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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

Papá Goriot (32 page)

—Pero, señor mío, ¿es que queréis la ruina de mi casa? He ahí al señor Vautrin… ¡Oh!, Dios mío —dijo, interrumpiéndose a sí misma—, no puedo evitar el llamarle por su nombre honrado. He ahí —añadió— una habitación vacía, ¿y queréis que tenga dos más para alquilar en unos meses en que todo el mundo está ya alojado?

—Señores, cojamos el sombrero y vayamos a comer a la plaza Sorbonne, en casa de Flicoteaux —dijo Bianchon.

La señora Vauquer calculó de una sola ojeada el partido más ventajoso y se acercó a la señorita Michonneau.

—Vamos, preciosa, ¿verdad que no queréis la muerte de mi establecimiento? Ya veis a qué extremo me reducen estos caballeros; volved a subir a vuestra habitación por esta noche.

—¡No, no! —gritaron los huéspedes—. Queremos que se marche ahora mismo.

—Pero es que la pobre señorita aún no ha comido —dijo Poiret en tono quejumbroso.

—Que se vaya a comer adonde le dé la gana —gritaron varias voces.

—¡Qué se vaya!

—¡Qué se larguen los espías!

—Señores —exclamó Poiret, que de pronto se elevó a la altura del valor que el amor confiere a los carneros—, respetad a una persona de su sexo.

—Los espías no tienen sexo —dijo el pintor.

—¡Vaya un buen
sexorama
!

—¡A la
callerama
!

—Señores, esto es indecente. Cuando se despide a las personas, hay que hacerlo con consideración. Hemos pagado, y por ello nos quedamos —dijo Poiret cubriéndose con la gorra y sentándose en una silla al lado de la señorita Michonneau, a quien la señora Vauquer estaba predicando un sermón.

—Vamos, pequeño, no seas malo —le dijo el pintor con aire cómico.

—Bien, si no os marcháis vosotros, nos marchamos nosotros —dijo Bianchon.

Y los huéspedes dieron unos pasos hacia el salón.

—Señorita, ¿qué es lo que queréis? —exclamó la señora Vauquer—. Estoy arruinada. No podéis quedaros aquí porque ellos van a recurrir a la violencia.

La señorita Michonneau se puso en pie.

Se marchará, no se marchará, se marchará, no se marchará. Estas palabras, dichas alternativamente, junto con la hostilidad de lo que se estaba diciendo contra ella, obligaron a la señorita Michonneau a marcharse, después de algunas estipulaciones hechas en voz baja con la patrona.

—Me voy a la casa de la señora Buneaud —dijo con aire amenazador.

—Id adonde queráis, señorita —dijo la señora Vauquer, que vio una cruel injuria en la elección que hacía de una casa con la cual rivalizaba y que, por consiguiente, le resultaba odiosa—. Id a casa de la Buneaud y os darán un vino como para hacer bailar a las cabras y unos platos comprados a los revendedores.

Los huéspedes se colocaron formando dos filas, con el más profundo silencio. Poiret miró tan tiernamente a la señorita Michonneau, mostróse tan ingenuamente indeciso, sin saber si debía seguirla o quedarse, que los huéspedes, contentos de que la señorita Michonneau se marchara, echáronse a reír mirándose unos a otros.

—¡Ji, ji! ¡Poiret! —rió el pintor.

Habiendo hecho la señorita Michonneau el gesto de tomar el brazo de Poiret, mirándole, éste no pudo resistir a la invitación y fue a prestar su apoyo a la vieja. Estallaron aplausos y hubo una explosión de risas.

—¡Bravo, Poiret!

—¡Ese viejo Poiret!

—¡Apolo Poiret!

—¡Marte Poiret!

—¡Valeroso Poiret!

En aquel momento entró un hombre que entregó una carta la señora Vauquer, la cual, después de haberla leído, desplomóse en su asiento.

—Sólo falta pegar fuego a mi casa —exclamó—. El hijo de Taillefer ha muerto a las tres. He sido bien castigada por haber deseado el bien a esas damas, en detrimento del pobre joven. La señora Couture y Victorina me piden sus efectos y dicen que se quedan a vivir en la casa del padre. El señor Taillefer permite a su hija que conserve a la viuda Couture como señorita de compañía. ¡Cuatro habitaciones vacantes, cinco huéspedes menos! —Sentóse y pareció estar a punto de llorar.— La desgracia ha entrado en mi casa.

De pronto resonó en la calle el ruido de un carruaje que se paraba.

—¡Otra desgracia! —dijo Silvia.

Goriot mostró de pronto una cara brillante y colorada, llena de felicidad, que podía hacer creer en su regeneración.

—Goriot en coche —dijeron los huéspedes—; llega el fin del mundo.

El buen hombre fue directamente hacia Eugenio, que permanecía pensativo en un rincón, y le cogió del brazo:

—Venid —le dijo con semblante alegre.

—¿Es que no sabéis lo que ocurre? —le dijo Eugenio—. Vautrin era un presidiario evadido, al que acaban de detener, y el hijo de Taillefer ha muerto.

—Bien, ¿y eso qué nos importa? —respondió papá Goriot—. Yo como con mi hija en vuestra casa, ¿comprendéis? Ella os espera. ¡Venid!

Arrastró con tanta fuerza a Rastignac por el brazo, que pareció como si lo raptase.

—¡Vamos a comer! —gritó el pintor.

Entonces todos se sentaron a la mesa.

—¡Mecachis! —dijo la gruesa Silvia—, todas las desgracias vienen hoy juntas; se me ha quemado el guiso de judías con cordero. Tanto peor; lo comeréis como esté.

La señora Vauquer no tuvo valor para decir una sola palabra al ver sólo a diez personas en lugar de dieciocho alrededor de su mesa; pero todos trataron de consolarla y alegrarla. Si al principio los externos hablaron de Vautrin y de los sucesos del día, pronto se dejaron llevar por la marcha sinuosa de la conversación y comenzaron a charlar sobre los duelos, el presidio, la justicia, las leyes que habían de ser reformadas, las prisiones. Pronto se encontraron a mil leguas de Jacques Collin, de Victorina y de su hermano. Aunque no fuesen más que diez, gritaban como veinte, y parecían más numerosos que de costumbre. Esta fue toda la diferencia que hubo entre aquella comida y la del día antes. La despreocupación habitual de este mundo egoísta, que al día siguiente había de tener otra presa que devorar en los acontecimientos cotidianos de París, fue lo que prevaleció, y la propia señora Vauquer se dejó calmar por la esperanza, que habló por boca de la gruesa Silvia.

Aquel día había de ser una especie de fantasmagoría para Eugenio, el cual, a pesar de la fuerza de su carácter y de su bondad, no sabía cómo poner orden en sus ideas. Encontróse en el coche al lado de papá Goriot, cuyas palabras revelaban una alegría insólita y resonaban en su oído como las palabras que oímos en sueños.

—Vamos a comer los tres juntos, ¡juntos!, ¿comprendéis? He aquí que hace cuatro años que no he comido con mi Delfina, con mi pequeña Delfina. La tendré conmigo toda una tarde. Estamos en vuestra casa desde esta mañana. He trabajado como un negro. Ayudaba a transportar los muebles. ¡Ah!, no sabéis cuán amable es a la mesa; veréis cómo se ocupa de mí: «Tomad, papá; comed de esto, está muy rico». Y entonces soy incapaz de comer. ¡Oh!, hace mucho tiempo que no he podido estar con ella con la tranquilidad necesaria.

—Pero —dijo Eugenio—, ¿es que el mundo está hoy al revés?

—¿Al revés? —dijo papá Goriot—. Pero si en ninguna época fue el mundo tan bien como ahora. No veo más que caras alegres por las calles, personas que se estrechan la mano y se abrazan; personas felices, como si todas ellas fuesen a comer con sus hijas.

—Me parece como si estuviera volviendo a la vida —dijo Eugenio.

—De prisa, cochero —gritó papá Goriot abriendo el cristal de delante—. Más de prisa; os daré cien sueldos de propina si en diez minutos me lleváis allí donde sabéis.

Al oír esta promesa, el cochero atravesó París con la rapidez del relámpago.

—Este cochero no sirve para nada —decía papá Goriot.

—Pero ¿adónde me lleváis? —preguntóle Rastignac.

—A vuestra casa —dijo papá Goriot.

El coche se detuvo en la calle de Artois. El buen hombre fue el primero en apearse y echó diez francos al cochero, con la prodigalidad de un hombre viudo que, en el paroxismo de su placer, no repara en nada.

—Vamos, subamos —dijo a Rastignac, haciéndole atravesar un patio y conduciéndole a la puerta de un apartamento situado en el tercer piso, en la parte trasera de una casa nueva y de bella apariencia. Papá Goriot no tuvo necesidad de llamar a la puerta. Teresa, la doncella de la señora de Nucingen, fue a abrirles. Eugenio se vio en un delicioso apartamento de soltero, compuesto de una antesala, un saloncito, un dormitorio y un gabinete con vistas a un jardín. En el saloncito, cuyos muebles y decoración podían competir con todo lo más lindo, más elegante, vio, a la luz de las bujías, a Delfina, que se levantó de un diván, junto a la chimenea, y le dijo con voz llena de ternura:

—Veo que ha sido preciso ir a buscaros, amigo mío, que no comprendéis nada.

Teresa salió. El estudiante estrechó a Delfina en sus brazos y lloró de alegría. Este último contraste entre lo que veía y lo que acababa de ver, en un día en el que tantas emociones habían fatigado su corazón y su cabeza, determinó en Rastignac un acceso de sensibilidad nerviosa.

—Yo sabía que él te amaba —dijo papá Goriot en voz baja a su hija mientras Eugenio, abatido, yacía en el diván, sin poder pronunciar una palabra ni darse cuenta de la forma en que este último golpe de varita se había producido.

—Venid a ver —le dijo la señora de Nucingen tomándole de la mano y llevándole a una habitación cuyas alambras, muebles y los menores detalles le recordaron, en proporciones más reducidas, la habitación de Delfina.

—Falta una cama —dijo Rastignac.

—Sí, señor —dijo ella ruborizándose y apretándole la mano.

Eugenio la miró y comprendió, aunque joven, todo lo que había de pudor verdadero en el corazón de una mujer que ama.

—Sois una de esas criaturas a las que es preciso adorar siempre —le dijo Delfina al oído—. Sí, me atrevo a decíroslo, puesto que nos comprendemos tan bien: cuanto más vivo y sincero es el amor, más debe ser velado, misterioso. No digamos a nadie nuestro secreto.

—¡Oh!, yo no seré nadie —dijo papá Goriot entre dientes.

—Bien sabéis que vos sois también nosotros…

—¡Ah!, he aquí lo que yo quería. No haréis caso de mí, ¿verdad? Yo iré y vendré como un espíritu bueno que está en todas partes y que sabe estar ahí sin que nadie le vea. Bien, Delfina, ¿no tenía razón al decirte: «Hay un lindo apartamento en la calle de Artois; amueblémoslo para él»? Tú no querías. ¡Ah!, soy yo el autor de tu alegría, como soy el autor de tus días. Los padres deben siempre dar para ser felices. Dar siempre, esto es lo que hace padre a uno.

—¿Cómo? —dijo Eugenio.

—Sí, ella no quería; ella tenía miedo de que la gente dijera tonterías, ¡cómo si el mundo valiera la felicidad! Pero todas las mujeres sueñan con hacer lo que ella hace…

Papá Goriot hablaba solo; la señora de Nucingen había llevado a Rastignac al gabinete, donde resonó un beso, aunque dado suavemente. Esta pieza estaba en armonía con la elegancia del apartamento, en el que, por otra parte, nada faltaba.

—¿Han adivinado vuestros deseos? —dijo volviendo al salón para sentarse a la mesa.

—Sí —dijo Eugenio—, demasiado bien. ¡Ay!, este lujo tan completo, estos bellos sueños convertidos en realidad, toda la poesía de una vida elegante, la siento demasiado para no merecerla; pero no puedo aceptarlo de vos, y aún soy demasiado pobre para…

—¡Ah!, ya empezáis a ofrecer resistencia —dijo la joven con un leve aire de autoridad burlona, haciendo uno de aquellos mohines que hacen las mujeres cuando quieren burlarse de algún escrúpulo para mejor disiparlo.

Eugenio se había interrogado a sí mismo con demasiada gravedad durante aquel día, y la detención de Vautrin, al mostrarle la profundidad del abismo en que había estado a punto de caer, acababa de corroborar demasiado bien sus sentimientos nobles y su delicadeza para que cediera a aquella acariciadora refutación de sus ideas generosas. Una profunda tristeza se adueñó de él.

—¡Cómo! —dijo la señora de Nucingen—, ¿seríais capaz de rehusar? ¿Sabéis lo que significa semejante negativa? Dudáis del porvenir, no os atrevéis a trabar relaciones conmigo. ¿Acaso tenéis miedo de traicionar mi afecto? Si me amáis…, si yo os amo, ¿por qué retrocedéis ante obligaciones tan insignificantes? Si supierais el placer que he experimentado al ocuparme de todo este piso de soltero, no vacilaríais, y me pediríais perdón. Yo tenía dinero vuestro, lo he empleado bien, y esto es todo. Creéis ser grande, y sois pequeño. Pedís mucho más… —dijo recibiendo de Eugenio una mirada de pasión— y hacéis cumplidos por tonterías. Si no me amáis, entonces no aceptéis. Mi suerte está en una palabra. ¿Habláis? Pero, padre mío, decidle, pues, algunas buenas razones —añadió volviéndose hacia su padre después de una pausa—. ¿Creéis que no soy tan pundonorosa como él?

Papá Goriot les miraba con una sonrisa, escuchando aquella graciosa querella.

—Hijo mío, os encontráis a la entrada de la vida —repuso la joven cogiendo la mano de Eugenio—; halláis una barrera infranqueable para muchas personas; una mano de mujer os aparta de esa barrera, y vos retrocedéis. Pero vos triunfaréis, haréis una brillante fortuna, el éxito se halla escrito en vuestra hermosa frente. ¿No podréis devolverme entonces lo que yo os presto hoy? Antaño, ¿no daban las damas a sus caballeros armaduras, espadas, cascos, cotas de malla, caballos, para que ellos pudieran combatir en su nombre en los torneos? Bien, Eugenio, las cosas que os ofrezco son las armas de la época, instrumentos de los que ha de servirse quien quiera llegar a alguna parte.

»¡Hermosa habitación la que ocupáis! Se parece a la habitación de papá. Veamos, ¿es que no vamos a comer? ¿Queréis entristecerme? Responded —dijo la joven cogiéndole la mano—. ¡Dios mío! Papá, haced que se decida, o salgo y no vuelvo a verle más.

—Voy a hacer que os decidáis —dijo papá Goriot, saliendo de su éxtasis—. Mi querido señor Eugenio, vais a ir a pedir dinero prestado a unos judíos, ¿verdad?

—Es preciso —dijo.

—Bien —repuso el buen hombre sacando una mala cartera de cuero, muy gastada—; me he hecho judío, he pagado todas las facturas, aquí las tenéis. No debéis ni un solo céntimo por todo lo que hay aquí. No es mucho a lo que asciende; a lo sumo, cinco mil francos. Yo os lo presto. No me diréis que no; yo no soy ninguna mujer. Me firmaréis un recibo en un trozo de papel y me los devolveréis más tarde.

Tanto los ojos de Eugenio como los de Delfina, que se miraron con sorpresa, se llenaron de lágrimas. Rastignac tendió la mano al buen hombre, el cual se la estrechó.

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