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Authors: George Orwell

Tags: #Historia, #Biografía

Recuerdos de la guerra de España (2 page)

El comportamiento de los japoneses en China, por ejemplo, constituye una prueba. Tampoco caben muchas dudas sobre la larga lista de barbaridades que han cometido los fascistas en Europa en los últimos diez años. Hay una cantidad enorme de testimonios y una parte respetable de los mismos procede de la prensa y la radio alemanas. Estos hechos ocurrieron realmente, y esto es lo que no hay que perder de vista. Ocurrieron incluso a pesar de que lord Halifax dijera que ocurrían. Violaciones y matanzas en ciudades chinas, torturas en sótanos de la Gestapo, ancianos profesores judíos arrojados a pozos negros, ametrallamiento de refugiados en las carreteras españolas. Todas esas cosas sucedieron y no sucedieron menos porque el Daily Telegraph las descubra de pronto con cinco años de retraso.

III

Dos recuerdos, uno que no demuestra nada en concreto y otro que creo que permite entrever el clima reinante en un periodo revolucionario. Cierta madrugada, uno de mis compañeros y yo habíamos salido a disparar contra los fascistas en las trincheras de las afueras de Huesca. Entre su línea y le nuestra había trescientos metros, una distancia a la que era difícil acertar con nuestros anticuados fusiles; pero si se acercaba uno arrastrándose a un punto situado a unos cien metros de la trinchera fascista, a lo mejor, con un poco de suerte, le daba a alguien por una grieta que había en el parapeto.

Por desgracia, el terreno que nos separaba de allí era un campo de remolachas llano y sin más protección que unas cuantas zanjas, y había que salir cuando todavía estaba oscuro y volver justo después del alba, antes de que hubiera buena luz. Aquella vez no vimos a ningún fascista; nos quedamos demasiado tiempo y nos sorprendió el amanecer. Estábamos en una zanja, pero detrás de nosotros había doscientos metros de terreno llano donde difícilmente se habría podido esconder un conejo. Todavía andábamos infundiéndonos ánimos para echar una carrera cuando oímos mucho alboroto y silbatos en la trinchera fascista: se acercaban aviones nuestros. De pronto, un hombre, al parecer con un mensaje para un oficial, salió de un salto de la trinchera y corrió por encima del parapeto, a plena luz. Iba vestido a medias y mientras corría se sujetaba los pantalones con ambas manos. Contuve el impulso de dispararle. Es cierto que soy mal tirador y que es muy difícil dar a un hombre que corre a cien metros de distancia, y además yo estaba pensando sobre todo en volver a nuestra trinchera aprovechando que los fascistas estaban pendientes de los aviones. Sin embargo, si no le disparé fue por el detalle de los pantalones. Yo había ido allí a pegar tiros contra los «fascistas», pero un hombre al que se le caen los pantalones no es un «fascista»; es, a todas luces, otro animal humano, un semejante, y se le quitan a uno las ganas de dispararle.

¿Qué demuestra este episodio? Poca cosa, porque estos incidentes se producen continuamente en todas las guerras. El que viene ahora es distinto. Supongo que contándolo no conmoveré a los lectores, pero pido que se me crea si digo que me conmovió a mí, ya que fue un incidente característico del clima moral de un periodo concreto.

Un recluta que se incorporó a nuestra unidad mientras estábamos en el cuartel era un joven de los suburbios de Barcelona, de aspecto salvaje. Iba descalzo y vestido con andrajos. Era muy moreno —sangre árabe, me atrevería a decir— hacía gestos que no suelen hacer los europeos; uno en concreto (el brazo estirado, la palma vertical) era típico de los hindúes. Un día me robaron de la litera un haz de puros de los que todavía se podían comprar muy baratos. Con no poca imprudencia, di parte al oficial y uno de los granujas a los que ya me he referido se apresuró a adelantarse y dijo que a él le habían robado veinticinco pesetas, cosa completamente falsa. Por la razón que fuera, el oficial llegó a la conclusión de que el ladrón había sido el joven de tez morena. El robo era un delito grave en las milicias y en teoría se podía fusilar a un ladrón.

El pobre muchacho se dejó conducir al cuerpo de guardia para ser registrado. Lo que más me llamó la atención fue que apenas se quejó. En el fatalismo de su actitud se percibía la terrible pobreza en que se había criado. El oficial le ordenó que se desnudara. Con una humildad que me resultó insoportable, se quitó la ropa, que fue registrada. En ella no estaban ni los puros ni el dinero; la verdad es que el muchacho no los había robado. Lo más doloroso fue que parecía igual de avergonzado incluso después de haberse demostrado su inocencia. Aquella noche lo invité al cine y le di brandy y chocolate, pero la operación no fue menos horrible; me refiero a pretender borrar una ofensa con dinero. Durante unos minutos yo había creído a medias que era un ladrón y esa mancha no se podía borrar.

Pues bien, unas semanas después, estando en el frente, tuve un altercado con un hombre de mi sección. Yo era cabo por entonces y tenía doce hombres a mi mando. Estábamos en un periodo de inactividad, hacía un frío espantoso, y mi principal cometido era que los centinelas estuvieran despiertos y en sus puestos. Cierto día, un hombre se negó a ir a determinado puesto, que según él estaba demasiado expuesto al fuego enemigo, cosa que era cierta. Era un individuo débil, así que lo cogí del brazo y tiré de él. El gesto despertó la indignación de los demás, porque me da la sensación de que los españoles toleran menos que nosotros que les pongan las manos encima. Al instante me vi rodeado de hombres que me gritaban: «¡Fascista! ¡Fascista! ¡Déjalo en paz! Esto no es un ejército burgués. ¡Fascista!», etcétera. En mi mal español, les expliqué lo mejor que pude que las órdenes estaban para cumplirlas. La polémica se convirtió en una de esas discusiones tremendas mediante las que se negocia poco a poco la disciplina en los ejércitos revolucionarios. Unos decían que yo tenía razón; otros, que no. La cuestión es que el que se puso de mi parte de forma más incondicional fue el joven de tez morena. En cuanto vio lo que pasaba, se plantó en medio del corro y se puso a defenderme con vehemencia. Haciendo aquel extraño e intempestivo gesto hindú, repetía sin parar: «¡No hay un cabo como él!». Más tarde solicitó un permiso para pasarse a mi sección.

¿Por qué me resulta conmovedor ese incidente? Porque en circunstancias normales habría sido imposible que se restablecieran las buenas relaciones entre nosotros
[2]
. Con mi afán por reparar la ofensa no sólo no habría mitigado la acusación tácita de ladrón, sino que a buen seguro la habría agravado. Un efecto de la vida civilizada y segura es el desarrollo de una hipersensibilidad que acababa considerando repugnantes todas las emociones primarias. La generosidad es tan ofensiva como la tacañería; la gratitud, tan odiosa como la ingratitud. Pero quien estaba en la España de 1936 no vivía en una época normal, sino en una época en la que los sentimientos y detalles generosos surgían con mayor espontaneidad.

Podría contar una docena de episodios parecidos, en apariencia insignificantes pero vinculados en mi recuerdo con el clima especial de la época, con la ropa raída y los carteles revolucionarios de colores alegres, con el empleo general de la palabra «camarada», con las canciones antifascistas impresas en un papel pésimo, que se vendían por un penique, con expresiones como «solidaridad proletaria internacional», repetidas conmovedoramente por analfabetos que creían que significaba algo.

¿Sentiríamos simpatía por otro y nos pondríamos de su parte en una pelea después de haber sido ignominiosamente registrados en su presencia, en busca de objetos que se sospechaba que le habíamos robado? No, desde luego que no; sin embargo, podríamos sentir y obrar de este modo si los dos hubiéramos pasado una experiencia emocionalmente enriquecedora. Es una de las consecuencias de la revolución, aunque en este caso sólo había un barrunto de revolución y estaba a todas luces condenado, de antemano, al fracaso.

IV

La lucha por el poder entre los partidos políticos de la España republicana es un episodio desdichado y lejano que no tengo ningún deseo de revivir en estos momentos. Lo menciono sólo para decir a continuación: no creáis nada, o casi nada, de lo que leáis sobre los asuntos internos en el bando republicano. Sea cual fuera el origen de la información, todo es propaganda de partido, es decir, mentira. La verdad desnuda sobre la guerra es muy simple. La burguesía española vio la ocasión de aplastar la revolución obrera y la aprovechó, con ayuda de los nazis y de las fuerzas reaccionarias de todo el mundo. Aparte de eso, es dudoso que pueda demostrarse nada.

Recuerdo que en cierta ocasión le dije a Arthur Koetsler: «La historia se detuvo en 1936». Él lo comprendió de inmediato y asintió con la cabeza. Los dos pensábamos en el totalitarismo en general, pero más concretamente en la guerra civil española. Ya de joven me había fijado en que ningún periódico cuenta nunca con fidelidad cómo suceden las cosas, pero en España vi por primera vez noticias de prensa que no tenían ninguna relación con los hechos, ni siquiera la relación que se presupone en una mentira corriente. Vi informar sobre grandiosas batallas cuando apenas se había producido una refriega, y silencio absoluto cuando habían caído cientos de hombres. Vi que se calificaba de cobardes y traidores a soldados que habían combatido con valentía, mientras que a otros que no habían visto disparar un fusil en su vida se los tenía por héroes de victorias inexistentes; y en Londres, vi periódicos que repetían estas mentiras e intelectuales entusiastas que articulaban superestructuras sentimentales sobre acontecimientos que jamás habían tenido lugar.

En realidad vi que la historia se estaba escribiendo no desde el punto de vista de lo que había ocurrido, sino desde el punto de vista de lo que tenía que haber ocurrido según las distintas «líneas de partido». Sin embargo, y por horrible que fuera, hasta cierto punto no importaba demasiado. Afectaba a asuntos secundarios, a saber: a la lucha por el poder entre la III Internacional y los partidos izquierdistas españoles, y a los esfuerzos del gobierno ruso por impedir la revolución en España. Pero la imagen general de la guerra que daba el gobierno de la República al mundo no era falsa. Los asuntos principales eran y como los explicaban sus portavoces. En cambio, los fascistas y sus partidarios no podían ni por asomo ser tan veraces. ¿Cómo iban a confesar sus verdaderos objetivos? Su versión de la guerra era pura fantasía, y en aquellas circunstancias no habría podido ser otra cosa.

El único recurso propagandístico que tenían los nazis y fascistas era presentarse como patriotas cristianos que querían salvar a España de la dictadura rusa. Para ello, había que fingir que en la vida en la España republicana era una incesante escabechina (véanse el Catholic Herald o el Daily Mail, que no obstante, resultaban un juego de niños en comparación con la prensa fascista de la Europa continental) y había que exagerar la magnitud de la intervención rusa.

Fijémonos en un solo detalle de la ingente montaña de mentiras que acumuló la prensa católica y reaccionaria del mundo entero: la supuesta presencia de un ejército ruso en España. Todos los fervientes partidarios de Franco estaban convencidos de ello, y calculaban que podía constar de medio millón de soldados. Ahora bien, no hubo ningún ejército ruso en España. Puede que hubiera algunos pilotos y técnicos, unos centenares a lo sumo, pero de ningún modo un ejército. Varios millares de combatientes extranjeros, por no hablar de millones de españoles, fueron testigos de lo que digo; sin embargo, sus declaraciones no hicieron mella alguna en los partidarios de Franco, que por otro lado no estaban en la España republicana. Al mismo tiempo, estos últimos se negaban categóricamente a admitir la intervención alemana e italiana mientras la prensa alemana e italiana proclamaba a los cuatro vientos las hazañas de sus «legionarios». He preferido hablar sólo de un detalle, pero la verdad es que toda la propaganda fascista sobre la contienda era de ese nivel.

Estas cosas me parecen aterradoras, porque me hacen creer que incluso la idea de verdad objetiva está desapareciendo del mundo. A fin de cuentas, es muy probable que estas mentiras, o en cualquier caso otras equivalentes, pasen a la historia. ¿Cómo se escribirá la historia de la guerra civil española? Si Franco se mantiene en el poder, los libros de historia los escribirán sus prebendados y —por ceñirme al detalle de antes— el ejército ruso que nunca existió se convertirá en hecho histórico que estudiarán los escolares de las generaciones venideras. Pero supongamos que dentro de poco cae el fascismo y se restablece en España un gobierno más o menos democrático; incluso así, ¿cómo se escribirá la historia? ¿qué archivos habrá dejado Franco intactos? Y aún suponiendo que se pudieran recuperar los archivos relacionados con el bando republicano, ¿cómo se podrá escribir una historia fidedigna de la guerra? Porque, como ya he señalado, en el bando republicano también hubo mentiras a espuertas. Desde el punto de vista antifascista se podría escribir una historia de la guerra que sería fiel a la verdad en términos generales, pero sería una historia partidista que no merecería ninguna confianza en lo que se refiere a los detalles de poca monta. Sin embargo, es evidente que se escribirá una historia, la que sea, y cuando hayan muerto los que recuerden la guerra, se aceptará universalmente. Así que, a todos los efectos prácticos, la mentira se habrá convertido en verdad.

Sé que está de moda decir que casi toda la historia escrita es una sarta de mentiras. Estoy dispuesto a creer que la mayor parte de la historia es tendenciosa y poco sólida, pero lo que es característico de nuestro tiempo es la renuncia a la idea de que la historia se podría escribir con veracidad. En el pasado se mentía a sabiendas, o se maquillaba de forma inconsciente lo que se escribía, o se buscaba denodadamente la verdad, sabiendo muy bien que los errores eran inevitables; pero en cualquier caso se creía que «los hechos» habían existido y que eran más o menos susceptibles de descubrirse. Y en la práctica, había siempre un consideraba caudal de datos que casi todos admitían. Si consultamos la historia de la última guerra [la I Guerra Mundial], por ejemplo, en la Enciclopedia Británica, veremos que una parte considerable del material procede de fuentes alemanas. Un historiador británico y otro alemán podrían disentir en muchas cosas, incluso en las fundamentales, pero sigue habiendo un acervo de datos neutrales, por llamarlos de algún modo, que ninguno de los dos se atrevería a poner en duda. Es esta convención de base, que presupone que todos los seres humanos pertenecemos a una misma especie, lo que destruye el totalitarismo. La teoría nazi niega en concreto que exista nada llamado «la verdad». Tampoco, por ejemplo, existe «la ciencia»: lo único que hay es «ciencia alemana», «ciencia judía», etcétera. El objetivo tácito de esa argumentación es un mundo de pesadilla en el que el jefe, o la camarilla gobernante, controla no sólo el futuro sino también el pasado. Si el jefe dice de tal o cual acontecimiento que no ha sucedido, pues no ha sucedido; si dice que dos y dos son cinco, dos y dos serán cinco. Esta perspectiva me asusta mucho más que las bombas, y después de las experiencias de los últimos años no es una conjetura hecha a tontas y a locas.

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