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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

Papá Goriot (38 page)

—Temía que no vinieseis —dijo la vizcondesa a Rastignac.

—Señora —respondió con voz emocionada, tomando estas palabras como un reproche— he venido para quedarme el último.

—Bien —dijo la joven cogiéndole la mano—. Vos sois quizás aquí el único en quien pueda confiar. Amigo, amad a una mujer a la que podáis amar siempre. No abandonéis a ninguna.

Cogió del brazo a Rastignac y lo condujo hacia un canapé, en el salón donde tocaba la orquesta.

—Id a ver al marqués —le dijo—. Jaime, mi ayuda de cámara, os acompañará y os dará una carta para él. Le pido mi correspondencia. Creo que os la entregará completa. Cuando tengáis mis cartas, subid a mi habitación. Me avisarán de vuestra llegada.

Levantóse para ir al encuentro de la duquesa de Langeais, su mejor amiga, que en aquel momento acababa de llegar. Rastignac partió y preguntó por el marqués de Ajuda en el hotel de Rochefide, donde había de pasar la velada, y donde le encontró. El marqués le llevó a su casa, entregó una caja al estudiante y le dijo:

—Están todas.

Pareció querer hablar a Eugenio, sea para interrogarle sobre los acontecimientos del baile y sobre la vizcondesa, sea para confesarle que ya comenzaba a estar desesperado de su boda, como lo estuvo más tarde; pero un destello de orgullo brilló en sus ojos y tuvo el deplorable valor de guardar el secreto sobre sus más nobles sentimientos.

—No le digáis nada de mí, querido Eugenio.

Estrechó la mano de Rastignac con un movimiento afectuosamente triste, y le hizo seña de que partiese. Eugenio volvió al hotel de Beauséant y fue introducido en la habitación de la vizcondesa, donde vio los preparativos de una partida. Sentóse junto a la chimenea y cayó en una profunda melancolía. Para él, la señora de Beauséant tenía las proporciones de las diosas de la Ilíada.

—¡Ah!, amigo mío —dijo la vizcondesa entrando y apoyando su mano en el hombro de Rastignac.

Vio que su prima estaba bañada en llanto, con una mano trémula y la otra levantada. La joven cogió de pronto la caja, la puso encima del fuego y contempló cómo ardía.

—¡Están bailando! Han venido todos muy puntuales, mientras que la muerte tardará en llegar. ¡Chitón!, amigo mío —dijo apoyando un dedo en los labios de Rastignac, al ver que éste se disponía a hablar—. Ya no volveré a ver París ni el mundo. A las cinco de la mañana partiré para ir a sepultarme en un rincón de Normandía. Desde las tres de la tarde me he visto obligada a hacer mis preparativos, a firmar documentos; no podía enviar a nadie a la casa de… —Se detuvo, abrumada aún por el dolor.— En tales momentos, todo es sufrimiento, y ciertas palabras son imposibles de pronunciar. En fin —prosiguió—, yo contaba con vos esta tarde para este último servicio. Yo quisiera daros una prenda de mi amistad. Me acordaré muchas veces de vos, que me habéis parecido tan bueno y tan noble, joven y cándido en medio de este mundo en que tales cualidades son tan raras. Desearía que a veces pensarais en mí. Tomad —dijo mirando en derredor—, aquí tenéis el cofrecillo en el que guardaba mis guantes. Cada vez que cogía alguno de ellos antes de ir al baile o a un espectáculo, me sentía hermosa, porque era feliz, y sólo tocaba este cofrecillo para dejar en él algún pensamiento agradable: hay mucho de mí misma ahí dentro; hay toda una señora de Beauséant que ya no existe. Aceptadlo. Procuraré que os lo lleven a vuestra casa, en la calle de Artois. La señora de Nucingen está muy bella esta noche; amadla mucho. Si no volvemos a vernos, amigo mío, estad seguro de que haré votos por vos, que tan bueno habéis sido conmigo. Bajemos; no puedo permitir que crean que estoy llorando. Tengo la eternidad delante de mí; allí estaré sola, y nadie me pedirá cuentas de mis lágrimas. Voy a dar una última mirada a este aposento.

Se detuvo. Luego, después de haber ocultado un instante sus ojos con la mano, se los secó, los lavó con agua fresca y cogió al estudiante por el brazo.

—¡Vamos! —le dijo.

Rastignac no había sentido aún una emoción tan violenta como la que le produjo el contacto de aquel dolor tan noblemente reprimido.

Al volver a entrar en el salón del baile, Eugenio dio la vuelta alrededor del mismo con la señora de Beauséant, última y delicada atención de aquella mujer tan elegante.

Pronto vio Eugenio a las dos hermanas, la señora de Restaud y la señora de Nucingen. La condesa estaba magnífica con todos sus diamantes, que, para ella eran, sin duda, ardientes. Los llevaba por última vez. Por muy fuertes que fueran su orgullo y su amor, no sostenía muy bien las miradas de su marido. Este espectáculo no era como para hacer menos tristes los pensamientos de Rastignac. Entonces, bajo los diamantes de las dos hermanas, vio el catre en el que yacía papá Goriot. Habiendo interpretado mal la vizcondesa su actitud melancólica, le retiró su brazo.

—¡Id! No quiero costaros un placer —le dijo.

Eugenio fue pronto reclamado por Delfina, satisfecha del efecto que producía y ansiosa de depositar a los pies del estudiante los homenajes que cosechaba en este mundo, en el que esperaba ser adoptada.

—¿Cómo encontráis a Nasia? —le dijo.

—Ha especulado —dijo Rastignac— hasta con la muerte de su padre.

Hacia las cuatro de la mañana, la multitud de los salones empezaba a aclararse. Pronto dejó de oírse la música. La duquesa de Langeais y Rastignac se encontraban solos en el gran salón. La vizcondesa, creyendo que sólo encontraría allí al estudiante, acudió a él después de despedirse del señor de Beauséant, el cual fue a acostarse, repitiéndole:

—Hacéis mal, querida, en ir a recluiros a vuestra edad. Quedaos con nosotros.

Al ver a la duquesa, la señora de Beauséant no pudo contener una exclamación.

—Os he adivinado, Clara —le dijo la señora de Langeais—. Partís para no volver; pero no os iréis sin haberme oído y sin que nos hayamos entendido.

Cogió a su amiga del brazo, la llevó al salón contiguo, y allí, mirándola con lágrimas en los ojos, la estrechó en sus brazos y la besó en las mejillas.

—No quiero separarme de vos fríamente, querida; sería para mí un remordimiento demasiado pesado. Podéis contar conmigo como con vos misma. Habéis sido grande esta noche, me he sentido digna de vos, y quiero demostrároslo. Me he portado mal con vos, no siempre he estado correcta; perdonadme, querida: desapruebo todo cuanto haya podido mortificaros, quisiera volver a recoger mis palabras. Un mismo dolor ha reunido nuestras almas, y no sé cuál de nosotras será la más desventurada. El señor de Montriveau no estaba aquí esta noche, ¿comprendéis? Quien os haya visto durante este baile, Clara, no os olvidará jamás. Yo estoy intentando un supremo esfuerzo. Si fracaso, ingresaré en un convento. Y vos, ¿adónde vais?

—A Normandía, a Courcelles, para amar y rezar hasta el día en que Dios se digne retirarme de este mundo. Venid, señor de Rastignac —dijo la vizcondesa con voz emocionada, pensando que aquel joven esperaba. El estudiante dobló la rodilla, cogió la mano de su prima y se la besó.

—¡Adiós, Antonia! —dijo la señora de Beauséant—, que seáis feliz. En cuanto a vos, vos lo sois, vois sois joven, podéis tener fe en todo —añadió dirigiéndose al estudiante—. Al partir de este mundo habré tenido, como ciertos moribundos privilegiados, emociones religiosas y sinceras a mi alrededor.

Rastignac se marchó hacia las cinco, después de haber visto a la señora de Beauséant en su berlina de viaje, recibiendo su último adiós empapado en lágrimas, que demostraban que las personas más elevadas no se hallan fuera de la ley del corazón y no viven sin pesares, como ciertos cortesanos del pueblo quisieran hacer creer a éste. Eugenio volvió a pie a Casa Vauquer. El tiempo estaba húmedo y frío. Su educación estaba completándose.

—No podremos salvar al pobre papá Goriot —le dijo Bianchon cuando Rastignac entró en la habitación de su vecino.

—Amigo mío —le dijo Eugenio después de haber mirado al anciano dormido—, vamos, prosigue el modesto destino al cual tú limitas tus deseos. Yo estoy en el infierno y es preciso que en él permanezca. ¡Todo lo malo que te digan del mundo, créelo! No hay Juvenal que pueda pintar su horror cubierto de oro y pedrería.

Al día siguiente, Rastignac fue despertado hacia las dos de la tarde por Bianchon, quien, obligado a salir, le rogó que vigilara a papá Goriot, cuyo estado había empeorado mucho aquella mañana.

—El buen hombre no tiene siquiera dos días de vida, quizá ni seis horas —dijo el estudiante de medicina—, y sin embargo no podemos dejar de combatir el mal. Será necesario prodigarle cuidados costosos. Seremos sus enfermeros, pero yo no tengo dinero. He vuelto del revés sus bolsillos, rebuscado en sus armarios: cero en el cociente. Le he interrogado en un momento en que aún tenía lucidez y me ha dicho que no tenía un céntimo. ¿Qué es lo que tienes tú?

—Me quedan veinte francos —respondió Rastignac—; pero iré a jugarlos; ganaré.

—¿Y si pierdes?

—Pediré el dinero a sus yernos y a sus hijas.

—¿Y si no te lo dan? —repuso Bianchon—. Lo más urgente en este momento no es encontrar dinero, sino que es preciso envolver al hombre en un sinapismo hirviente desde los pies hasta la mitad de los muslos. Si grita, habrá recurso. Ya sabes cómo se arregla esto. Por otra parte, Cristóbal te ayudará. Yo pasaré por la farmacia a responder de todos los medicamentos que allí tomemos. Es una lástima que el hombre no haya estado en condiciones de ser transportado a nuestro hospital, donde habría estado mejor atendido. Vamos, ven para que te deje aquí instalado, y no le dejes hasta que yo vuelva.

Los dos jóvenes entraron en la habitación donde yacía el anciano. Eugenio asustóse al ver el cambio de aquel rostro convulso, blanco y muy demacrado.

—¿Y bien, papá? —le dijo inclinándose sobre el catre.

Goriot levantó hacia Eugenio unos ojos vidriosos y le miró con mucha atención sin reconocerle. El estudiante no pudo resistir aquella escena y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Bianchon, ¿no habría que poner unas cortinas en las ventanas?

—No, las circunstancias atmosféricas ya no le afectan. Sería demasiado feliz si tuviera calor o frío. Sin embargo, necesitamos fuego para preparar las tisanas y otras cosas. Haré que te traigan leña. Esta noche he quemado la última que quedaba. Hacía humedad, el agua goteaba por las paredes. Apenas he podido secar la habitación. Cristóbal la ha barrido. Es realmente un establo. He quemado enebro, porque esto olía muy mal.

—¡Dios mío! —dijo Rastignac—. Pero ¿y sus hijas?

—Mira, si te pide de beber, le darás de esto —dijo el interno mostrando a Rastignac un gran jarro grande—. Si oyes que se queja y su vientre está caliente y duro, te harás ayudar por Cristóbal para administrarle… ya sabes. Si tuviera, por casualidad, una gran exaltación, si hablase mucho; si, en fin, tuviese una pizca de demencia, no hagas caso. No será ninguna mala señal. Pero manda a Cristóbal al hospicio Cochin. Nuestro médico, mi compañero o yo, vendríamos a aplicarle moxas. Esta mañana, mientras tú dormías, hemos tenido una gran consulta con un alumno del doctor Gall, con un médico jefe del Hospital y el nuestro. Esos señores han creído reconocer curiosos síntomas, y vamos a seguir los progresos de la enfermedad, con objeto de tener una idea clara de varios puntos científicos bastante importantes. Uno de esos señores pretende que la presión del suero, si fuera mayor en un órgano que en otro, podría desarrollar hechos especiales. Escúchale, pues, bien, en el caso de que hablase, con objeto de comprobar a qué género de ideas pudieran pertenecer sus frases: si se trata de efectos de memoria, de penetración, de juicio; si trata de materialidades o de sentimientos; si calcula, si vuelve sobre el pasado; en fin, procura estar en condiciones de darnos un informe exacto.

»Es posible que la invasión se efectúe en bloque, y entonces moriría imbécil como en este momento. Todo es muy extraño en esta clase de enfermedades. Si la bomba estallase por aquí —dijo Bianchon señalando el occipucio del enfermo—, hay ejemplos de fenómenos singulares: el cerebro recobra algunas de sus facultades y la muerte tarda más en declararse. Las serosidades pueden desviarse del cerebro, tomar caminos cuyo curso sólo se conoce por medio de la autopsia. Hay en los Incurables un viejo idiotizado en quien el derrame ha seguido la columna vertebral; sufre horriblemente, pero vive.

—¿Se han divertido mucho mis hijas? —dijo papá Goriot, el cual reconoció a Eugenio.

—¡Oh!, no piensa más que en sus hijas —dijo Bianchon—. Esta noche me ha dicho más de cien veces: «Ellas bailan. Ella tiene su vestido». Las llamaba por sus nombres. Me hacía llorar, ¡qué el diablo me lleve!, con sus entonaciones: «¡Delfina! ¡Mi Delfinita! ¡Nasia!». Palabra de honor —dijo el estudiante de medicina—, era para deshacerse en lágrimas.

—Delfina —dijo el anciano—. Está ahí, ¿no es verdad? Ya lo sabía.

Y sus ojos recobraron una actitud loca para mirar hacía las paredes y la puerta.

—Bajo a decirle a Silvia que prepare los sinapismos —gritó Bianchon—; el momento es propicio para ello.

Rastignac quedóse a solas con el anciano, sentado al pie de la cama, con los ojos fijos en aquella cabeza espantosa y lamentable.

—La señora de Beauséant huye y éste se muere —dijo—. Las almas hermosas no pueden permanecer mucho tiempo en este mundo. ¿Cómo podrían los grandes sentimientos aliarse, en efecto, con una sociedad mezquina, pequeña, superficial?

Las imágenes de la fiesta a la que había asistido aparecieron en su recuerdo y formaron contraste con el espectáculo de aquel lecho de muerte. Bianchon volvió a presentarse de súbito.

—Dime, pues, Eugenio, lo que ha sucedido. Acabo de ver a nuestro médico en jefe, y he regresado sin parar de correr. Si se manifiestan síntomas de razón, si habla, acuéstale sobre una larga cataplasma, de modo que le envuelvas de mostaza desde la nuca hasta los riñones, y manda llamarnos.

—Querido Bianchon… —dijo Eugenio.

—¡Oh!, se trata de un hecho científico —repuso el alumno de medicina con todo el ardor de un neófito.

—Vamos —dijo Eugenio—, yo sería, entonces, el único que cuida de este pobre viejo por afecto.

—Si tú me hubieses visto esta mañana, no dirías eso —repuso Bianchon sin ofenderse por estas palabras… Los médicos que han ejercido su profesión no ven más que la enfermedad; pero yo todavía veo al enfermo, amigo mío.

Y se marchó, dejando a Eugenio con el anciano y con el temor de una crisis que no tardó en declararse.

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