Recuerdos de la guerra de España

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Authors: George Orwell

Tags: #Historia, #Biografía

 

Recuerdos de la guerra de España
se publicó en 1942, en pleno apogeo del nazismo y pocos años después de la victoria de las tropas de Franco en la Guerra Civil. La inquietud de George Orwell por la rápida expansión de los totalitarismos que marcó sus obras más populares se muestra también en este texto en el que denuncia la manipulación de la verdad histórica y expresa su preocupación por el conocimiento de las generaciones futuras.

George Orwell

Recuerdos de la guerra de España

ePUB v1.0

Dermus
10.05.12

Autor: George Orwell

Editorial: Debate

ISBN: 978-84-9992-138-9

I

En primer lugar los recuerdos físicos, los ruidos, los olores, la superficie de los objetos. Es curioso, pero lo que recuerdo más vivamente de la guerra es la semana de supuesta instrucción que recibimos antes de que se nos enviara al frente: el enorme cuartel de caballería de Barcelona, con sus cuadras llenas de corrientes de aire y sus patios adoquinados; el frío glacial de la bomba de agua donde nos lavábamos; la asquerosa comida que tragábamos gracias al vino abundante; las milicianas con pantalones que partían leña y la lista que pasaban al amanecer, en la que mi prosaico nombre inglés era una especie de interludio cómico entre los sonoros nombres españoles: Manuel González, Pedro Aguilar, Ramón Fenellosa, Roque Ballester, Jaime Doménech, Sebastián Viltrón y Ramón Nuvo Bosch, cuyos nombres cito en particular porque recuerdo sus caras. Exceptuando a dos que eran escoria y que sin duda serán ahora buenos falangistas, es probable que todos estén muertos. El más viejo tendría unos veinticinco años; el más joven, dieciséis.

Una experiencia esencial en la guerra es la imposibilidad de librarse en ningún momento de los malos olores de origen humano. Hablar de las letrinas es un lugar común de la literatura bélica, y yo no las mencionaría si no fuera porque las de nuestro cuartel contribuyeron a desinflar el globo de mis fantasías sobre la guerra civil española. La letrina ibérica en la que hay que acuclillarse ya es suficientemente mala en el mejor de los casos, pero las del cuartel estaban hechas con una piedra pulimentada tan resbaladiza que costaba lo suyo no caerse. Además, siempre estaban obstruidas.

En la actualidad recuerdo muchísimos otros pormenores repugnantes, pero creo que fueron aquellas letrinas las que me hicieron pensar por primera vez en una idea sobre la que volvería a menudo: «somos soldados de un ejército revolucionario que va a defender la democracia del fascismo, a librar una guerra por algo concreto, y sin embargo, los detalles de nuestra vida son tan sórdidos y degradantes como podrían serlo en una cárcel, y no digamos en un ejército burgués». Ulteriores experiencias confirmaron esta impresión; por ejemplo, el aburrimiento, el hambre canina de la vida en las trincheras, las vergonzosas intrigas por hacerse con las sobras del rancho, las mezquinas y fastidiosas peleas en las que se enzarzaban hombres muertos de sueño.

El carácter de la guerra en la que se combate afecta muy poco al horror esencial de la vida militar (todo el que haya sido soldado sabrá qué entiendo por el horror esencial de la vida militar). Por ejemplo, la disciplina es idéntica, en última instancia, en todos los ejércitos. Las órdenes se tienen que obedecer y cumplir con castigos si es preciso, y las relaciones entre mandos y tropa han de ser relaciones entre superiores e inferiores. La imagen de la guerra que se presenta en libros como
Sin novedad en el frente
es auténtica en lo fundamental. Las balas duelen, los cadáveres apestan, los hombres expuestos al fuego enemigo suelen estar tan asustados que se mojan los pantalones. Es cierto que el fondo social del que brota un ejército influye en su adiestramiento, en su táctica y en su eficacia general, y también que la conciencia de estar en el bando justo puede elevar la moral, aunque este factor repercute más en la población civil que en los combatientes (la gente olvida que un soldado destacado en el frente o en los alrededores suele estar demasiado hambriento, o asustado, o helado, o —por encima de todo— demasiado cansado para preocuparse por las causas políticas de la guerra). Pero las leyes de la naturaleza son tan implacables para los ejércitos «rojos» como para los «blancos». Un piojo es un piojo y una bomba es una bomba, por muy justa que sea la causa por la que se combate.

¿Por qué vale la pena señalar cosas tan evidentes? Porque la intelectualidad británica y estadounidense no reparaba en ellas entonces, como tampoco lo hace en la actualidad. Nuestra memoria flaquea en los tiempos que corren, pero retrocedamos un poco, excavemos en los archivos del New Masse o del Daily Worker y echemos un vistazo a la romántica basura belicista que nuestros izquierdistas nos lanzaban antaño. ¡Cuánto tópico! ¡Cuánta insensibilidad y falta de imaginación! ¡Con qué indiferencia afrontó Londres el bombardeo de Madrid!

No me estoy refiriendo a los contrapropagandistas de derecha, los Lunn, Garvin y otras hierbas, que aquí se dan por descontado. Me refiero a las mismísimas personas que durante veinte años habían abucheado y criticado la «gloria» de la guerra, los relatos de atrocidades, el patriotismo, incluso el valor físico, con unos argumentos que habrían podido publicarse en el Daily Mail en 1918 cambiando unos cuantos nombres. Si con algo estaba comprometida la intelectualidad británica era con la versión desacreditadora de la guerra, con la teoría de que una contienda se reduce a cadáveres y letrinas y de que nunca conduce a nada bueno. Pues bien, las mismas personas que en 1933 sonreían con desdén cuando se les decía que en determinadas circunstancias había que luchar por la patria, en 1937 lo acusaban públicamente a uno de trotskifascista si insinuaba que las anécdotas que publicaba el New Masse sobre los recién heridos que pedían a gritos volver al combate quizás fueran exageradas. Y la intelectualidad izquierdista pasó de decir «la guerra es horrible» a decir «la guerra es gloriosa», no sólo sin el menor sentido de la coherencia, sino casi sin transición. Casi todos sus miembros darían después otros golpes de timón igual de bruscos. Porque tuvieron que ser muchos, algo así como el cogollo de la intelectualidad, los que aprobaron la declaración «Por el rey y la patria» de 1935, pidieron a gritos una «política firme» frente a Alemania en 1937, apoyaron a la Convención del Pueblo en 1940 y hoy exigen un «segundo frente».

En las masas, los extraordinarios cambios de opinión que hay en la actualidad, las emociones que se pueden abrir y cerrar como un grifo, son un efecto de la hipnosis que producen la prensa y la radio. En los intelectuales, yo diría que son efecto del dinero y de la seguridad personal pura y simple. En un momento dado pueden ser belicistas o pacifistas, pero en ninguno de los dos casos tienen una idea realista de lo que es la guerra. Cuando se entusiasmaron con la guerra civil española sabían, como es lógico, que había gente que mataba a otra gente y que morir así es desagradable, pero pensaban que la experiencia de la guerra no era en cierto modo humillante para un soldado del ejército republicano español. Las letrinas olían mejor, la disciplina era menos irritante. No hay más que echar un vistazo al New Statesman para comprobar que se lo creían: idénticas paparruchas se escriben sobre el Ejército Rojo en la actualidad.

II

Nos hemos vuelto demasiado civilizados para ver lo evidente. Porque la verdad es muy sencilla: para sobrevivir, a menudo hay que luchar; y para luchar, hay que mancharse las manos. La guerra es mala y es, con frecuencia, el mal menor. Los que tomen la espada, perecerán por la espada; y los que no la tomen, perecerán de enfermedades malolientes. El hecho de que valga la pena recordar aquí este lugar común revela lo que han producido en nosotros estos años de capitalismo de rentistas.

En relación con lo que acabo de decir, una breve nota sobre atrocidades:

Tengo poco conocimiento directo de las atrocidades que se cometieron en la guerra civil española. Sé que los republicanos fueron responsables de algunas y que los fascistas lo fueron de muchas más (y todavía siguen en ello). Pero lo que me llamó mucho la atención por aquellas fechas, y sigue llamándomela desde entonces, es que los individuos se creen las atrocidades o no se las creen basándose única y exclusivamente en sus inclinaciones políticas. Todos se creen las atrocidades del enemigo y no dan crédito a las que se cuentan del bando propio, sin molestarse en analizar las pruebas.

Hace poco, elaboré una lista de atrocidades cometidas entre 1918 y el presente
[1]
no pasó un año sin que se cometieran en alguna parte y no había prácticamente ningún caso; en el que la derecha y la izquierda creyeran las mismas historias al mismo tiempo. Y, lo que es más curioso aún, en cualquier momento se puede revertir la situación de manera radical y hacer posible que la atrocidad totalmente demostrada de ayer mismo se convierta en una mentira absurda, sólo porque haya cambiado el panorama político.

En la guerra actual, estamos en la curiosa situación de que emprendimos nuestra campaña contra las atrocidades mucho antes de que se iniciase el conflicto, y la emprendió sobre todo la izquierda, la gente que acostumbra a enorgullecerse de su incredulidad. En el mismo periodo, la derecha, divulgadora de las atrocidades en 1914-1918, observaba la Alemania nazi y se negaba de plano a ver ningún peligro en ella. Pero cuando la guerra estalló, fueron los pronazis de ayer los que se pusieron a repetir cuentos de miedo, mientras que los antinazis se quedaban de pronto dudando de si la Gestapo existía en realidad. No fue sólo por el pacto germano-soviético. Por un lado, fue porque antes de la guerra la izquierda había confiado erróneamente en que Gran Bretaña y Alemania no llegarían a enfrentarse; por tanto, podía ser antialemana y antibritánica al mismo tiempo. Y por el otro, fue porque la propaganda bélica oficial, con su hipocresía y fariseísmo nauseabundos, siempre consigue que la gente sensata simpatice con el enemigo.

Parte del precio que pagamos por las mentiras sistemáticas de 1914-1918 fue la exagerada reacción germanófila que siguió. Entre 1918 y 1933, a uno lo abucheaban en los círculos izquierdistas si insinuaba que Alemania había tenido siquiera una mínima responsabilidad en el estallido del conflicto. En todas las condenas de Versalles que oí durante aquellos años no recuerdo que nadie preguntara qué habría pasado si Alemania hubiera vencido, y menos aún, que se comentara la posibilidad. Lo mismo cabe decir de las atrocidades. Es sabido que la verdad se vuelve mentira cuando la formula el enemigo. Últimamente he comprobado que las mismas personas que se tragaron todos los cuentos de miedo sobre los japoneses en Nanking, en 1937, se han negado a creer los mismos cuentos en relación con Hong Kong en 1942. Incluso se notaba cierta tendencia a creer que las atrocidades de Nanking se habían vuelto retrospectivamente falsas —por así decirlo— porque el gobierno británico llamaba ahora la atención sobre ellas.

Pero, por desgracia, la verdad sobre las atrocidades es mucho peor que las mentiras que se inventan al respecto y con las que se hace la propaganda. La verdad es que se producen. Lo único que consigue el argumento que se aduce a menudo como motivación para el escepticismo —que en todas las guerras se divulgan las mismas historias— es aumentar las probabilidades de que las historias sean ciertas. Sin duda se trata de fantasías muy extendidas y la guerra proporciona una oportunidad para ponerlas en práctica. Además, aunque ya no esté de moda decirlo, no se puede negar que los que en términos generales llamamos «blancos» cometen muchas más y peores atrocidades que los «rojos».

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