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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Novela negra escandinava

Petirrojo (39 page)

—El asesino se habrá deshecho de ellas, a menos que sea idiota. Y el hecho de que patease las huellas que dejó sobre la nieve indica que no lo es.

Harry dudaba. Reconocía esa sensación, ese repentino convencimiento de saber quién era el autor del crimen, y sabía que esa sensación era peligrosa, porque uno dejaba de hacerle caso a la duda, a esas pequeñas voces que sugieren contradicciones, que la perspectiva no es perfecta. La duda era como un jarro de agua fría y uno no quiere un jarro de agua fría cuando siente que está a punto de atrapar a un asesino. Sí. Harry había estado seguro otras veces. Y se había equivocado.

Halvorsen seguía hablando.

—Los mandos de Steinkjer compraron las botas Combat directamente a Estados Unidos, así que no puede haber muchas tiendas que las vendan. Y las botas del asesino son casi nuevas…

Harry siguió a la perfección su razonamiento:

—¡Muy bien, Halvorsen! Averigua quién las vende y empieza por las tiendas de accesorios militares. Después haces una ronda mostrando las fotos y preguntas si alguien recuerda haberle vendido un par de botas a ese tipo en los últimos meses.

—Harry, verás…

—Ya sé, antes he de obtener el visto bueno de Møller.

Harry sabía que las posibilidades de encontrar a un dependiente que recordase a todos los clientes a quienes les había vendido zapatos en los últimos meses eran mínimas. Claro está que las probabilidades mejoraban ligeramente si el cliente llevaba las palabras
«Sieg Heil»
tatuadas en el cogote, pero aun así… Tarde o temprano, Halvorsen tenía que aprender que el noventa por ciento del trabajo de la investigación de un asesinato consistía en buscar en el lugar equivocado. Después de colgar, Harry llamó a Møller. El jefe de grupo escuchó sus argumentos y cuando Harry terminó, se aclaró la garganta y le contestó:

—Me alegra oír que tú y Tom Waaler por fin estáis de acuerdo en algo.

—¿Ah, sí?

—Me llamó hace media hora para pedirme casi lo mismo que tú. Le di permiso para interrogar aquí a Sverre Olsen.

—¡Vaya, qué coincidencia!

—¿Verdad?

Harry no sabía exactamente qué decir. Así que cuando Møller le preguntó si quería alguna otra cosa, murmuró un adiós y colgó. Miró por la ventana. El tráfico de la hora punta acababa de iniciarse en la calle Schweigaard. Centró su atención en un hombre con abrigo gris y sombrero anticuado y siguió su lento caminar hasta perderlo de vista. Harry notó que su pulso volvía a la normalidad. Klippan. Casi lo había olvidado, pero ahora volvió a su mente como una resaca paralizante. Pensó en llamar al número interno de Rakel, pero desechó la idea.

Entonces ocurrió algo extraño.

Un movimiento que observó en un lateral de su campo de visión lo hizo dirigir la vista hacia algo que había al otro lado de la ventana. Al principio no pudo distinguir lo que era, sólo que se acercaba a gran velocidad. Abrió la boca, pero la palabra, el grito, o lo que quiera que su cerebro intentase formular, no llegó nunca a traspasar sus labios. Sonó un golpe suave, el cristal de la ventana vibró ligeramente y se quedó mirando una mancha de humedad en cuyo centro aparecía adherida una pluma gris, meciéndose al viento primaveral. Se quedó sentado un momento. Luego cogió su chaqueta y se apresuró hacia el ascensor.

Capítulo 63

CALLE JENS BJELKE

2 de Mayo de 2000

Sverre Olsen subió el volumen de la radio. Hojeaba lentamente las páginas del último número de la revista de moda
Kvinner & Kiær
de su madre, mientras escuchaba al locutor dar la noticia de las cartas de amenazas recibidas por los líderes de la Organización Sindical. Las gotas caían sin cesar por el canalón que pasaba justo sobre la ventana del salón. Soltó una carcajada. Sonaba a uno de los planes de Roy Kvinset. Aunque esperaba que esta vez las cartas tuviesen menos faltas de ortografía.

Miró el reloj. Aquella tarde se hablaría mucho del asunto en torno a las mesas de la pizzería Herbert. Estaba sin blanca, pero esa semana había reparado la vieja aspiradora Wilfa y su madre tal vez estuviese dispuesta a prestarle cien coronas. ¡A la mierda con el Príncipe! ¡Podía irse al diablo! Ya habían pasado quince días desde la última vez que le prometió que le pagaría «dentro de un par de días». Entre tanto, un par de personas a las que Sverre les debía dinero empezaron a adoptar un tono desagradablemente amenazador. Y lo peor de todo: otros habían ido a ocupar su mesa en la pizzería. Ya había pasado bastante tiempo desde el ataque al Dennis Kebab.

Últimamente, cuando estaba en la pizzería, le entraban a veces unas ganas irresistibles de levantarse y de gritar que era él quien había matado a la policía en Grunerløkka. Que el chorro de sangre que brotó con el último golpe salió disparado hacia arriba como un geiser, que murió entre gritos. No había razón para confesar que no tenía ni idea de que fuese oficial de policía. Ni tampoco que la sangre casi lo hizo vomitar.

¡El Príncipe podía irse al diablo! ¡Él sí sabía que ella era madero!

Sverre se merecía esos cuarenta mil, nadie podía negarlo. Pero ¿qué podía hacer? Después de lo que había pasado, el Príncipe le había prohibido llamarlo. Como precaución hasta que la cosa se hubiera calmado un poco, dijo.

Las bisagras de la puerta de la verja chirriaban. Sverre se levantó, apagó la radio y salió al pasillo. Mientras subía las escaleras, oyó los pasos de su madre sobre la gravilla del camino. Ya en su habitación, oyó también el tintineo de las llaves en la cerradura. Mientras ella trajinaba abajo, él se quedó de pie en medio de la habitación mirándose en el espejo. Pasó una mano por la calva y sintió los milimétricos pinchos de pelo que le rozaban los dedos como un cepillo. Se había decidido. Aunque le dieran los cuarenta mil, buscaría un trabajo. Estaba harto de estar en casa sin hacer nada y, la verdad, también estaba hasta el gorro de «los amigos» de la pizzería. Harto de seguir a gente que no iba a ninguna parte. Había sacado el curso de Técnico Electricista en la escuela de formación profesional y se le daba bien arreglar aparatos. Había muchos electricistas que buscaban aprendices y ayudantes. En un par de semanas, el pelo le habría crecido lo suficiente como para que no se viese el tatuaje de
«Sieg Heil»
en el cogote.

Cierto, el pelo. De repente se acordó de la llamada que había recibido la noche anterior, el policía con acento de Trøndelag que le había preguntado si llevaba el cabello teñido de rojo. Cuando se despertó esa mañana, pensó que había sido un sueño, hasta que su madre le preguntó en el desayuno qué clase de gente era la que llamaba a una casa a las cuatro de la madrugada.

Sverre apartó la vista del espejo y se centró en las paredes de su habitación. La foto del Líder, los posters del concierto de Burrum, la bandera con la esvástica, las cruces de hierro y el póster de
Blood & Honour,
una imitación de los viejos carteles de propaganda de Joseph Goebbels. Por primera vez se dio cuenta de que le recordaba a la habitación de un niño. Si sustituyera el pendón de Resistencia Blanca por el del Manchester United y la foto de Heinrich Himmler por la de David Beckam, aquello parecería el dormitorio de un chico de catorce años.

—¡Sverre! —gritó su madre.

Cerró los ojos.

No terminaba de irse. Nunca terminaba de irse.

—¡Sí! —respondió tan alto que el grito le resonó en la cabeza.

—¡Hay alguien aquí que quiere hablar contigo!

¿Allí mismo? ¿Alguien que quería hablar con él? Sverre abrió los ojos y observó indeciso su propia imagen en el espejo. Nadie iba nunca a su casa. Según creía, ni siquiera sabían que viviese allí. Sintió que se le aceleraba el corazón. ¿Sería el policía de Trøndelag otra vez?

Ya iba camino de la puerta cuando ésta se abrió.

—Buenos días, Olsen.

Por la ventana de la escalera entraba el sol primaveral, de modo que, a contraluz, sólo vio en el umbral la silueta de un hombre. Pero al oír su voz, supo perfectamente quién era.

—¿No te alegras de verme? —le preguntó el Príncipe cerrando la puerta tras de sí. Ya dentro, miró con curiosidad las paredes—. Vaya rincón que tienes aquí.

—¿Cómo te ha dejado…?

—¿Tu madre? Le enseñé esto —explicó el Príncipe al tiempo que agitaba en su mano una tarjeta con el escudo nacional en dorado sobre fondo celeste. En el dorso se leía POLICÍA.

—Joder —dijo Sverre tragando saliva—. ¿Es de verdad?

—¿Quién sabe? Relájate, Olsen. Siéntate.

El Príncipe le señaló la cama y él se sentó a caballo en la silla del escritorio.

—¿Qué haces aquí? —quiso saber Sverre.

—¿Tú qué crees? —preguntó el Príncipe a su vez, con una amplia sonrisa—. Ha llegado la hora de ajustar cuentas, Olsen.

—¿Ajustar cuentas?

Sverre no se había recobrado aún de la sorpresa. ¿Cómo sabía el Príncipe dónde vivía? Y aquella tarjeta de la policía… Al verlo ahora, Sverre se dio cuenta de que el Príncipe podría ser policía: el cabello pulcramente peinado, sus ojos tan fríos, el bronceado de solario y el dorso bien entrenado, la chaqueta corta de piel negra y suave y los vaqueros azules. ¡Qué raro que no se hubiese dado cuenta antes!

—Sí —dijo el Príncipe sin perder su sonrisa—. Ha llegado la hora de saldar cuentas.

Sacó un sobre del bolsillo interior y se lo tendió a Sverre.

—¡Por fin! —exclamó Sverre con una sonrisa fugaz y nerviosa a un tiempo, mientras metía la mano en el sobre—. Pero ¿qué es esto? —preguntó al ver que lo que sacaba era una hoja de papel.

—Es una lista con los nombres de las ocho personas a las que el grupo de delitos violentos visitará en breve y de las que, con toda probabilidad, tomará una muestra de sangre para un análisis de ADN, y comprobará si coincide con los restos de piel que se encontraron en la gorra que te dejaste en el lugar del crimen.

—¿Mi gorra? ¡Me dijiste que la habías encontrado en tu coche y que la habías quemado!

Sverre miraba aterrado al Príncipe, que negaba con gesto compasivo.

—Pues parece que lo que sucedió en realidad fue que, cuando volví al lugar del crimen, vi que había allí una pareja joven, muy asustada, que esperaba la llegada de la policía. La gorra debió de caérseme en la nieve a sólo unos metros del cuerpo.

Sverre se pasó las manos por la cabeza varias veces.

—Pareces aturdido, Olsen.

Sverre asintió con la cabeza e intentó sonreír, pero sus labios no parecían dispuestos a obedecerle.

—¿Quieres que te lo explique?

Sverre asintió otra vez.

—Cuando un policía muere asesinado, se atribuye al caso la máxima prioridad hasta que se encuentra al asesino, sin importar lo que se tarde en conseguirlo. Esta norma no figura en ningún reglamento, pero el hecho es que nunca se cuestionan los recursos utilizados cuando la víctima es oficial de policía. Ese es el problema cuando se asesina a un policía: los investigadores nunca se rinden hasta haber encontrado…

Señaló a Sverre.

—… al culpable. Sólo era una cuestión de tiempo, así que me he permitido ayudar un poco a los investigadores para que la espera no sea tan larga.

—Pero…

—¿Te preguntarás por qué he ayudado a la policía a encontrarte cuando es más que probable que me delates para que te reduzcan la pena?

Sverre tragó saliva. Intentó pensar, pero aquello era demasiado y su mente se atascó.

—Comprendo, es complicado, ¿verdad? —dijo el Príncipe pasando un dedo por la réplica de la Cruz de Hierro que colgaba de un clavo en la pared—. Por supuesto, te podía haber pegado un tiro justo después del asesinato. Pero entonces la policía se habría dado cuenta de que el objetivo de ese crimen no era otro que el de eliminar pistas, y habrían seguido la búsqueda.

Descolgó la cadena del clavo y se la puso alrededor del cuello, por encima de la chaqueta.

—Otra alternativa habría sido «resolver» el caso rápidamente yo mismo, pegarte un tiro durante la detención y procurar que pareciese que habías ofrecido resistencia. El problema con esta solución era que habrían podido sospechar de la extraordinaria competencia de una persona capaz de resolver el caso por sí sola. Alguien podría empezar a darle vueltas, máxime cuando esa persona es la última que vio a Ellen Gjeiten con vida.

Guardó silencio y soltó una carcajada.

—¡No pongas esa cara de miedo, Olsen! Te digo que ésas son las alternativas que deseché. Lo que hice fue quedarme al margen, mantenerme informado sobre la investigación y ver cómo estrechaban el cerco a tu alrededor. Mi plan era meterme en el juego cuando se acercasen demasiado, tomar el relevo y encargarme yo mismo de la última etapa. Por cierto que fue un borracho que ahora trabaja en el CNI quien dio con tu pista.

—¿Eres… eres policía?

—¿Me sienta bien? —preguntó el Príncipe señalando la Cruz de Hierro—, Olvídalo. Yo soy un soldado como tú, Olsen. Un barco ha de tener los maderos bien sellados, de lo contrario, se hundiría a la menor fuga de agua. ¿Sabes lo que habría pasado si te hubiese revelado mi identidad?

Sverre tenía seca la boca y la garganta y apenas si podía tragar saliva. Tenía miedo. Mucho miedo.

—No habría podido permitir que salieses vivo de esta habitación. ¿Lo comprendes?

—Sí —dijo Sverre con voz ronca—. M… mi dinero…

El Príncipe metió la mano en el interior de su chaqueta de piel y sacó una pistola.

—¡No te muevas!

Se acercó a la cama, se sentó al lado de Sverre y apuntó a la puerta mientras agarraba el arma con las dos manos.

—Es una pistola Glick, el arma corta más segura del mundo. Me llegó ayer de Alemania. Le han eliminado el número de serie. Su valor en la calle es de unas ocho mil coronas. Considéralo como el primer plazo del pago.

Sverre se sobresaltó al oír la detonación. Miró atónito el pequeño agujero que se había abierto en la pared, sobre la puerta. En el rayo de sol que se filtró como un láser por el orificio atravesando la habitación, bailaban las partículas de polvo.

—¡Tócala! —lo exhortó el Príncipe dejando caer la pistola en el regazo de Sverre. Después, se levantó y se encaminó hacia la puerta—. Sujétala con firmeza. Un equilibrio perfecto, ¿verdad?

Sverre sujetó la culata. Con apatía. Notó que el sudor le había empapado la camiseta. «Hay un agujero en la pared». No podía pensar en otra cosa. Que la bala había hecho otro agujero y que todavía no habían conseguido llamar a alguien para que lo arreglase. Entonces, pasó lo que tanto temía. Y cerró los ojos.

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