Pedernal y Acero (3 page)

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Authors: Ellen Porath

Tags: #Fantástico

Tan absoluto era el dominio de Janusz, que los mercenarios no sentían el abrasador fuego; sólo un ligero calor bajo los pies. Un viento ardiente sopló a través del campamento, aunque resultó casi agradable debido al frío y la humedad reinante. Pero el aire también trajo cenizas que irritaron los ojos de los mercenarios y los hicieron lagrimear.

Los más avispados se taparon la boca y la nariz con las capas; Lloiden no lo hizo, y se desplomó ante su tienda, medio asfixiado. Kitiara se preguntó si Janusz no estaría vengándose por la actitud insolente del soldado unas horas atrás.

Y entonces todo terminó. La lluvia abrasadora cesó de manera tan repentina como se había iniciado. Los nubarrones desaparecieron en medio de un siseo. Los mercenarios soltaron la respiración contenida. Lo que en otro tiempo había sido un imponente castillo, ahora sólo eran unas ruinas humeantes; la grieta seguía abierta en la parte delantera de la muralla, pero nadie se atrevía a entrar todavía. El aire estaba cargado de cenizas y del espantoso hedor a carne quemada.

—¿Para qué se han molestado en contratarnos? —se oyó la voz temblorosa de un soldado.

Valdane apareció por la parte trasera de la tienda de Janusz y señaló con su espada a Kitiara, que seguía todavía recostada contra el árbol.

—¡Atacad! —bramó, con el rostro congestionado por la rabia—. ¡Os contraté para que aniquiléis a mi enemigo! ¡Hacedlo!

—Valdane —dijo la mujer débilmente mientras se obligaba a separarse del árbol y sostenerse sobre sus piernas—. No
hay
enemigo. Tu mago se ha encargado de matarlos a todos.

Pero el cabecilla blandió su espada como un niño que arremete contra un monstruo imaginario.

—¡Asegúrate de que es así, capitana! Quiero la confirmación de que todos han muerto.

—Valdane, nadie podría sobrevivir a… —lo intentó de nuevo Kitiara.

—¡Compruébalo!

Su actitud no admitía réplica. Janusz, que tenía aspecto de estar medio muerto a causa del esfuerzo que le había supuesto la creación de la lluvia ardiente, subió la ladera casi arrastrándose y se acercó a ellos.

—Valdane, las ruinas están demasiado calientes aún para que nuestros soldados se aventuren a entrar. —La voz del mago apenas era audible, y su demacrada cara estaba manchada de ceniza y sudor.

—¡Entonces haz que llueva!

Janusz dirigió una mirada larga y penetrante al cabecilla; luego se dio media vuelta sin decir una palabra más, y regresó tambaleante ladera abajo. Kitiara escuchó una nueva salmodia.

—¡Está lloviendo! —gritó un soldado.

Era verdad. No había nubes, pero el mago había creado una suave llovizna que levantaba vapor al caer sobre las humeantes ruinas. Uno de los generales, el prepotente, ordenó a las tropas que avanzaran hacia el castillo de Meir. Los hombres de Kitiara, siguiendo las instrucciones del general, debían rodear el perímetro de la fortaleza y mantenerse alerta.

No acababan los soldados de cruzar entre las humeantes columnas que antes flanqueaban los portones, cuando se alzó un grito en la avanzadilla de los hombres de Kitiara. La voz se corrió por la fila hasta hacerse audible.

—¡Nos están atacando!

—¿Qué? —chilló Valdane, con los azules ojos desorbitados; blandió su espada atrás y adelante con gesto enloquecido—. ¡Mago!

Kitiara desenvainó el arma y echó a correr cuesta abajo, en dirección a sus tropas, pero Valdane la hizo regresar.

—¡Ve a buscar al mago y reuníos conmigo en mi tienda! —ordenó.

—Pero mis hombres… —Kitiara se volvió a mirarlos. Ya empezaban a caer ante cientos de nobles montados a caballo y vestidos con ropajes azul y rojo, seguidos por multitud de campesinos que blandían azadones, hachas y guadañas; unas armas poco convencionales, quizá, pero eficaces en manos de hombres y mujeres que defendían sus hogares y sus vidas.

El olor a humo y cieno era penetrante. Kitiara bajó la ladera corriendo y se acercó al mago. Janusz estaba sentado en una piedra; tenía la faz de un tono ceniciento, los ojos cerrados, y las manos caídas sobre el regazo, fláccidas, con las palmas hacia arriba.

—Valdane quiere verte, mago —dijo Kitiara.

Él abrió los párpados. La mercenaria tuvo que agacharse para entender lo que decía.

—No… me queda nada —susurró Janusz—. Estoy agotado. —Empezó a toser y volvió a cerrar los ojos.

—Nos esta atacando una fuerza
meire
más numerosa que nosotros —insistió Kitiara.

—Lo sé.

—¿Tal vez un poco más de fuego…?

El mago le dirigió una mirada desdeñosa y sacudió la cabeza. Kitiara recordó, por su hermano, las reglas de la magia; una vez utilizado, los magos olvidaban un hechizo hasta que volvían a aprenderlo otra vez. Además, la magia se cobraba un alto precio físico; pedir más a Janusz sería matarlo.

—Pero Valdane… —lo intentó de nuevo la mercenaria.

—Iré. Deja que me agarre a tu brazo.

Kitiara lo ayudó a remontar la cuesta hasta la tienda del cabecilla; ya dentro, lo llevó hasta un banco que había frente al pequeño escritorio de Valdane. Luego se retiró unos pasos y se apostó junto a la lona de acceso, pero no se marchó. Uno de los generales, salpicado de sangre, la apartó de un empujón al entrar en la tienda.

—¡Valdane, nos están derrotando! —farfulló.

El cabecilla se puso de pie. Sus azules ojos echaban chispas bajo el rojizo cabello.

—¿Cómo es posible? —bramó.

—Nos superan en siete a uno.

—¡Pero os contraté para derrotar a los meiris! —Valdane avanzó hacia el general mercenario, con la mano sobre la empuñadura de su espada. El hombre parecía desesperado.

—Debemos retirarnos —dijo—. Quizá podamos reagruparnos en las montañas y… —retrocedió un paso.

—¡No! —Valdane desenvainó la espada con un gesto veloz y la hincó en el abdomen del general, para sacarla luego bruscamente con un movimiento lateral que agrandó la herida. El soldado se derrumbó, muerto, en un charco de su propia sangre.

El cabecilla se inclinó sobre el cadáver y arrancó de un tirón la insignia de oficial; acto seguido le tendió a Kitiara el distintivo manchado de sangre.

—General Uth Matar, toma el mando —dijo Valdane sobriamente.

La mujer tragó saliva con dificultad. El mago estaba sonriendo con un gesto de menosprecio mal disimulado. Había sido nombrada general de un ejército próximo a ser derrotado, a las órdenes de un líder demente que ejecutaba a sus oficiales fracasados. No era de extrañar que Janusz se sintiera satisfecho. Kitiara no llegaría viva al final del día, y las gemas púrpuras del hechicero seguirían siendo un secreto bien guardado.

El rostro de Valdane denotaba que estaba convencido de que hacía un honor a la mujer.

—Gracias, señor —dijo ella, ocultando apenas el tono irónico de su voz. Pasó sobre el cadáver de su predecesor y volvió a su puesto junto a la puerta. Tan pronto como la atención de Valdane se centró de nuevo en el mago, Kit se escabulló por la lona de la entrada y se encaminó a su propia tienda. En el camino, arrojó la insignia de general al suelo embarrado.

Kitiara frenó la velocidad de sus zancadas al pasar frente al alojamiento del hechicero. Janusz estaba ocupado en la tienda de Valdane, y se encontraba seriamente debilitado en esos momentos. La mercenaria estaba prácticamente segura de que el mago no había puesto las defensas que protegían la caja de sándalo. Vaciló. No parecía probable que Valdane se sintiera muy inclinado a pagar a sus mercenarios derrotados el salario que les debía. Si iba a huir del campo de batalla, no estaría de más llevarse la paga… si no en monedas, sí en una o dos gemas púrpuras.

Kitiara echó un vistazo en derredor y se deslizó al interior de la tienda. Un segundo después estaba de rodillas delante del cofre. Respiró hondo, confiando en que el mago no hubiese dejado una serpiente mágica dentro para guardar su riqueza, y levantó la pesada tapa. No ocurrió nada. Sacó la caja de sándalo. Si el mago había puesto alguna clase de defensas, tenía que ser aquí. Alzó la tapa de la caja, pero tampoco entonces pasó nada.

La mercenaria olvidó sus recelos cuando el brillo de las nueve piedras púrpuras fluyó del interior de la caja de sándalo. «El poder de diez vidas» había dicho el hechicero. Quizás ella pudiera dominar ese poder; necesitaba un mago que la ayudase, y ¿quién mejor que su propio hermano, Raistlin, que vivía en Solace? Estudiaba en una escuela de hechicería desde que era un niño. Kit sabía que estaba bien dotado y que, ciertamente, le era leal.

Esto precisaba un poco de reflexión.

Por el momento, sin embargo, la situación requería acción más que reflexión. Maldiciendo el rato que había perdido en cavilaciones, se guardó las nueve piedras en un bolsillo y salió presurosa de la tienda.

Encontró a Wode, el escudero de Caven, en el lugar acordado. El larguirucho joven sujetaba la brida de
Obsidiana
y se mantenía a una distancia prudencial del negro semental, que piafaba y tiraba de las riendas atadas a un roble. Sin decir una palabra, Kitiara arrebató bruscamente la brida de su yegua a Wode y montó. Hacía que el animal volviera grupas cuando una voz la detuvo. Kit sofrenó a la yegua.

—Caven, me marcho.

El mercenario subió de un salto a lomos de
Maléfico,
su corcel; él era el único capaz de manejar el arisco animal, que había ganado en un juego de dados a un minotauro, en Mithas.

—Voy contigo.

—Pero… —empezó Kitiara.

—Te acompaño —la interrumpió, tozudo. Hizo un gesto a Wode, y el adolescente salió corriendo.

Kitiara decidió que podría necesitarlo, sobre todo ahora.

—Vámonos —dijo. Siempre podía librarse de Caven más adelante, pensó.

Instantes después, los dos caballos negros como el azabache, con sus jinetes morenos, desaparecían entre los árboles. Pocos minutos más tarde, Wode, montado en un desgalichado jaco castaño, galopaba en pos de ellos.

Atrás quedaba la batalla, próxima a un sangriento desenlace. Valdane y el mago, que se apoyaba pesadamente en su bastón, entraron en la tienda de Janusz.

—Utiliza las piedras —ordenó el cabecilla.

—Todavía no. —Janusz se sentó, agotado, en el catre.

—Dijiste que eran muy poderosas.

—Requieren mucho estudio —protestó el mago—. Aún no conozco sus secretos.

—¡Utilízalas!

Janusz se incorporó débilmente, se acercó a la caja de sándalo e inició el conjuro para abrirla, pero se detuvo en mitad del encantamiento. Tendió las manos temblorosas hacia la caja, y la tapa se levantó con facilidad. El mago dirigió una fugaz mirada al cabecilla; en su semblante ceniciento se pintaba una expresión mezcla de horror y cólera. Después bajó de nuevo la vista a la caja de sándalo.

—¡Han desaparecido! —susurró—. ¡Esa zorra! —Janusz, cuyos labios apretados formaban una estrecha línea, metió la mano en un bolsillo y sacó dos piedras relucientes—. Tiene nueve, cuando sólo con una, por lo que sé, sería suficiente para dominar todo Krynn.

En el exterior sonó un grito. El general prepotente entró en la tienda; su nerviosismo quedaba patente en la agitación de sus manos.

—Hemos encontrado el cuerpo de tu yerno, Valdane —anunció, añadiendo innecesariamente—: Meir.

—¿Y qué? —espetó el cabecilla—. Sabíamos que murió hace días, en el primer ataque. Márchate o ve al grano. Tengo problemas más acuciantes.

—El cuerpo de una mujer yace a los pies del ataúd. —El general parecía desinflado.

—¿Y a mí qué me importa? ¿Quién es?

—Eh… parece que se trata del cadáver de la esposa de Meir.

Valdane se quedó inmóvil, como petrificado.

—Kitiara juró que Dreena había escapado —murmuró al cabo.

—Al parecer, la capitana Uth Matar estaba equivocada —dijo el general, sus palabras cargadas de rencor—. El cadáver lleva la joya matrimonial de Dreena ten Valdane: el búho de malaquita en un cordón de plata. La cadena está fundida, pero la gema es identificable.

—Dreena nunca se separaría de esa joya. —El tono de Valdane seguía siendo calmado.

—Por el dios oscuro Morgion —dijo por fin Janusz, con voz quebrada—. Dreena murió en el fuego mágico, y yo… —se tambaleó, incapaz de terminar la frase, y tuvo que apoyarse contra el cofre en el que había estado guardada la caja de sándalo. Aturdido, contempló cómo el general corría la misma suerte de su colega unos minutos antes.

Mientras el soldado soltaba su último estertor, Valdane se volvió hacia el hechicero. Su semblante estaba muy pálido y tenía los puños apretados.

—Si valoras en algo tu vida, mago, encuentra a Kitiara Uth Matar. Tráemela. Quiero verla morir.

1

Encuentro en la oscuridad

El grito hendió la noche al igual que un hacha de combate parte la cabeza de un ogro.

Los que viajan por un bosque aprenden a despertar con rapidez, pues de otro modo saben que, tal vez, nunca lo harán. En un abrir y cerrar de ojos, Tanis Semielfo estaba completamente despejado y, con un sigilo desarrollado tras pasar muchas noches en acampadas solitarias, sacó su espada de debajo de las mantas de dormir. Con un pie descalzo hizo un fugaz movimiento para echar tierra sobre el rescoldo de la noguera, y después se quedó muy quieto, sosteniendo el arma levantada frente a sí. Tanis giró despacio y aguardó; con su visión nocturna, característica de los elfos, escudriñó la maleza de los alrededores.

Nada. Soplaba una suave brisa, pero era tan leve que apenas agitaba las hojas primaverales de los retoños de arce que crecían con profusión alrededor del campamento. Flotaba en el aire el olor a limo y a plantas descompuestas procedente del río Rabia Blanca, situado al norte, pero no traía sonido alguno aparte del murmullo de la corriente de agua y los crujidos de los vetustos robles del entorno. Las dos lunas, la plateada Solinari y la roja Lunitari, estaban en fase menguante, y la oscuridad reinante en el claro habría sido impenetrable para cualquiera que no tuviese la visión nocturna de un elfo.

Entonces, pulsando los nervios de Tanis como unos dedos tañen las cuerdas de un arpa desafinada, el grito se repitió. Reparó en que venía del norte.

El semielfo cogió el arco y la aljaba y corrió en medio de la noche; los flecos de sus polainas de cuero se sacudían por la velocidad de sus zancadas. Las criaturas del bosque interior —mofetas, zarigüeyas y mapaches— se aplastaban contra el suelo a su paso. Sus pisadas eran más leves que las de los humanos, pero mucho más pesadas que las de sus parientes elfos de Qualinost, de donde había partido hacía unos días tras hacer una visita.

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