Perdona si te llamo amor (75 page)

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Authors: Federico Moccia

Tags: #Romántico

Se baja, deja a la vista la tarjeta horaria y cierra el minicoche. Se sube a la acera y se acerca a los timbres. Lee los nombres. Giorgetti. Danili. Benatti… Ahí está. Y llama. Mientras espera, el corazón le late con fuerza.

—Sí, ¿quién es? —Una voz gritona la sorprende. Se acerca al timbre e inclina la cabeza.

—Sí, soy yo. Quiero decir… estoy buscando al señor Stefano si está.

—Sí, acaba de salir de la oficina. Debe de estar bajando. Si espera, se encontrarán ahí abajo. —Y cuelga el interfono.

Ah. Bien. Ni siquiera tengo que subir. Así que él baja. Y me encuentra aquí. ¡Y ni siquiera sabe quién soy! ¿Qué le digo? ¿Cómo me pongo? ¿Las piernas rectas y rígidas? ¿O mejor me apoyo en el coche, como posando? ¿Y si sostengo la bolsa con las dos manos frente a mí, en plan «aquí tienes tu paquete»? No, será mejor que… Pero no le da tiempo a acabar. Un chico no muy alto, con una chaqueta ligera de lino abre la puerta del portal y la cierra a sus espaldas. Entonces levanta la cabeza y ve a una chica con un vestido corto muy bonito, gris y azul, que está mirando hacia el cielo. Parece que hable sola. Stefano hace una graciosa mueca de sorpresa. Está a punto de irse. Ella se da la vuelta de repente. Lo ve. Silencio.

—¡Eh, perdona!

Stefano se vuelve.

—¿Sí? ¿Hablas conmigo?

—¡Si sólo estás tú! ¿Por casualidad eres Stefano?

—Sí, ¿por qué?

—¡Esto es tuyo! —Y le tiende el ordenador en su funda.

—¿Mío? ¿Qué es? —Stefano se le acerca, coge la funda y la abre, sosteniéndola sobre su rodilla levantada. La cara le cambia de golpe—. ¡No! ¡No me lo puedo creer! ¡Es mi portátil! ¡No te haces idea! ¡Lo tenía todo dentro, un montón de cosas que no había salvado! He tenido que matarme a trabajar, y algunas cosas incluso las he vuelto a escribir de nuevo. Pero ¡lo perdí hace tiempo! ¡Vaya, no es que lo perdiera, más bien me lo pisparon!

—Pues claro, si lo dejas encima de un contenedor, ¿qué esperas? ¡¿Que te lo devuelvan los de la limpieza o un gato vagabundo?!

Stefano la mira.

—¿Quién eres, cómo lo has hecho?

—El gato. Yo soy el gato que esa noche pasó por allí y se lo encontró. Después lo encendí. Ni siquiera le habías puesto contraseña de acceso. ¡Qué tonto! Así todo el mundo puede leer lo que hay. ¡Eso es peligrosísimo!

—¡Nunca la pongo, porque como soy tan distraído se me olvida siempre!

—Yo te doy una muy fácil: ¡Erica!

—¿Erica?

—Sí, mucho gusto. —Y le tiende la mano riéndose—. ¡No se te puede olvidar! ¡Es el nombre de tu ángel de la guarda!

Stefano sigue sorprendido, pero al final sonríe.

—Oye —continúa Erica—, ¿qué pensabas hacer ahora? Son casi las nueve. Caramba, tú sí que trabajas, ¿eh?

—Sí, últimamente me han dado un montón de trabajo en la editorial. ¿Que qué pensaba hacer? Me voy a comer algo, como todo el mundo. ¡Me muero de hambre!

—¡Yo también!

Silencio.

—Bueno, si estás casado, prometido, blindado, pillado, pescado o similar, dímelo. Lo entenderé. Puede ser también que pienses que soy una maníaca y que te violaré en cuanto doblemos la esquina. También en ese caso te entenderé.

Más silencio.

—Todo te lo dices tú, ¿eh? Qué va. ¿Blindado de qué? ¡¿Quién iba a quererme?! —Y se ríe. Con una sonrisa que Erica nunca ha visto. Una sonrisa de luna lejana, de mar que va y viene, de todas esas palabras que ha leído de él en las semanas precedentes. Una sonrisa hermosa—. En realidad, estoy en deuda contigo. Tienes razón. ¿Cenamos juntos? ¿Te apetece una pizza? ¡No puedo permitirme más!

—¡Sí! ¿Y si te violo?

—Bueno, todas las mañanas hago… ¡abdominales! ¡¿Crees que pondré defenderme?!

Erica se echa a reír.

—¿Vas a pie?

—No, tengo un minicoche.

—Déjalo aquí, es una zona tranquila. ¿Te apetece caminar? La noche es apacible y hay una buena pizzería aquí cerca.

—Ok. —Y se alejan.

—Mira qué bonita, la iba escuchando antes, mientras venía hacia aquí…

Erica le pasa los auriculares de su iPod. Stefano se lo pone con un poco de trabajo. Entonces empieza a caminar al ritmo de la música.

—Eh, no está nada mal, en serio. Yo siempre escucho música clásica, ¿sabes?

—¿De veras? Me gustaría aprender a escucharla, me parece tan…

—¿Antigua?

—No, antigua no, no sé, extraña… ¡Difícil! O sea, a lo mejor, no sé, me cuesta entenderla.

Stefano sonríe.

—Estoy seguro de que no te iba a costar tanto… ¿Y estos que estoy escuchando quiénes son?

—Los Dire Straits…
Money For Nothing

—Ah, sí, los conozco.

Y ella sonríe. Y también él, mientras empieza
Sultans Of Swing
. Y siguen. Como cada primera vez. Y el mundo parece detenerse a su alrededor para dejarlos pasar, para verlos alejarse juntos, hacia una cena simple que de todos modos está llena de cosas nuevas que contar.

«Y ahora una noticia del mundo del espectáculo. Ayer se estrenó en varios cines la nueva película del director Piero Caminetti. Al acabar la proyección, en la sala principal del cine Adriano, en la que se hallaban presentes también los actores, el público silbó durante largo rato a la protagonista, la joven actriz debutante Paola Pelliccia. Su interpretación ha sido calificada de poco creíble y absolutamente inadecuada para el papel. Mucho mejor parado salió el protagonista, el personaje principal, interpretado por el conocido actor…»

La misma ciudad. Un poco más allá y un poco más tarde. Fuera, los coches pasan veloces. Pero el ruido del tráfico apenas se oye. O al menos ella no lo oye. De los altavoces llega con el volumen justo una canción. «…
Know no fear will still be here tomorrow, bend my ear I'm not gonna go away. You are love so why do you shed a tear, know no fear you will see heaven from here…»
No la conocía. Pero es bonita. Sí, no voy a tener miedo, porque tú seguirás aquí mañana. No tengas miedo, verás el paraíso desde aquí. Él la coge de la mano.

—¿Tus padres no están?

—No, el domingo por la noche siempre se van a cenar y después al cine.

—¿Hermanos o hermanas?

—No.

—¿Han salido también?

—Hijo único. —Y le aprieta la mano con delicadeza—. Ven. Te lo enseño. —Abre una puerta de madera de nogal y una sala grande, luminosa y llena de libros la acoge. No le da tiempo a preguntar «¿Lees mucho?», porque de todos modos le regala una respuesta aún más importante. Un beso largo, intenso, profundo la rapta. Y esa habitación parece un mar que se balancea en verano, parece un cielo que observa a dos nubes blancas que se persiguen. Robbie Williams llega desde el salón… y parece el viento cuando habla a los árboles y los mueve, y les habla de lugares lejanos, apenas visitados…
«We are love don't let it fall on deafears. Now it's clear, we have seen heaven from here…»
El paraíso es una simple habitación de un chico que juega a baloncesto y todas las mañanas tiene un detalle agradable con ella, un detalle con sabor a cereales y frutas del bosque. El paraíso es una colcha azul fina de una cama que la acoge como un pétalo que cae en las olas. Y ella se siente llevar, suave y un poco asustada, pero feliz de estar allí, de haber aceptado ese viaje que están a punto de emprender juntos. Sin partir. Sin maletas. Sin mapas ni planos. Porque en el amor los caminos y el paisaje se descubren cada vez. Porque nadie te los enseña. O quizá sí. Y su respiración te guía. Te dice dónde girar. Dónde aminorar. Dónde detenerse… Y partir de nuevo sin miedo. Filippo la mira así, tumbada, tan hermosa. Y le parece que nunca ha visto salir tanta luz de sólo dos ojos. Le parece que de repente la vida tiene sentido y que todo cuanto ha hecho hasta hoy ha servido precisamente para llegar hasta allí. A ese nuevo paraíso, destino: felicidad. Esa habitación. Se acerca despacio y la acaricia y siente que su respiración se hace más lenta y profunda, asustada, pequeña ola perdida en ese mar en el que están a punto de entrar.

—Yo… nunca lo he hecho… —le susurra ella al oído.

—Yo tampoco.

—¿Es tu primera vez?

—Sí… contigo. —Y puede que sea verdad o que no. Pero es tan hermoso creer en la felicidad. Y esa respuesta vale cien, vale mil, vale todo un pasado que ya no importa conocer. Porque cuando haces el amor con la persona a la que amas, es siempre la primera vez, es siempre una partida. Diletta lo mira y después lo abraza con todas sus fuerzas. Se siente protegida, se siente acogida y amada. Y entonces esa cama se convierte en una barca en medio de las olas. Olas tranquilas, ligeras, olas que acunan. Olas que no dan miedo. Olas que los llevan hacia una nueva isla desierta, sólo para ellos dos.

«Sucesos. El joven Gino Basanni, más conocido con el apodo de el Mochuelo, ha resultado herido de gravedad en un tiroteo. El joven había sido arrestado anteriormente por robo de coches y tráfico de estupefacientes. Esta vez intentaba dar un golpe más grande, introduciéndose…»

Más tarde. Entre la puerta y el armario hay colgada una fotografía de un enorme acantilado golpeado por el mar. Diletta la mira. Sonríe. Filippo le acaricia el cabello, lo aparta, libera su rostro dándole más luz. Y después un leve beso en la mejilla.

—Estás muy hermosa después del amor.

—Tú también. ¿Has visto?

—¿El qué?

—Los arrecifes.

Filippo se vuelve. También él mira la foto.

—Sí, es una foto que hice cuando fui a Bretaña, el verano pasado. ¿Sabes?, la llaman el reino del viento. Se puede hacer la ruta de los faros, desde Brest hasta Ouessant, saliendo del de Trézien, en Plouarzel. Pero a mí lo que me gustó fueron los acantilados. Sólidos, fuertes, siempre soportando el azote del mar, tanto que al final acaban formando parte de él.

Otro ligero beso en aquellos labios rojos, suaves, llenos de amor todavía.

—¿Lo has pensado alguna vez? Los arrecifes resisten las olas, la sal, el viento, pero se dejan modelar, cambian de forma, con el tiempo se vuelven lisos, van perdiendo las aristas, parecen suaves…

Diletta se apoya en él.

—Las olas y los arrecifes. Como el amor entre las personas. Uno se encuentra, se elige, se mete en mar abierto.

Filippo le coge el rostro entre las manos.

—Y tú, pequeña ola, te has hecho amar.

Se abrazan. Ella lo mira, se aprieta con fuerza a él. Y sonríe oculta entre sus brazos.

—He esperado tanto porque tenía miedo. Sentiría tanto haber sido una idiota. No hagas que tenga razón.

—Has sido inteligente al esperarme. Y al tener miedo. Pero ahora serías idiota si no disfrutases nuestra felicidad.

«Sigue el estado de pronóstico reservado del conocido cantante Fabio Fobia. Se vio involucrado en una pelea que se produjo en un local social de la Tiburtina. Al parecer, al final de su concierto, una chica del público mostró su disgusto por sus particulares e insistentes atenciones. Ello motivó una pelea entre el joven cantante y el acompañante de la chica, quien salió mucho mejor parado. Fabio Fobia continúa hospitalizado. A continuación, escucharemos una canción de su último single, que quedó finalista en el concurso de voces jóvenes de Villa Santa María, en Abruzzo: "Perdóname, a lo mejor me he equivocado, he recordado lo que me regalaste. Una sonrisa. Un beso. Un viaje nunca empezado…".»

El camarero llega con dos pizzas marineras humeantes. Ha traído ya dos jarras de cerveza bien fría. Erica lo mira.

—Tengo que confesarte una cosa.

—Dime.

—Tú escribes superbien. Me has hecho compañía en estas semanas. He leído tus cosas en el ordenador.

—¡Venga ya! ¿De veras?

—¿Te molesta?

—No. En el fondo, uno escribe para ser leído, antes o después. ¡Y mejor si es una extraña!

—Es curioso, porque a mí en cambio me parece que te conozco desde siempre. ¡A lo mejor es porque te he leído!

—¿Qué es lo que te ha gustado en particular?

—Bueno, por ejemplo, muchos pasajes que tienes en esa carpeta que se llama «Martin». Es tu nombre artístico, ¿verdad? Bonito. Sí, allí has escrito cosas muy bellas… hasta me las he copiado en la agenda. Esa última frase, la que dice «Y en el instante en que supo, dejó de saber». ¡Demonios, es preciosa!

Stefano se queda callado. Mastica un poco de pizza. Pero tiene una expresión graciosa. Erica continúa.

—Había también otra carpeta, la que se llamaba «El último atardecer». Vaya, a mí me parece que ahí has dado lo mejor de ti. ¡Hay pasajes preciosos! Pero eso no lo has terminado todavía, ¿verdad?

Stefano deja de comer. Apoya el tenedor en el enorme plato blanco. Coge su jarra y toma un sorbo de cerveza. Luego se echa a reír.

—¿Qué ocurre, qué es lo que he dicho?

—No, nada… ¡es que me hace gracia!

—¿El qué?

—Vale. «Martin» no es mi nombre artístico. Lo puse por Martin Eden. Y lo que has leído en esa carpeta es mi traducción de la novela de Jack London que lleva ese título.

Silencio.

—Es del que nos hablaron en la escuela…

—Sí, ese mismo. Van a sacar una versión moderna, y me habían encargado la traducción y tú… Bueno, por suerte me has salvado, no lo hubiese conseguido jamás si no me hubieses devuelto el ordenador con todo el trabajo que ya tenía hecho.

—Pero ¿en serio es de Jack London?

—Y tan en serio. Tengo que traducir también la próxima novela,
El vagabundo de las estrellas.

—Jo, y yo que creía que había leído Martin Eden. Lo podías haber puesto, ¿no?

Silencio.

—Entonces, ¿también la otra novela es de Jack London?

—No.

—¿De un amigo?

—No.

—¿De uno de los autores de la editorial?

—No. Es mía.

Silencio.

—¿Te estás quedando conmigo?

—No, en serio, es mía. Y eres la primera persona que la lee…

—¡Venga ya! ¡Eres muy bueno! —Y Erica golpea con las manos sobre la mesa haciendo que otros clientes de la pizzería se vuelvan—. ¡Eres genial! ¡Escribes que es una pasada! ¡Eres mi escritor favorito! —Coge la jarra y la levanta al cielo.

Stefano sonríe y hace otro tanto. Los cristales se tocan y resuenan alegres.

—¡Por el hombre de las palabras adecuadas para mí! —Y todavía no sabe lo cierto que es ese brindis.

Ciento veinticinco

Alessandro camina sonriente por la playa.

—Buenos días. —Pero el señor Winspeare no quiere saber nada. Hace ya más de tres semanas que estoy aquí, se encuentran todas las mañanas durante sus respectivos paseos, pero ese señor nunca responde a su saludo. Alessandro no desespera. Sigue así, como ha aprendido a vivir. Los demás no van a venir a cambiarnos en aquello que nos parece correcto o que sobre todo nos gusta hacer. Es cierto, este lugar es hermoso. Tenía razón ella, la chica de los jazmines. Alessandro sonríe para sí, mirando el mar a lo lejos. Se ve pasar alguna barca por la sutil línea del horizonte. Alessandro se cubre los ojos con la mano. Intenta mirar aún más lejos. A lo mejor llega algún ferry, una carta que leer, alguna cosa por la que sonreír. Acaba por desistir. No. Estoy demasiado lejos. Entonces mira a su alrededor. Las rocas, el prado verde que sube desde el acantilado, ese faro… la Isla Azul.

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