—¿No puede usted darme idea de la clase de avería sufrida?
—Sería preciso ir a pedir explicaciones claras al garaje de Molt. Me parece que se trataba de un tornillo aflojado. Helen, la criada que les ha abierto la puerta, tiene consigo un hijo, y habrá querido tal vez entretenerse en desmontar las piezas. Los chiquillos suelen tener esas manías. Como es natural, la madre jura y perjura que el niño no se arrimó al coche. Y, sin embargo, según me dio a entender Molt, alguien tuvo que estropear aquella parte del coche en cuestión.
—¿Dónde está el garaje, señorita?
—En la otra parte de la casa.
—¿Está cerrado con llave?
De nuevo Esa pareció sorprenderse y respondió:
—No.
—Así, cualquiera podría manipular en su coche.
—Sí, podría si quisiera; pero ¿quién ha de querer semejante simpleza?
—Nada de simpleza, señorita. Usted no se convence del peligro a que está expuesta; peligro grave, gravísimo. Se lo digo yo. ¿Y sabe usted quién soy yo?
—¿Quién? —preguntó Esa conteniendo el aliento.
—Hércules Poirot.
—¡Oh! —exclamó la joven, con muy poca emoción.
—Usted conoce mi nombre, ¿verdad?
—Por supuesto.
Estaba turbada, confundida; se le leía en los ojos la angustia de no saber cómo salir del aprieto. Poirot la miraba atentamente.
—Se comprende, señorita, que no ha leído usted nunca mis libros.
—Eso... No... No todos... Naturalmente, pero conozco su nombre.
—Ahora miente usted por cortesía, señorita.
Me estremecí, recordando la confidencia que había tenido horas antes en el Majestic.
—Se comprende —siguió diciendo Hércules—. Es usted tan joven aún, que no ha oído hablar... ¡Se apaga tan pronto una fama!... Pero mi amigo aquí presente le explicará.
Esa me miró. Tosí para no tener que hablar inmediatamente, tras lo cual dije, algo embarazado:
—Monsieur Poirot es..., era..., un famoso detective.
—¿Y, según usted, basta eso? ¿No sabe usted dar a entender a la señorita que soy un detective único, incomparable, el más genial de todos cuantos han existido?
—Ya no tengo que tomarme ese trabajo, pues usted se ha dado a conocer por sí mismo, muy claramente por cierto.
—Pero hubiera sido más agradable no tener que violentar mi modestia. Esto se debería poder hacer sin necesidad de cantar las propias alabanzas.
—Se debería poder hacer cuando se tiene un perro fiel —dijo irónicamente Esa—. ¿Y quién es el perro?
—Soy Harold Hastings —respondí con gran frialdad.
—Lo que me sucede es asombroso, espléndido. ¿Y creen ustedes que alguien desea enviarme al otro mundo? El hecho sería sensacional. Pero no ocurren semejantes cosas en la realidad. Sólo suceden en los libros. Monsieur Poirot puede compararse a un cirujano inventor de una nueva operación, o a un médico que, habiendo estudiado cierta enfermedad, querría encontrarla en todos sus clientes.
—En fin —exclamó con impaciencia Poirot—. ¿Querría usted decidirse a hablar en serio? ¿Son ustedes efectivamente incapaces, los jóvenes de hoy, de mirar seriamente las cosas? No hubiera sido cosa de risa encontrar su cadáver con un lindo agujerito en la cabeza, en vez de encontrarlo en el sombrero. Le aseguro que en ese caso no hubiera usted reído.
—He oído una risa ultraterrena en una sesión espiritista —respondió Esa—. Pero en verdad, monsieur Poirot, su bondad me conmueve... Por lo demás, no puedo creer que no se trate de casos fortuitos.
—¡Es usted obstinada como un diablo!
—Y de eso precisamente deriva mi nombre. Mi abuelo tenía fama de haber vendido su alma al diablo. Por ello le llamaban
Nicolás el Diablote
. Era un hombre malo, pero bastante ingenioso. Yo le adoraba. Siempre iba con él, y la gente decía de nosotros: «Ahí va el
Diablote
con la
Diablesa
.» Y de ahí mi diminutivo, Esa; pero mi verdadero nombre es Magdalena, nombre que abunda bastante en nuestra familia. Ahí tiene usted una —añadió mostrándonos un retrato que había en la pared.
Después de mirarlo, preguntó Poirot:
—Y el otro retrato que hay encima de la chimenea, ¿es el de su abuelo?
—Sí. Una verdadera obra de arte. Jim Lazarus deseaba que yo se lo vendiese, pero no he querido. No quiero separarme del querido
Diablote
.
Poirot permaneció pensativo un momento. Luego, con grave acento, siguió diciendo:
—Escúcheme, señorita, y le suplico que preste mucha atención. La amenaza un gran peligro; hoy alguien ha disparado contra usted con una pistola Mauser.
—¿Una pistola Mauser?
La vimos vacilar.
—Sí. ¿Conoce usted alguien que tenga un revólver de esa marca?
La joven dijo con una sonrisa:
—Yo tengo uno.
—¿Usted?
—Sí. Era de mi padre, que lo trajo a casa al volver de la guerra, y desde entonces lo he visto rodar por ahí. El otro día estaba en este cajoncito.
Indicó un escritorio antiguo, y movida por súbita sospecha, se levantó de pronto y corrió a abrir el cajón, tras lo cual se volvió a nosotros y nos dijo con gran mudanza en la voz:
—¡Ya no está!
A partir de aquel momento la conversación tomó otro giro. Hasta allí, Poirot y su interlocutora habían tenido palabras contrarias, permaneciendo infranqueable entre ellos la alta barrera de los años. No habiendo sabido hasta entonces nada de la gran fama del detective, pues su generación solamente sabe los nombres conocidos de la actualidad inmediata, Esa Buckleys no había dado importancia a la clamorosa autopresentación del detective. Para ella, Poirot había sido hasta aquel momento un forastero anciano y casi cómico con su propensión al melodrama.
Su actitud había herido a Hércules en su vanidad, ya que estaba convencidísimo de que todo el mundo conocía su existencia. Y he aquí que alguien la ignoraba. Lo cual no era del todo inútil para él, convencido estoy de ello, pero perjudicaba directamente al objeto a que quería llegar. No obstante, con el descubrimiento de la desaparición del revólver el asunto cambió de aspecto: Esa ya no lo juzgó como una broma poco interesante. Siguió hablando con desenvoltura, pues era su costumbre tomar las cosas a la ligera; pero en su modo de proceder se notaba ya cierta diferencia.
Se apartó del escritorio y volvió a sentarse a nuestro lado en el brazo de una butaca. Con grave semblante susurraba:
—Es extraño... Es extraño.
Poirot se volvió a mirarme:
—¿Se acuerda usted de mi dudosa hipótesis? Pues bien: como ve, no era desacertada. Si la señorita hubiera muerto en el jardín de la fonda, no se hubiera descubierto su cadáver probablemente hasta algunas horas después de cometido el delito. Pocas personas pasan por allí. Junto a ella, cual si se le hubiese caído de la mano, hubieran encontrado el revólver. Helen no hubiera titubeado en identificarlo, y habrían salido a relucir habladurías sobre preocupaciones, insomnios...
Esa replicó vacilante:
—Es verdad... ¡Tengo tantas preocupaciones!... Todos me reprochan haberme vuelto nerviosa... Sí; se hubiera hablado de todo esto.
—Y habrían atribuido el suceso a suicidio. Ninguna huella dactilar en la culata del arma, a no ser las de la señorita... Un caso sencillo, muy convincente. Eso hubiera sido todo.
—¿De veras? La cosa tiene una gracia tremenda —exclamó Esa, a la que, sin embargo, no parecía hacerle mucha.
Poirot tomó la frase en un sentido convencional.
—¿Tremenda? Sí. Pero convendrá usted conmigo, señorita, que ese juego ha durado ya bastante y debe terminar. Cuatro tentativas han sido inútiles, pero la quinta podría ser eficaz.
—Y bajaría yo a la negra tumba —se arriesgó a decir en tono alegre la joven.
—Pero aquí estamos el amigo Hastings y yo para evitarle ulteriores daños.
Me agradó aquel «estamos». Poirot no suele asociarme a mí en sus empresas. Creí, pues, deber añadir:
—Sí, sí, esté usted tranquila, señorita, que la protegeremos.
—Son ustedes muy amables —respondió miss Buckleys—. Todo esto es extraordinario, increíble, melodramático.
Esa no había querido desechar el tono alegre de quien no toma las cosas por lo trágico, pero parecíame descubrir cierta turbación en sus ojos.
—Lo primero que debemos hacer ahora —declaró Poirot— es tener una consulta.
Sentóse y la miró con expresión de sincera amistad.
—Ante todo, vamos a ver, señorita: ¿sabe usted si tiene enemigos?
Esa movió la cabeza, y casi parecía lamentar tener que respondernos:
—No creo tenerlos.
—Está bien. Podemos dejar por ahora esa hipótesis. Pasemos a la pregunta clásica de las películas y de las novelas policíacas: ¿a quién aprovecharía su muerte?
—No lo podría decir —contestó Esa—. Y precisamente eso es lo que me impide tomar por lo trágico mis casos. ¿Esta casa? Es una ruina. Y, además, está hipotecada hasta el máximo de su valor: el techo se hunde, la roca en que se apoya no esconderá seguramente un filón de antracita ni de ningún otro precioso mineral.
—¿Hipotecada?
—No hubo más remedio que recurrir a eso. Tenga usted presente que en pocos años he tenido que pagar dos veces derechos de sucesión. Mi abuelo murió hace seis años y poco después de él murió mi hermano. Ésa fue la última caída.
—¿Y su padre?
—Era inválido de guerra cuando volvió del frente y se lo llevó una pulmonía en mil novecientos diecinueve. Era yo muy niña cuando perdí a mi madre. Vivía aquí con el abuelo. Entre éste y mi padre no existía buena armonía, cosa que no puede sorprender, así, pues, mi padre nos dejó y empezó a correr por el mundo por su propia cuenta. Tampoco mi hermano Gerard se entendía con el abuelo. Y aun creo que éste no me hubiera tomado a mí cariño si yo hubiese nacido varón. Pero a mí me quería. Decía que yo era un retoño de la antigua rama y que había heredado todos los caracteres de ella —y al llegar aquí se interrumpió con una sonrisa—. Creo que mi abuelo era un calavera, pero con mucha suerte. Decían que en sus manos todo se convertía en oro. En cambio, como era jugador empedernido, pronto perdía lo que había ganado. Cuando murió, no dejó casi nada más que la casa y ese poco de terreno que la rodea. Entonces tenía yo dieciséis años y Gerard veintidós. Gerard falleció víctima de un accidente de automóvil hace tres años, y yo me quedé en posesión de la finca.
—¿Y a quién iría ésta a parar si usted desapareciese? ¿Cuál es su pariente más cercano?
—Mi primo Charles; Charles Vyse, un abogado domiciliado en Saint Loo, persona muy digna y muy buena, pero poco divertida. Siempre me aconseja que refrene mis gustos extravagantes.
—¿Y es él quien administra sus bienes?
—Administrar... Es un decir, porque yo no tengo nada que administrar. Sin embargo, Charles fue quien me buscó un prestador para la casa y los inquilinos de la casita que está próxima a la verja.
—¿La casita? Iba a pedirle datos sobre ella. ¿Está alquilada?
—Sí; a un matrimonio australiano, un tal Croft, con su esposa. Muy buena gente, de una cordialidad excesiva, oprimente. Nunca dejan de ofrecerme algún regalo de manojos de apios o peras primerizas o qué sé yo... Lo descuidado que está mi jardín les horroriza. Son algo pesados, es verdad, cuando menos él, demasiado diligente. Ella está inválida; la pobrecilla no puede moverse del sofá en el que permanece tendida desde la mañana a la noche. Además, pagan el alquiler, que para mí es un gran alivio.
—¿Hace mucho que han venido aquí?
—Unos seis meses.
—Comprendo. Ahora dígame: aparte de ese primo suyo... Entendámonos: ¿es primo por parte de su padre o de su madre?
—Por parte de mi madre, que de soltera se llamaba Any Vyse.
—Muy bien. Decía, pues, si no tiene otros parientes, aparte de ese primo.
—Tengo otros primos lejanos, auténticos Buckleys, que viven en el distrito de York.
—¿Y ninguno más?
—Ninguno.
—Está muy aislada.
Ella le miró.
—¿Aislada? ¡Qué gracia! Aquí estoy muy poco. Vivo generalmente en Londres. Por lo demás, los parientes suelen ser aguafiestas, husmean por todas partes, se meten en lo que no les importa... Vale más, mucho más, tenerlos lejos y no hacerles caso.
—No perderé el tiempo en compadecerla. Usted es una muchacha moderna... Ahora dígame qué personal tiene a su servicio.
—¿Personal?... Vaya una palabra imponente. El personal se reduce únicamente a Helen. Su marido cuida un poco del jardín, pero es jardinero de ocasión, se contenta con una mísera paga porque le he dado permiso para que tenga en casa a su hijo. Helen me sirve cuando estoy aquí, y ella y yo nos ayudamos en lo que podemos cuando doy alguna recepción. Daré una el lunes: la semana que viene es la semana de regatas, como usted sabe.
—¿El lunes?... Y hoy es sábado... Bueno. Dígame ahora algo de sus amigos. ¿Quiénes son los que comían hoy con usted?
—Frica Rice, la joven señora rubia, puede decirse que es mi mejor amiga. Es una criatura desgraciada, casada con un tunante, borracho y morfinómano, un desequilibrado sin miramientos humanos. Frica tuvo que separarse de él hace un año o dos, y desde entonces no para en ningún sitio... Quisiera que pudiese conseguir el divorcio para casarse de nuevo con Jim Lazarus.
—¿Lazarus? ¿El anticuario de Bond Street?
—El mismo. Mejor dicho, Jim es hijo único del dueño de esa casa de antigüedades. Tiene mucho dinero. ¿Han visto ustedes su automóvil? Jim es judío, pero de los buenos. Está enamoradísimo de Frica y siempre anda detrás de ella. Habían venido juntos a pasar el fin de semana en el Majestic, pero se detendrán un poco más para poder tomar parte en mi recepción del lunes por la noche.
—¿Y el marido de mistress Rice?
—¿El marido? Le echan de todos los cargos y ahora nadie sabe dónde para. Así, pues, la situación de su mujer es muy enojosa. ¿Cómo va a divorciarse de un individuo cuyo domicilio se ignora?
—Ya.
—¡Pobre Frica! Es desdichada de veras. Hubo un momento en que parecía poder quedar libre, pues el marido había aceptado dejarse sorprender en compañía de una mujer; pero a última hora dijo que andaba muy corto de dinero... Y por último consiguió que le pagasen para marcharse, y desde aquel día nadie ha vuelto a saber nada de él. En resumen, es un ser abyecto.
—¡Dios mío! —exclamé.