Read Paseo surreal (y otros delirios menos breves) Online

Authors: Nico Rotstein

Tags: #Fiction & Literature

Paseo surreal (y otros delirios menos breves) (5 page)

El día siguiente al cruce entre ambos personajes obstruido por cactus fue tan poco atractivo como el resto de sus días. Y estamos hablando de una falta de atracción tal que ni siquiera un verdadero semi-dios podría describir siquiera una
petit
porción de ellas de una forma que alguien en algún planeta en alguna galaxia quiera leer. Además, sería un texto que no querría ser leído; y un texto negado hacia sus lectores es bastante insalvable. Un poco de geografía:

En la Capital de la Oposición por el Vértice nadie se conocía. La autosuficiencia era una norma, ya que cuando se intentaba interactuar con otra persona, algo obstruía la visual. Y dura era la sanción para aquel obseso que se obstinara en desobstruir la obstrucción. Cada uno se valía por sí mismo para hacer todo. Imagínense por qué este párrafo está siendo escrito en uno de los pretéritos que no me acuerdo: los habitantes de la Capital de la Oposición por el Vértice fueron llevados allí por una persona mala, que encerró 117 bebés en 117 casas llenas de mamaderas llenas y alimentos no perecederos y agua. Siendo imposible la procreación, una vez que esa generación se agotó (tanto por obstinencias, abstinencias y la curiosidad, así como por la mortalidad común y corriente) la Capital d.l.O.p.e.V. quedó deshabitada.

Terminé de leer esto sólo deseando que la oposición por el vértice no se apodere de mí y el secreto. También confieso un poco de ganas por tener un cactus. Requieren poco cuidado y puede tener formas muy decorativas. Una vez vi uno que tenía forma de… no, mejor sigamos con el relato. No están leyendo para saber de las vicisitudes para con la flora que presentádoseme en la vida han. Por último, les señalo que mantengan latente el concepto recién aprendido, ya que lo necesitarán más adelante, más abajo, más tarde
{5}
.

Punto difícil número tres, continuado

Retomando: el colono que me dijo cómo hacer para cruzar semejante zanja. Zanja tan grande que seguramente debe tener un nombre más específico para referirse a. “Una cuestión de fe”, me dijo. Yo me reí. Él volvió a repetir su frase. Me reí menos y el colono me miró. Me puse serio y le pregunté qué cantidad de fe me haría posible hacer qué para cruzar la zanja. Me dijo que si alcanzaba los 300 kilotones de fe podía llegar a cruzar la zanja caminando por el aire e, incluso, admirando el paisaje. Le dije que baje un poco el tono hilarante porque la espada estaba aún en mi mano y estaba a punto de yugular
{6}
. Además, 300 kilotones no es nada fácil. Nunca llegué a creer en nada más de 50 kilotones. Y eso que era la final del torneo.

Estuve cuatro días sentado mirando al tótem que el colono me señaló como el destinatario de mi fe. No el tótem en sí, sino el Dios al cual éste representaba. Maldita figura totémica, era horrible y yo no podía hacer más que mirarla y pensar cómo hacer para aumentar mi fe. El medidor indicaba entre 15 y 17 kilotones. El medidor de fe es un medidor de presión sanguínea modificado para detectar la circulación de partículas de fe en sangre; esto es, estamos hablando de hemofecitos. Ni bien pude desligar esa palabra con hemofeítos y desendorreírme (dejar de reírme por dentro), la fe se me fue a 20-25. Bypasseé la burla, aparentemente. Basta de vocabulario científico, esto no es una revista técnica. El solo hecho de depender del tótem para cruzar ya me hacía ciertamente creyente, pero en un nivel equivalente a menos de la mitad de la final del torneo.

Luego de catorce días más contemplando el tótem, etapas de desesperación y angustia hacían que mi nivel saltara de 5 a 50. Los picos de 50 traían euforia y las fosas de 5, no sé. Euforia no. Y en esos días empecé a ver cosas. Cosas que rodeaban al tótem. El tótem levitando. El tótem jugando a las cartas con el colono. La esposa del colono (quien era soltero) ofreciéndome algo para tomar. La esposa del colono guiñándome el ojo. El tótem guiñándome el ojo. El medidor de fe guiñándome el ojo. Yo en el aire en medio de la zanja guiñándome el ojo. Mi ojo izquierdo guiñándose con el derecho. Viceversa. ¡Las nubes!, ¡con forma de ojo!, ¡sí!, ¡guiñándome! La locura ya estaba a la vuelta de la esquina; si me hubiese asomado, seguro que me guiñaba el ojo. En esos momentos de trance podía ver que el medidor se disparaba a 100. Pero… ¿cuánto más podía aguantar de esas visiones sin enloquecer? Esas-visiones x 3 no era algo que yo pudiera imaginar como tolerable. La cordura me guiñaría el ojo si llegara a ese nivel. Por otro lado, cuando me esforzaba en ver el tótem y nada más, los hemofecitos se me hemofendían (juego de palabras número...) y no circulaban. 10-12 daban las mediciones. Seguro que cuando llegaba a 100 se hemofaban de ello. Basta. Perdón. Fue el último.

Los siete meses siguientes me dediqué a que cualquier cosa se me apareciera por la visión sin pedir permiso. Desenfocaba la vista y cualquier cosa se transformaba en cualquier otra. Y el Sol abajo y la tierra arriba y el horizonte vertical y el tótem se ponía al atardecer por detrás de un cerro. Y todo un sistema tótem-céntrico de cosas que volaban por el aire en órbitas ovaladas. Yo, una especie de satélite, responsable de varios trastornos en la vida de los habitantitos del vaso, la cuchara, la taza y diez mil piedras que orbitaban en derredor del tótem. Allá ellos. Seguramente me sacaban fotos. Medí 231 kilotones en la mejor de esas alucinaciones. Sumido en ella casi podía averiguar el nombre que le daban a esos planetitas (el vaso, la cuchara, etc.). Pero quedaba casi ciego. No podía ni siquiera caminar a causa del mareo que me provocaba tal trance. Sin embargo, parecía ser el único camino. Es difícil mantener la concentración para seguir alucinando. Es que, en realidad, es al revés, hay que desconcentrarse, poner la mente en blanco, desenfocar la vista, no hacerle caso al tacto, al oído ni a la gravedad. Todo en blanco, todo en cero. Y que nada distraiga esa falta total de atención, porque hay que volver a empezar, y de muy, muy atrás.

El último intento requirió diecinueve noches sin dormir. Aclaro que tampoco dormí de día. Fueron diecinueve días enteros sin dormir. El estado de desnutrición estaba comenzando a avanzar y mi lombriz iba a ser la más solitaria de todas. Me senté frente al tótem. Reconozco que obtuve ciertas facilidades llegando a este punto: mi visión estaba seriamente dañada y en los bordes no podía distinguir nada; tenía como una ventanita cuadrada frente a mí y fuera de ella todo era muy borroso. Me senté frente al tótem. Allí, la secuencia usual de alucinaciones: guiños, 81 kilotones; yo volando por el aire, 110 kilotones; la cuchara orbitando el tótem, 177 kilotones; noche de repente y el tótem con sus planetitas y yo brillando, 245 kilotones; habitantitos observándome con sus telescopios y enviando vuelos tripulados a visitar mi superficie, 275 kilotones; el tótem extendiendo su brazo hasta el otro lado de la zanja e invitándome a cruzar, 309 sufridísimos y ansiados kilotones. Por fin. La descripción del tótem fue apropósitamente omitida para que tu imaginación se sitúe en el lugar más cómodo de tu propio cine, ¿madera marrón o negra?, madera al fin, y oscura. Nariz como de boxeador, cejas prominentes. Falto de piernas, no de brazos y unos 3 metros de altura. La zanja había quedado en el pasado, más atrás, más abajo.

La cima y el capítulo final

La cima estaba levemente nevada. No era una montaña muy escarpada, era más bien mesetoide. Podía ver al Viejo De La Base De La Montaña acompañado de 7 niños que tejían. El material que estaban tejiendo me llamó mucho la atención, pero más aún El Viejo ahí. ¿¡Cómo había hecho para llegar!?, “maldito Viejo” —pensé— “me hubiera dicho el atajo de antemano”. Al final, luego de intentar agredirlo físicamente, supe que no era El Viejo De La Base De La Montaña. Era otro Viejo. Eran gemelos. Gemelos que nacieron opuestos por el vértice debido al instrumental quirúrgico utilizado cuando su nacimiento. Por eso “El Viejo me dijo que había un secreto, que nunca lo había podido descubrir”. Estando su gemelo opuesto por el vértice en la cima, jamás iba a poder llegar… ¡Por el Equilibrio! Ahora entiendo el “pardiez” que soltó el escrito escrito por ese magnífico trozo de grafito. El Equilibrio hace desastres, desequilibra todo el resto. Pobres viejos.

El material que estaban tejiendo los niños era infinitamente suave. Hacía dudar acerca de si uno realmente lo estaba tocando. Era blanco. Era mucho. Era semi-transparente. Era espeso. Subía por cauces que provenían de lugares más bajos de la montaña y, a medida que iba subiendo, el material iba haciéndose menos transparente, hasta llegar a la opacidad casi total en las manos y agujas de los niños. El resultado era un tejido apto para rellenar un edredón gigante. Un tejido que, por su liviandad, tomaba vuelo propio, y se estacionaba en el cielo.

A la vuelta, bajé un buen trecho con El Viejo De La Cima, me acompañó. Le fui contando todo lo que tuve que pasar para llegar hasta arriba. En modo de anécdota, el sufrimiento se torna divertimento. Siempre. Se divirtió particularmente con la parte de los enanos, el punto difícil número dos. Yo no tanto. Me dijo que lo que les dije no tenía ningún sentido, que no existía tal diálogo. Pero me felicitó (irónicamente) por mi creatividad. En ese momento deseé caminar para atrás y que un árbol nos oponga por el vértice. Los enanos se rieron de mí todo el tiempo y les serví para que saciaran su crueldad. Sin embargo, respiré aliviado cuando el viejo me dijo que el aburrimiento de los enanos suele terminar con las vidas de los transeúntes.

Bueno, hasta aquí llega la historia. Describí todo con toda la fidelidad a mi alcance, aparentemente sin omisiones importantes, y con los comentarios considerados oportunos para lograr amenidad. Aún así ya se me estaba olvidando algo:
el secreto de las montañas, querido lector, son las nubes

{1}
El lector atento notará una veta de ambigüedad; sinceramente no recuerdo en cuál de las dos posiciones estaba.

{2}
Retro-referencia errada. Por otra parte, parece oportuno analizar dos características del espejo: lo reflexivo y lo especular: Los espejos reflexionan (o, usando la expresión menos popular, “reflejan”) con una precisión directamente proporcional a la calidad de su construcción y a la cantidad de luz ambiente, aunque este último parámetro debe ser acotado, ya que su exceso causa un detrimento en la reflexión. Desde este punto de vista, es válido decir que un buen espejo con buena iluminación es uno de los objetos inanimados más sinceros que pueda encontrarse. Una vez me encontré uno.

Pasemos a la segunda parte de esta reflexión (intentando no volvernos auto-referentes, ya que estaríamos en riesgo de caer en el infinito): la especulación de los espejos. Ellos ven a uno venir. Uno ve a uno venir. Lo que se ve es lo que hay. ¿Con qué derecho manipular la semántica de esta palabra? Es casi vil. E injusto. Como si alguna vez un espejo hubiese dependido de conjeturas para actuar.

{3}
El ideolopéndulo no para nunca.

{4}
Los personajes pueden, ocasionalmente, violar las convenciones notacionales del autor (la palabra “cacto”).

{5}
Imagínense la sorpresa de las palabras “adelante”, “abajo” y “tarde” al verse en la sala de los sinónimos.

{6}
Apelando al derecho constitucional acerca de la posibilidad del ciudadano de producir verbos nuevos.

Vicisitudes del
Parque Automotor y la Parábola del Lactante que Transmutó

Es brillante, suave y gordito. Mi auto. “El autito”, le decimos. Es nuevo. La puerta se abre aceitadamente, aunque todavía no logro alcanzar hacer ese movimiento en piloto automático; nada que la costumbre no solucione. Cuando lo enciendo, genera un zumbido menor al de un mosquito en la habitación, de noche, y a más de diez centímetros de tu oreja. Los cambios también se comportan suavemente, casi que la palanca se deja caer en cada posición. Las ruedas comienzan a girar como si no supieran lo que es la inercia y todo esto es realmente un placer. Me encanta mi autito nuevo.

A la cuadra y media empiezo a escuchar un sonido, acompañado de una vibración. Me disgusto ligeramente. El sonido aumenta, la vibración también, y mi disgusto no se quiere quedar atrás. El sonido se torna asqueroso, ancho, viscoso, como si metieras un chancho a la licuadora mientras pisás barro con un pie y pateás una gelatina con el otro. Freno. Me bajo. Noto un olor fétido y una mancha en el asfalto que comienza media cuadra más atrás y parece terminar justo donde está el auto. Ese color amarronado no hacía sino empeorar la sensación que me producía el hedor. Sin embargo, junto coraje y me asomo al baúl. Está semi-abierto. Esa masa entre esponjosa y líquida que manchó el asfalto salía justamente de allí... Entre la confusión y la desazón concluí que el auto se había hecho encima. Lo llevé a una estación de servicio, lo manguereé, tomé una sábana blanca que tenía en el asiento trasero, y le hice un pañal. La gente miraba raro, peramíquémimporta, no iba a repetir la limpieza.

Las siguientes 10 cuadras transcurrieron bárbaramente, con una leve incomodidad al no poder usar el espejo retrovisor intra-cabina. Ni bien tengo este pensamiento vuelvo a sentir una vibración. Esta vez no se oía ningún sonido. La vibración parecía venir directamente del capot. El motor se apaga. Freno. Me bajo. Un olor ácido se desprende por debajo del capot. Me cubro las fosas nasales con un pañuelo, abro el capot y no logro ver de dónde, pero una oleada licuoforme, amarilla y pegajosa me ataca y ensucia. El olor ya era intapable, inaceptable. Vomité abundante, elegante, prolija y violentamente. “Elegante” y “prolija” porque con el autito no nos ensuciamos. En ese momento me di cuenta que él había hecho lo propio, instantes antes que yo. Me rasqué la cabeza unos minutos, mientras escupía repetidas veces con mucha menos elegancia que con la que había vomitado. El auto era nuevo. Volví a ir a una estación de servicio para manguerear el auto. A esta altura estaba entre tres y cuatro veces más enojado que la vez anterior. Tres coma cinco. Tomé la otra sábana del juego que tenía en el asiento trasero y se la puse al auto de babero.

Las siguientes 10 cuadras transcurrieron bárbaramente, con una leve incomodidad al no poder usar el espejo retrovisor intra-cabina, y, además, no poder acelerar para no sobrecalentar el motor, poco ventilado a causa del ababeramiento. Absolutamente expectante, recorro unas 10 cuadras más sin ninguna dificultad. Me tranquilizo; ya pasó... Hasta que siento que el auto se frena entrecortadamente. Cierro los ojos un momento, e inmediatamente los abro, más que nada porque es un peligro andar con los ojos cerrados. Mientras tanto, las frenadas con entrecorte se acentúan. En ese momento me sitúo en lo que estoy viviendo, en la realidad del autito, ¿no?, y decido pegarle unos golpecitos en el techo. Andando. Al par de minutos de darle golpecitos al techo, el frenado entrecortado se detiene con un suave eructo. Hipo. Pobrecito, el autito. Todo cero kilómetro tiene sus vicisitudes

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