Pelham 123 (32 page)

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Authors: John Godey

—Sí; creo que te viste metida en el lío del Metro. Pero esto no desvirtúa el aspecto principal de la cuestión, o sea, que tú lo
deseabas
.

—¡Claro! Esta mañana, al despertar, me dije: «Anita, sal a ver si te pegan cuatro tiros.»

—Así fue. Aunque no conscientemente. ¿Has oído hablar de personas predispuestas a los accidentes? Pues bien, hay personas predispuestas al peligro, que buscan el desastre sin darse cuenta...

—Todo eso son pamplinas.

—Escucha; este modo de hablar es aceptable en la cama, pero no en otro sitio.

—Perdona, encanto. Pero todo eso de la predisposición... Tal vez estoy predispuesta a la predisposición, si entiendes lo que quiero decir.

—No quieras hacerte la graciosa.

—Todo lo que hice fue tomar un asqueroso
Metro
, cariño.

—Perfecto. Dime: ¿cuándo fue la última vez que viajaste en Metro?

—Hoy quise ahorrar un poco. ¿Es esto un delito?

—Con todo el dinero que has ganado, y siendo proverbial la prodigalidad de las rameras, ¿esperas que me lo crea?

—Está bien, está bien. Tú ganas. Tomé el Metro porque sabía que iban a secuestrarlo. Y no sólo eso, sino que sabía la línea precisa, la hora exacta... y todo, por esa predisposición a la que te has referido, ¿no?

—Una ramera ignorante no debería combatir las fundadas presunciones psiquiátricas. Numerosos factores rigieron tus acciones antes de que salieses de casa esta mañana: cinco minutos más que de costumbre en el baño; tener que volver para buscar un pañuelo...

—Y todo por ti, cariño; para oler mejor.

—...pararte en la tienda de licores para hacer un pedido, cuando habrías podido dejarlo para la tarde; seguir una ruta diferente para ir al Metro...

—En realidad, he ido de compras y he tomado el Metro en la Calle Treinta y Tres.

—Sea como fuere, has estropeado mi juerga.

—Lo sé, y lo lamento. Porque tú me has hecho pasar los mejores ratos de mi vida. Eres el mejor, cariño.

—Has estropeado mi juerga.

—¡Ese maldito Metro! Jamás volveré a tomarlo.

—Has estropeado mi juerga.

«Así ocurriría —pensó Anita—, y acabaría perdiéndolo.» Los clientes como él no se encontraban a la vuelta de la esquina. Si tenía que abrir una
boutique
, no podía despreciarlos. Bueno, tal vez podría ponerse de rodillas, incluso besarle los malditos pies... ¡Bah! ¿No era eso lo que hacía en las malditas «juergas»?

Con cara compungida, observó la vuelta del jefe al vagón.

El comisario del distrito

—Están parados justamente aquí —dijo el comisario del distrito, señalando la alfombrilla del coche—. Si la calle se hundiese, probablemente caeríamos sobre ellos.

El jefe de Policía asintió con la cabeza.

A su derecha se extendía Union Square Park, engañosamente atractivo a la luz menguante. A una manzana de allí, hacia el Sur y a la izquierda, estaba «S. Klein», los destartalados almacenes que habían sido tienda de saldos mucho antes de que se vulgarizase este término. La multitud que discurría normalmente por las aceras empezaba a inmovilizarse, atraída por la gran cantidad de coches de la Policía que iban llegando a la zona. Se estaba produciendo un embotellamiento, y los guardias de los cruces trataban de desviarlo hacia las calles laterales.

El chófer se volvió.

—Ahora podemos pasar, señor. ¿Quiere que siga adelante?

—No se mueva de aquí —dijo el comisario del distrito—. Desde que empezó la función, nunca habíamos estado tan cerca de esos bastardos.

El jefe de Policía, que estaba mirando por la ventanilla, vio que el policía era derribado por un súbito alud de gente en la acera.

—No me disgustaría que se hundiese la calle —dijo el jefe de Policía—. Toda la ciudad se hundiría y desaparecería. No; no estaría nada mal.

El pesimismo del jefe de Policía constituyó otra sorpresa para el comisario del distrito. Pero no dijo nada.

Contempló el parque y evocó un viejo recuerdo que le resultó consolador.

—La gente —dijo el jefe de Policía—. Si la gente no invadiese el escenario, sería fácil coger a los bandidos.

El comisario del distrito dejó de mirar el parque, cuyo pétreo muro empezaba a oscurecerse a causa de la creciente muchedumbre.

—¿Sabe lo que haría yo, jefe? Bajaría por una de esas salidas de emergencia y asaría a tiros a esos desalmados.

—Ya hemos hablado de eso, ¿no? —dijo el jefe de Policía, con voz cansada.

—Lo digo sólo por hablar. Con ello me siento mejor.

El comisario del distrito contempló las desnudas y largas ramas de los árboles del parque, y su antiguo recuerdo emergió a la superficie.

—Una de mis primeras misiones, cuando ingresé en el cuerpo, la desempeñé precisamente aquí. Fue en 1933. ¿O en 1934? Bueno, el 33 o el 34. Yo era guardia de a caballo y fui enviado a mantener el orden en un desfile del Primero de Mayo. ¿Recuerda usted aquellas famosas manifestaciones?

—No sabía que hubiese sido guardia de a caballo —dijo el jefe de Policía.

—Un verdadero cosaco. Mi caballo se llamaba
Daisy
. Un hermoso animal, con una mancha blanca en la frente. «Cosaco». En aquellos tiempos nos llamaban así.

—Hoy nos llaman cosas peores, ¿verdad?

—Casi continuamente se producían choques, descalabrábamos a unos cuantos, y
Daisy
pisaba algunos pies. Pero aquéllos eran otros tiempos. Nadie trataba de matar a nadie, y, si uno le abría la cabeza a unos cuantos comunistas, nadie protestaba, salvo los propios comunistas, claro. De todos modos los radicales eran mucho más mansos en aquella época.

—¿Y qué me dice de sus cabezas?

—¿Sus cabezas? —El comisario del distrito hizo una pausa—. Ya sé lo que quiere decir. Sí; en aquellos tiempos éramos más efectivos a la hora de mantener el orden.

—Tal vez —dijo el jefe de Policía con voz inexpresiva.


Daisy
—dijo el comisario del distrito—. Los comunistas odiaban a los caballos casi tanto como a los policías. En las reuniones de sus células solían dar esta consigna: «¡Desjarretar a los caballos de los cosacos!» Y discutían la manera de deslizarse debajo de la panza de los animales para cortarles las corvas. Pero, en realidad, nunca oí decir que fuese desjarretado un solo caballo.

—¿Qué diablos ocurre? —dijo el jefe de Policía—. Están sentados allá abajo, y nosotros lo estamos aquí arriba, y esto es como una tregua en día de fiesta.

—Desde aquel balcón de la esquina de la Calle Diecisiete —siguió el comisario del distrito— solían pronunciar los comunistas sus discursos. Pero la acción podía desarrollarse en cualquier parte de la plaza o del parque. De esto hace cuarenta años. ¿Cuántos de aquellos rojillos cree usted que siguen siendo comunistas? Ni uno solo. Todos se convirtieron en hombres de negocios, en explotadores de las masas, y viven en los barrios residenciales, y serían incapaces de desjarretar un caballo, aunque se lo pusiesen panza arriba y le sujetasen la cabeza.

—Sus hijos son los radicales de hoy —dijo el jefe de Policía.

—Y mucho más duros que ellos. Éstos sí que
serían
capaces de desjarretar un caballo o de atarle una bomba a la cola.

Sonó la radio.

—Central llamando al comisario de Policía. Conteste, señor.

El comisario del distrito contestó:

—Diga, diga.

—Señor, se ha informado a los secuestradores de que la vía está libre.

—Está bien, gracias. Avísenme cuando empiecen a moverse. —El comisario del distrito suspiró y miró al jefe de Policía—. ¿Esperamos, o vamos allá?

—Vamos allá —dijo el jefe—. Por una vez les llevaremos la delantera.

XX
Ryder

—Centro de Control a Pelham Uno Dos Tres.

Ryder apretó el botón del transmisor.

—Aquí, Pelham Uno Dos Tres. Diga.

—La vía ha quedado despejada. Repito: la vía ha quedado despejada.

Longman estaba apretado contra él, y sus profundas inspiraciones hacían que la máscara se introdujese en su boca. Ryder le echó una mirada y pensó: «Algo va a pasarle. Por muy bien que salga la cosa, a la larga, Longman fallará.»

Habló por el micro:

—¿Está la vía libre hasta South Ferry? Confirme.

—Sí.

—¿Sabe cuál es la pena, si me está mintiendo?

—Quiero decirle algo. No va usted a vivir para gastarse ese dinero. Estoy seguro de ello. ¿Me ha oído?

—Vamos a poner el tren en marcha —dijo Ryder—. Cierro.

—No olvide lo que le digo...

Ryder apagó la radio.

—Vamos —dijo a Longman—. Quiero que el tren esté en marcha dentro de treinta segundos.

Abrió la puerta y empujó a Longman. Éste salió de la cabina casi tambaleándose. Ryder echó un último vistazo al aparato y siguió a Longman. La puerta de la cabina se cerró con un chasquido.

Tom Berry

El cable del freno de emergencia pendía de un agujero del techo del vagón, justamente detrás de la cabina del conductor. Terminaba en una anilla roja de madera, que oscilaba a unos quince centímetros del techo. Tom Berry vio que el secuestrador más bajo se ponía de puntillas, introducía unas largas y finas tijeras en el agujero y cortaba el cable. La anilla de madera rodó por el suelo. Por el rabillo del ojo, Berry vio que el hombre corpulento del otro extremo del vagón cortaba el cable del segundo aparato de alarma. El hombre lo cogió en el aire y se lo metió en el bolsillo.

El hombre más bajo hizo una señal con la mano, y Berry vio que el hombre robusto contestaba con un movimiento de cabeza antes de abrir la puerta posterior, agacharse y saltar a la vía. El hombre bajito, moviéndose con torpe prisa, pasó junto al jefe, que apuntaba a los pasajeros con su metralleta, y abrió la puerta anterior. Se sentó y, después, saltó. El jefe movió la cabeza en dirección al hombre que estaba en el centro del vagón, el cual empezó a volverse, se detuvo y le lanzó un beso a la chica del sombrero anzac. Después trotó hacia la parte trasera del coche. Abrió la puerta y, casi sin doblar las rodillas, saltó a la vía.

El jefe contemplaba a los pasajeros, y Berry pensó: «Ahora pronunciará unas palabras de despedida, nos dirá que hemos sido unos rehenes excelentes...»

—Deben permanecer en sus asientos —dijo el jefe—. No traten de levantarse. Permanezcan sentados.

Buscó el tirador de la puerta, sin volverse, y la abrió. Pisó la plancha de acero, y Berry pensó: «Ahora es el momento; está vuelto de espaldas; saca la pistola y túmbalo...» El jefe se dejó caer y desapareció de su vista. Justo antes de que se cerrase la puerta, Berry pudo ver al hombre más bajo, que estaba en la vía. Agarraba algo que parecía un tubo, y Berry, con súbita inspiración, supo lo que iba a pasarle al tren y sospechó la forma en que pensaban escapar y realizar lo que sin duda llamaría la Prensa una brillante y audaz huida.

Ni él mismo creía lo que estaba haciendo. En realidad, pensaba que seguía en su asiento, en vez de correr agachado, con la pistola en la mano. El vagón arrancó con tremenda sacudida, y el impulso lo lanzó a lo largo del coche, casi hasta la puerta posterior. Su mano tocó el metal amarillo del tirador de la puerta. Lo asió y abrió. Miró fijamente los raíles que se alargaban debajo de él y pensó: «Fuiste paracaidista; sabes cómo aterrizar.» Luego pensó: «Todavía estás a tiempo de volver atrás y sentarte.»

Saltó, voló y sintió un dolor angustioso, prolongado, antes de perder el conocimiento.

La Torre de Grand Central

Cuando las rojas luces del tablero de la Torre de Grand Central indicaron que el Pelham Uno Dos Tres se había puesto en marcha, Marino estaba relativamente sereno.

—Han arrancado —dijo.

A los pocos segundos, la Jefatura de Policía radiaba la información a todos los coches.

Mientras hablaba Marino, Mrs. Jenkins, con su voz pausada, le decía al teniente Garber:

—El Pelham Uno Dos Tres se ha puesto en marcha, y en este momento está a unos treinta metros de su posición anterior.

Todos los hombres de a pie y todos los coches se enteraron inmediatamente de la noticia.

Y empezó la persecución hacia el Sur, bajo tierra y en la superficie, como si todos los perseguidores estuviesen atados con hilos invisibles al Pelham Uno Dos Tres.

Ryder

Longman estaba excitadísimo y tropezó después de empujar el tubo. Pero no lo soltó al arrancar el tren y echarse él atrás; el tubo quedó en su mano. Ryder tiró de él, lo arrastró hasta el refugio de la pared del túnel y lo sujetó pasando un brazo sobre su pecho tembloroso, mientras la terrible mole del vagón pasaba zumbando.

Ryder arrancó el tubo de la insegura mano de Longman y lo arrojó al otro lado de la vía. Chocó con una columna y fue a caer sobre la vía del Norte. Steever y Welcome les esperaban, pegados a la pared del túnel, a una distancia equivalente a la longitud del vagón.

—Vamos —dijo Ryder.

Sin volverse a mirar si lo seguían los otros, se echó a correr hacia el Sur y se detuvo frente a la blanca luz de la salida de emergencia. Los otros se reunieron con él.

—No perdamos tiempo —dijo Ryder, vivamente—. Ya sabéis las instrucciones.

—Me pareció ver algo que caía de la parte de atrás del vagón —dijo Steever.

Ryder miró hacia atrás, sobre la vía. La luz del vagón en marcha se desvanecía a lo lejos.

—¿Qué aspecto tenía?

Steever se encogió de hombros.

—Grande. Como una sombra. Podía ser una persona. Pero no estoy muy seguro.

Welcome dijo:

—Si alguien se cayó de ese vagón, está listo para la funeraria. —Levantó su metralleta—. ¿Quieres que vaya a echar un vistazo? Si hay alguien allí y todavía vive, lo remataré.

Ryder volvió a mirar la vía. No se veía a nadie. Miró a Steever. ¿Psicosis de guerra? No sería la primera vez que la tensión conjurase fantasmas; había visto esto en hombres tan fríos y poco imaginativos como Steever. Soldados que patrullaban en la noche y daban la voz de alarma sin motivo alguno. Centinelas que disparaban contra sombras. Sí, también podía ocurrirle a Steever, y más teniendo en cuenta el dolor de la herida y los efectos causados por la pérdida de sangre...

—Olvídalo.

—Sólo he liquidado a uno en toda la tarde —dijo Welcome—. No me importaría grabar otra muesca en la culata de la metralleta.

—No —dijo Ryder.

—No —dijo Welcome, imitándolo—. ¿Y si decidiese actuar por mi cuenta?

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