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Authors: Ellen Porath

Tags: #Fantástico

Pedernal y Acero

 

La tempestuosa relación amorosa de Kitiara Uth Matar y Tanis el Semielfo se incia con las armas, y al igual que saltan las chispas al golpear el pedernal o el acero de un yesquero, otro tanto ocurre cuando dos temperamentos como los suyos chocan.

La vida no es sencilla para esta fogosa pareja. Tienen que enfrentarse a un troll carnívoro de dos cabezas, a un rencoroso hechicero que busca una venganza muy peculiar y al último amante de Kitiara, un individuo corpulento y perseverante. También conocen a una hermosa hechicera que oculta un doloroso secreto y a un búho gigantesco que tiene un sentido del humor muy sarcástico.

Ellen Porath

Pedernal y Acero

Dragonlance: Compañeros de la Dragonlance - 5

ePUB v1.0

OZN
02.09.12

Título original:
Steel and Stone

Ellen Porath, enero de 1998.

Traducción: Mila López Diaz-Guerra

Ilustraciones: Clyde Cadwell

Diseño/retoque portada: OZN

Editor original: OZN (v1.0)

ePub base v2.0

PRÓLOGO

A medida que la noche daba paso a un grisáceo amanecer, se empezó a levantar una niebla baja que se agarraba al suelo húmedo y a los parches dispersos de nieve sucia. Una mujer de cabello negro, con los jirones de neblina enredados en torno a sus piernas, calzadas con botas negras, golpeaba las lonas de las tiendas con la mano a medida que recorría el campamento silencioso. Unas pocas docenas de soldados ya se habían despertado; alzaban la vista y sonreían al pasar la mujer.

—Es hora de que os ganéis vuestra paga, holgazanes —les instó con brusquedad a los adormilados hombres—. ¡Vamos, moveos!

A su paso se escuchaban maldiciones; los soldados insultaban a los antepasados de la mujer mientras recogían sus armas y se ponían las botas y los yelmos. Se levantaron las solapas de entrada de las tiendas una tras otra, y los hombres salieron al cortante frío invernal, se ajustaron las capas de lana y maldijeron el tiempo desapacible.

—Por los dioses, ¿es que ese loco de Valdane y su maldito mago no podían esperar hasta el verano? —protestó un hombre de barba y bigote rubios, que tenía la nariz colorada por el frío, lanzando una mirada malhumorada a las dos tiendas grandes plantadas en lo alto del cerro, separadas unos cientos de pasos de distancia del resto del campamento.

—¡Calla, Lloiden! —advirtió su compañero. Un hombre de aspecto avejentado acababa de aparecer inesperadamente por la abertura de la más pequeña de las dos tiendas y clavaba la oscura mirada directamente en el par de descontentos. La negra túnica del viejo iba atada a la cintura con un cordón de seda del que colgaban una docena de bolsitas. Los delgados dedos del hombre juguetearon con una de ellas; el camarada de Lloiden se puso pálido, y de nuevo instó a su compañero de tienda a que guardara silencio con otro ademán.

La mujer hizo un alto y se volvió hacia el soldado.

—En el último paso de montaña, al sur de aquí, está tirada la cabeza del último hombre que puso en tela de juicio las decisiones de Valdane o de su mago —dijo sin levantar la voz—. Algunos dicen que su aspecto tenía una extraña semejanza con la de un sapo. Valdane es lo bastante rico para pagar bien a sus mercenarios, y eso es lo único que debe importarnos, Lloiden.

El soldado alzó la barbilla en un gesto obstinado; agitó una mano, como desestimando el asunto, y esperó a que el mago diera media vuelta y entrara en su tienda otra vez. Entonces Lloiden reanudó sus protestas.

—La paga es, sin duda, un punto importante, pero ¿acaso no lo es también la estrategia? —insistió mientras se acariciaba la barba, húmeda de rocío—. ¿Por qué atacamos tras sólo dos semanas de asedio? Participé en el sitio de Festwild, al norte de Neraka, hace unos años. ¡Aquél duró dieciocho meses, e incluso entonces, en la acometida final, el enemigo resistió otros tres días combatiendo!

Varios soldados hicieron un alto en sus preparativos para observar con curiosidad a la mujer del cabello rizoso y a su pendenciero subordinado.

El aire de autoridad de la mercenaria parecía ser contradictorio con su edad, pues calculaban que podía tener poco más de veinte años. Iba cubierta de la cabeza a los pies con prendas de cuero negro, y la cota de malla no menoscababa su figura, joven y esbelta. Llevaba una capa de lana, rematada en el cuello con pieles de martas de las nieves, que también adornaban el cuero endurecido con el que se protegía los antebrazos desde la muñeca hasta el codo. La empuñadura de su espada relucía.

El compañero de tienda de Lloiden se apartó de él.

—La capitana Kitiara tendrá la cabeza de Lloiden por desafiar su autoridad. Esto se pone bien —comentó uno de los hombres, y los soldados se dieron codazos y sonrieron con malicia.

Pero Kitiara se limitó a sacudir la cabeza con un gesto de resignación, como dando a entender que aquél era un tema sobre el que se había discutido demasiado a menudo.

—La impaciencia es una insensatez —dijo, mostrándose de acuerdo—. Dos semanas de asedio apenas tienen que haber causado merma en las provisiones de Meir, y, aunque él ha muerto, los días transcurridos no son suficientes para desalentar a los defensores del castillo.

—Entonces, repito: ¿por qué atacar ahora? —demandó Lloiden—. ¿Por qué no esperar a que se les acaben los víveres y estén debilitados por el hambre?

Kitiara abrió la boca, pero enseguida la cerró sin haber dicho nada. Se pasó la mano por el húmedo cabello negro, que se aliso unos instantes antes de volver a ensortijarse. Dirigió la vista hacia la tienda del mago, pero en su rostro no había el menor atisbo de su habitual sonrisa torcida.

—Valdane quiere un final rápido —comentó—. Hay quien dice que Valdane teme que su hija sea capaz de dirigir las fuerzas de
Meir
contra él —argumentó otro soldado en un susurro apenas audible.

—Sobre todo ahora —abundo uno de sus compañeros—. Con su esposo muerto, los
meiris
ven en Dreena su única esperanza para combatir a su padre.

—Sea como sea, los generales están de acuerdo con la decisión de Valdane, y no se sentirán muy inclinados a escuchar las protestas de una simple capitana —dijo Kitiara, mostrando un evidente desprecio por sus comandantes—. Sobre todo con el mago respaldando todas las órdenes de Valdane. Y ahora, déjalo ya, Lloiden. —Su tono no admitía réplica; el soldado barbudo sacudió la cabeza y reanudó los preparativos.

La capitana siguió su recorrido y se detuvo ante su propia tienda.

—¡Arriba, Mackid! —dijo a voces—. No es posible que estés tan cansado. A mí, por lo menos, no me tuviste despierta hasta muy tarde anoche.

Los otros mercenarios prorrumpieron en carcajadas apreciativas y varios se ofrecieron a ocupar el sitio de Caven Mackid en la tienda de Kitiara, pero no hubo respuesta alguna al otro lado de la lona.

—¿Caven? —Kitiara apartó la solapa de la entrada. La rapidez con que la dejó caer hizo comprender a los que observaban la escena que Mackid no estaba dentro. La mirada, en parte exasperada, en parte admirativa, que dirigió a la zona baja de la ladera donde estaba el improvisado corral, reveló dónde suponía que debía encontrarse Mackid—. Condenado Maléfico —rezongó—. Ojalá ese hombre tuviera tanto interés en practicar con su espada como lo tiene en cuidar a su semental.

Luego se volvió hacia las tropas para reanudar sus exhortaciones. Los soldados daban cuenta de un desayuno frío, consistente en queso y carne seca de venado, mientras se preparaban para la batalla. Kitiara llegó al borde occidental del campamento y se detuvo en la ladera de la colina para mirar fijamente la serranía que se alzaba en el este, donde el cielo empezaba a adquirir la tonalidad gris del amanecer. A lo lejos, por el oeste, los riscos de otra cordillera todavía permanecían envueltos en la oscuridad, silenciosos bajo el dosel de los árboles. Las dos cadenas montañosas avanzaban hacia el sur formando una «V» irregular y abrazaban la ciudad de Kernen, hogar de Valdane, que ahora se agazapaba como un lince a las puertas de su vecino.

Era del dominio público que Valdane había casado a su única hija con Meir con la esperanza de convencer al hombre más joven para que anexionara su reino al de su suegro. El matrimonio no tuvo el desenlace planeado, y Valdane había jurado vengarse.

Ahora Kitiara escuchaba los apagados sonidos metálicos y las maldiciones del ejército mercenario invasor, que se preparaba para enfrentarse a las menos numerosas —pero leales— fuerzas
meiris
. Siguió avanzando por la inclinada ladera, a través de la niebla, buscando un punto desde el que tener una buena visión panorámica del supuesto campo de batalla. Naturalmente, ya había examinado el lugar en varias ocasiones durante las dos semanas que llevaban acampados allí, pero las condiciones del terreno variaban con rapidez en invierno, haciéndolo traicionero.

Unos gritos procedentes del campamento atrajeron su atención. Vio que algunos mercenarios se volvían a mirar el castillo de Meir, situado en una cañada despejada de árboles que había por debajo del campamento. Kitiara ya había advertido la presencia de una mujer en las almenas, pero no había caído en la cuenta de quién era. Ahora lo comprendió. La mujer, cuyo rubio cabello brillaba de manera que casi parecía blanco, iba vestida con unos llamativos ropajes azul cárdeno y rojo sangre, los colores de Meir.

—Dreena ten Valdane —susurró Kitiara.

Aunque la niebla ocultaba los tres primeros metros de la parte inferior del castillo, la delgada figura de la mujer ofrecía una espléndida diana en lo alto de las almenas, a unos cientos de metros del campamento de su padre, instalado entre árboles. Dreena se encontraba a unos veinte metros por encima de los soldados, pero era una distancia al alcance de los arqueros contratados por Valdane.

—Precisamente en el mismo sitio en que estaba su marido hace una semana, cuando lo alcanzó una flecha —musitó Kitiara para sí misma—. Quizás esté ansiosa por reunirse con él. —Resopló con desdén.

Mientras Kitiara la observaba, Dreena agitó la mano audazmente a la tienda más grande del campamento, en la que ondeaba el estandarte negro y púrpura de Valdane de Kern; luego retrocedió y desapareció de la vista.

—Es una necia —dijo un hombre de cabello y barba negros, que salió de entre la niebla—. ¿Por qué provocar así a su padre? Sus fuerzas están destinadas a sucumbir, y necesitará cualquier vestigio de buena voluntad para, al menos, conservar la cabeza cuando esto haya acabado. Valdane la considera tan enemiga como a su fallecido esposo.

—No es una traición defender tu propio país, Mackid —objetó Kitiara, que había estrechado los ojos.

—Está traicionando a su padre.

—Pero no a su esposo.

—¿Acaso la capitana Uth Matar se está volviendo blanda? —El tono de Caven era divertido—. Por los dioses, Kitiara, ¿defendiendo un amor romántico?

—Ni mucho menos. Pero sé apreciar el valor que demuestra al respaldar las ideas del hombre que amaba.

Caven rezongó.

El cielo se aclaraba de manera paulatina, pero la bruma se hizo más densa y se extendió hasta semejar un esponjoso manto echado sobre el suelo. Las volutas vaporosas parecían cortar las piernas de Caven y Kitiara por las rodillas. La difusa luz incrementaba un cierto parecido entre el hombre y la mujer: cabello negro, ojos oscuros y tez blanca. Pero si se los observaba con más detenimiento se hacía patente que las similitudes eran superficiales. Mientras que la constitución de Kitiara era atlética, haciendo su figura esbelta y enjuta, el cuerpo de Caven era muy musculoso. Incluso ahora, en la mirada de soslayo que le dirigió Kitiara, se advertía una expresión apreciativa.

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