señora Vauquer—. Señora, si no ponéis en la calle a la Michonneau, abandonaremos vuestra barraca y diremos por todas partes que en ella sólo se encuentran espías y presidiarios. En caso contrario, guardaremos silencio sobre este hecho, que, a fin de cuentas, podría ocurrir en las mejores sociedades.

Al oír estas palabras, la señora Vauquer recobró milagrosamente la salud, se irguió, cruzóse de brazos, abrió sus ojos claros y sin aspecto de haber llorado.

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