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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

Papá Goriot (41 page)

—¡Ah, ángeles míos!

Tres palabras, tres murmullos acentuados por el alma, que se exaltó.

—¡Pobre hombre! —dijo Silvia, conmovida por esta exclamación en la que se reflejaba un sentimiento supremo que la más horrible, la más involuntaria de las mentiras exaltadas por última vez.

El último suspiro de aquel padre debía ser un suspiro de alegría. Aquel suspiro fue la expresión de toda su vida. Aún se engañaba. Papá Goriot fue colocado de nuevo piadosamente en su camastro. A partir de aquel momento, su fisonomía conservó la dolorosa huella del combate que se libraba entre la muerte y la vida en una máquina que ya no tenía aquella especie de conciencia cerebral de la que resulta el sentimiento del placer y del dolor para el ser humano. No era sino cuestión de tiempo para la destrucción.

—Va a permanecer así unas horas y morirá sin que nadie se dé cuenta de ello, ni siquiera se producirá estertor. El cerebro debe hallarse completamente invadido.

En aquel momento oyóse en la escalera los pasos de una joven que subía jadeando.

—Llega demasiado tarde —dijo Rastignac.

No era Delfina, sino Teresa, su doncella.

—Señor Eugenio —dijo—, se ha producido una violenta escena entre el señor y la señora, a propósito del dinero que esta pobre señora pedía para su padre. Se ha desmayado, ha venido el médico, han tenido que hacerle una sangría, y ella gritaba: «¡Mi padre se está muriendo, quiero ver a papá!». En fin, daba unos gritos que partían el alma.

—Basta, Teresa. Aunque viniese ahora, sería inútil; el señor Goriot se ha quedado ya sin conocimiento.

—¡Pobre señor, qué gran desgracia! —dijo Teresa.

—Ya no me necesitáis, y debo ir a la cocina, pues ya son las cuatro y media —dijo Silvia, que estuvo a punto de tropezarse con la señora de Restaud en lo alto de la escalera.

Grave y terrible fue la aparición de la condesa. Miró la cama de la muerte, mal iluminada por una sola vela, y lloró al ver la máscara de su padre en la que palpitaban aún los últimos estremecimientos de la vida. Bianchon se retiró por discreción.

—No me he podido escapar antes —dijo la condesa a Rastignac.

El estudiante hizo un gesto afirmativo con la cabeza lleno de tristeza. La señora de Restaud cogió la mano de su padre y se la besó.

—¡Perdonadme, padre! Decíais que mi voz os haría salir de la tumba; pues, bien, volved un momento a la vida para bendecir a vuestra hija arrepentida. Oídme. ¡Es horrible!, vuestra bendición es la única que en adelante puedo recibir aquí abajo. Todo el mundo me odia, solamente vos me amáis. Mis propios hijos me odiarán. Llevadme con vos; os amaré, os cuidaré. Ya no oye nada, estoy loca.

Cayó de rodillas y contempló aquellos restos humanos con una expresión de delirio.

—Nada falta a mi desgracia —dijo mirando a Eugenio—. El señor de Trailles ha partido, dejando deudas enormes, y he sabido que me engañaba. Mi marido no me perdonará jamás, y lo he dejado dueño de mi fortuna. He perdido todas mis ilusiones. ¡Ay!, ¿por quién he traicionado el único corazón (en esto señaló a su padre) en el que se me adoraba? Renegué de él, lo rechacé, le he causado mil males. ¡Qué infame soy!

—El lo sabía —dijo Rastignac.

En aquel momento papá Goriot abrió los ojos, pero por efecto de una convulsión. El gesto que revelaba la esperanza de la condesa no fue menos horrible que los ojos del moribundo.

—¿Me oirá? —gritó la condesa—. No —se dijo sentándose junto al lecho.

Habiendo manifestado la señora de Restaud la intención de hacer compañía a su padre, Eugenio bajó a comer algo. Los huéspedes se hallaban ya reunidos.

—Bien —le dijo el pintor—, parece que allá arriba vamos a tener un pequeño
mortorama
, ¿no?

—Carlos —le dijo Eugenio—, creo que deberíais bromear con un tema que fuera menos lúgubre.

—Entonces, ¿es que no vamos a poder decir nada aquí? —repuso el pintor—. ¿Qué importa eso, puesto que el buen hombre, según ha dicho Bianchon, ya no tiene conocimiento?

—Bueno —dijo el empleado del Museo—, habrá muerto tal como había vivido.

—¡Mi padre ha muerto! —gritó la condesa.

Al oír este terrible grito, Silvia, Rastignac y Bianchon subieron, y encontraron a la señora de Restaud desvanecida. Después de hacer que volviera en sí, la trasladaron al coche que la estaba esperando. Eugenio la confió a los cuidados de Teresa, mandándole que la llevase a casa de la señora de Nucingen.

—¡Oh!, está bien muerto —dijo Bianchon bajando la escalera.

—Vamos, señores, a la mesa —dijo la señora Vauquer—, que la sopa va a enfriarse.

Los dos estudiantes se sentaron uno al lado del otro.

—¿Qué hemos de hacer ahora? —dijo Eugenio a Bianchon.

—Yo le he cerrado los ojos y le he dejado arreglado de un modo conveniente. Cuando el médico de la alcaldía haya comprobado la defunción que nosotros iremos a declarar, se le coserá dentro de una mortaja y se le enterrará. ¿Qué quieres que se haga con él?

—Ya no volverá a oler el pan así —dijo un huésped imitando la mueca del buen hombre.

—¡Caramba, señores! —dijo el profesor particular—, dejad a papá Goriot, y no nos lo hagáis comer más, porque lo han puesto a toda salsa desde una hora. Uno de los privilegios de la buena villa de París es el de que uno puede nacer, vivir y morir aquí sin que nadie se fije en él. Aprovechemos, pues, las ventajas de la civilización. Hoy hay sesenta muertos. ¿Queréis compadeceros de las hecatombes parisienses? Que papá Goriot haya reventado, ¡mejor para él! Si tanto le adoráis, id a hacerle compañía, y dejadnos a nosotros comer tranquilamente.

—¡Oh, sí —dijo la viuda—, mejor para él si está muerto! Parece que el pobre hombre tuvo muchas contrariedades en su vida.

Fue la única oración fúnebre de un ser que para Eugenio representaba la paternidad. Los quince huéspedes comenzaron a charlar como de costumbre. Cuando Eugenio y Bianchon hubieron comido, el ruido de los tenedores y de las cucharas, las risas de la conversación, las diversas expresiones de aquellas caras glotonas e indiferentes, su despreocupación, todo les heló de horror. Salieron para ir a buscar a un sacerdote que velase y rezase durante la noche junto al muerto. Les fue preciso medir los últimos deberes para con el buen hombre conforme al poco dinero de que podían disponer. Hacia las nueve de la noche, el cadáver fue colocado entre dos velas, en aquella habitación desnuda, y un sacerdote fue a sentarse junto a él. Antes de acostarse, habiendo pedido Rastignac informes al clérigo sobre el precio del servicio que había de hacerse y sobre el de los convoyes, escribió unas palabras al barón de Nucingen y al conde de Restaud rogándoles que enviasen a sus hombres de negocios con objeto de subvenir a todos los gastos del entierro. Les mandó a Cristóbal, luego fue a acostarse y se durmió, abrumado por la fatiga. A la mañana siguiente, Bianchon y Rastignac viéronse obligados a ir ellos mismos a dar parte de la defunción, la cual fue comprobada hacia el mediodía. Dos horas más tarde, ninguno de los dos yernos había mandado dinero, nadie se había presentado en su nombre, y Rastignac habíase visto ya obligado a pagar al sacerdote.

Habiendo pedido Silvia diez francos para amortajar al buen hombre, calcularon Eugenio y Bianchon que si los parientes del muerto no querían saber nada, apenas tendrían ellos con qué pagar los gastos. El estudiante de medicina se encargó, pues, de colocar él mismo el cadáver en un ataúd de pobre que mandó traer de su hospital, donde lo adquirió más barato.

—Hazles una jugarreta a esos truhanes —díjole a Eugenio—. Ve a comprar un terreno, por cinco años, en el Padre Lachaise, y pide un servicio de tercera clase en la iglesia y en las Pompas Fúnebres. Si los yernos y sus hijas se niegan a darte el dinero, mandarás grabar sobre la tumba: «Aquí yace el señor Goriot, padre de la condesa de Restaud y de la baronesa de Nucingen, enterrado a expensas de dos estudiantes».

Eugenio no siguió el consejo de su amigo hasta después de haber estado infructuosamente en casa del señor y la señora de Nucingen y en casa del señor y de la señora de Restaud. No pasó más allá de la puerta. Cada uno de los conserjes tenía órdenes severas.

—El señor y la señora —dijeron— no reciben a nadie; su padre ha muerto, y se hallan sumidos en el más profundo dolor.

Eugenio tenía ya bastante experiencia del mundo parisiense para saber que no debía insistir. Su corazón oprimióse de un modo extraño cuando se vio en la imposibilidad de llegar hasta Delfina.

Vended una alhaja —escribióle en la portería— y que vuestro padre sea conducido decentemente a su última morada.

Selló estas palabras y rogó al portero del barón que las entregase a Teresa, para que ésta las entregase a su vez a su señora; pero el portero entregó la nota al barón de Nucingen, el cual la arrojó al fuego. Después de efectuar todas estas diligencias, Eugenio regresó hacia las tres a la pensión, y no pudo contener una lágrima cuando vio el ataúd apenas cubierto con un paño negro y colocado sobre dos sillas, en aquella calle desierta.

Un mal hisopo, que nadie había tocado aún, se hallaba dentro de una bandeja de cobre plateado llena de agua bendita. La puerta no estaba tampoco cubierta con ningún paño negro. Era la muerte de los pobres, que no tiene lujo, ni acompañantes, ni amigos, ni parientes. Bianchon, que se vio obligado a quedarse en el hospital, había escrito unas palabras a Rastignac para informarle de lo que había hecho con respecto a la iglesia. El interno le decía que una misa resultaba demasiado cara, que había que contentarse con el servicio de vísperas, menos costoso, y que había enviado a Cristóbal con unas palabras de su parte a las Pompas Fúnebres. En el momento en que Eugenio acababa de leer las palabras escritas apresuradamente por Bianchon, vio en las manos de la señora Vauquer el medallón de oro en el que se encontraban los cabellos de las dos hijas.

—¿Cómo os habéis atrevido a coger eso? —le dijo.

—¡Pardiez! ¿Es que había de enterrarse con el muerto? —respondió Silvia—. Es de oro.

—¡Ya lo sé! —repuso Eugenio con indignación—. Por lo menos que se lleve con él lo único que pueda representar a sus dos hijas.

Cuando llegó la carroza fúnebre, Eugenio hizo destapar el ataúd y colocó religiosamente sobre el pecho del buen hombre una imagen que se refería a una época en la que Delfina y Anastasia eran jóvenes, vírgenes y puras, y no razonaban, según había dicho papá Goriot en sus gritos de agonizante. Sólo Rastignac y Cristóbal, con dos empleados de la funeraria, acompañaron al carruaje que llevaba al buen hombre a Saint-Etienne-du-Mont, iglesia poco distante de la calle Neuve-Sainte-Geneviève. Una vez estuvieron allí, el cadáver fue colocado ante una capillita baja y oscura, alrededor de la cual el estudiante buscó en vano a las dos hijas de papá Goriot o a sus maridos. Estuvo solo con Cristóbal, el cual se creía obligado a prestar los últimos servicios a un hombre que le había hecho ganar algunas buenas propinas.

Mientras estaban esperando a los dos curas, al monaguillo y al capillero, Rastignac estrechó la mano de Cristóbal sin poder pronunciar una palabra.

—Sí, señor Eugenio —dijo Cristóbal—; era un hombre bueno y honrado, que nunca dijo una palabra más alta que otra, que no perjudicaba a nadie y nunca hizo mal alguno.

Los dos curas, el monaguillo y el capillero llegaron y dieron todo lo que se puede dar por setenta francos en una época en la que la iglesia no es lo suficientemente rica para rezar gratis. Los clérigos cantaron un salmo, el
Libera
, el
De profundis
. El servicio duró veinte minutos. No había más que un solo coche para un sacerdote y un monaguillo, que consintieron en recibir con ellos a Eugenio y a Cristóbal.

—No hay comitiva —dijo el cura—; podemos ir de prisa para no llegar tarde; son las cinco y media.

Sin embargo, en el momento en que el cadáver fue colocado en el coche fúnebre, dos carruajes con escudo de armas, pero vacíos, el del conde de Restaud y el del barón de Nucingen, se presentaron y siguieron el convoy hasta el Padre Lachaise. A las seis, el cadáver de papá Goriot fue bajado a la fosa, alrededor de la cual se hallaban los criados de sus hijas, que desaparecieron con el clero tan pronto como fue dicha la breve oración pagada al buen hombre con el dinero del estudiante. Cuando los dos enterradores hubieron lanzado unas paletadas de tierra encima del ataúd para ocultarlo, se incorporaron y uno de ellos, dirigiéndose a Rastignac, le pidió la propina. Eugenio buscó en su bolsillo y no encontró nada, y viose obligado a pedirle prestados veinte sueldos a Cristóbal. Este hecho, poco importante en sí mismo, provocó en Rastignac un acceso de horrible tristeza. Caía el día y un húmedo crepúsculo irritaba los nervios. Eugenio miró la tumba y sepultó en ella su última lágrima de joven, aquella lágrima arrancada por las santas emociones de un corazón puro, una de aquellas lágrimas que, desde la tierra en que caen, vuelven a saltar hacia el cielo. Cruzóse de brazos, contempló las nubes y, al verle así, Cristóbal le dejó.

Rastignac, habiendo quedado solo, dio unos pasos hacia la parte alta del cementerio y vio París tortuosamente recostado a lo largo de las dos riberas del Sena, donde empezaban a brillar las luces. Sus ojos se clavaron casi con avidez entre la columna de la plaza de Vendôme y la cúpula de los Inválidos, allí donde vivía aquel mundo en el que había querido penetrar. Lanzó a aquel lugar una mirada que parecía querer libar la miel por anticipado, y dijo estas palabras:

—Ahora nos toca a nosotros dos.

Y como primer acto de desafío a la sociedad, Rastignac fue a comer en casa de la señora de Nucingen.

Saché, septiembre de 1834.

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