Piratas de Venus (22 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Ni en la inmensidad del espacio interestelar me sentí nunca tan indefenso como en aquellos instantes, en medio del proceloso mar de un país desconocido, rodeado de tinieblas, sumido en el caos y acosado quizás por terribles y misteriosos monstruos marinos, cuya forma ni siquiera podía imaginar. Estaba irremisiblemente perdido. Incluso, aunque mis camaradas se dieran cuenta del desastre, se verían impotentes para ayudarme.

Ningún bote podría mantenerse a flote en un mar como aquel, como dijo Kiron acertadamente. Sería asimismo difícil que un nadador consiguiera vencer el terrible azote de aquellas montañas de agua enfurecidas a las que vagamente podía denominarse olas.

¡Irremisiblemente perdido! ¿Cómo había podido cruzar por mi mente tal pensamiento? Yo no pierdo nunca la esperanza. Si me era imposible nadar contra las olas, nadaría con ellas, y a escasa distancia estaba la costa. Soy diestro en la natación a grandes distancias y mis músculos son vigorosos. Si había un hombre capaz de sobrevivir en un mar semejante, sería yo. Sabía que lo sería, pero si no lo conseguía estaba decidido a tener al menos el consuelo de morir luchando.

No me embarazaban las prendas de vestir, ya que apenas si cabe llamar vestido al típico traje amtoriano. Mí único impedimento eran las armas, pero no quería desprenderme de ellas comprendiendo que si conseguía sobrevivir en el mar, difícilmente lo conseguiría en tierra firme si iba desarmado. Realmente, ni el cinturón, ni la pistola, ni la daga, me molestaban demasiado y su peso, era de escasa importancia, pero no ocurría lo mismo con el sable. Si no habéis tratado de nadar llevando un sable colgado del cinturón, no lo intentéis, cuando el mar está movido. Cabe pensar que en estas circunstancias aquella arma pende hacia abajo sin que se interfiera en los movimientos, pero desgraciadamente no ocurría así en mi caso. Las grandes olas me zarandeaban inexorablemente de un lado para otro, revoleándome, y mi sable se me incrustaba en alguna parte del cuerpo o se enredaba entre mis piernas, y una vez en que una ola me puso boca arriba, me golpeó la cabeza. A pesar de ella, no me decidía a desprenderme del arma.

Después de haber luchado durante unos minutos con el mar, llegué a la conclusión de que el peligro de perecer ahogado no era inminente. Podía mantener la cabeza sobre las olas con bastante frecuencia para obtener aire suficiente para mis pulmones, y como el agua estaba caliente no corría el riesgo de perecer aterido, como ocurre a menudo a los que se ven sumergidos en el mar helado. Salvo cualquier contingencia que pudiera surgir en aquel mundo que tan escasamente conocía, existían dos peligros serios contra mi vida. El primero, la posibilidad de verme atacado por algún monstruo feroz de los que debían de pulular en las profundidades del mar amtoriano; el segundo, mucho más efectivo, la proximidad de la costa, batida por las aguas, que yo pretendía alcanzar para pisar suelo firme.

Esto hubiera sido suficiente para desalentarme, pues había visto rompientes de aguas sobre demasiadas escolleras para ignorar la amenaza que podían significar aquellas toneladas incalculables de agua, chocando, abriéndose paso hasta el corazón de las tierras más pétreas.

Nadé lentamente hacia la costa, dirección que afortunadamente era la misma hacia la que me llevaba la tormenta. No pretendía agotar mis fuerzas innecesariamente y me contentaba con mantenerme a flote mientras avanzaba lentamente. La luz del día comenzó a surgir y cuando las olas me alzaban a su cresta, podía ver la costa con extraordinaria claridad. Se hallaba a una milla de distancia y ofrecía un aspecto inhóspito. Las aguas se rompían duramente en la línea costera chocando contra las rocas y levantando cascadas de blanca espuma por el aire. Sobre el estruendo de la tormenta resonaba amenazadoramente el de las aguas a través de aquella milla de mar enfurecido, advirtiéndome que la muerte me esperaba para darme su abrazo, a las puertas mismas de lo que podía haber sido mi salvación.

Resultaba una dura alternativa. La muerte me acosaba por todas partes y únicamente me restaba escoger el lugar y la manera de perecer. Podía morir en el mismo sitio en que estaba nadando o dejarme destrozar entre las rocas. Ninguna de las dos eventualidades despertaba en mí un gran optimismo. Como una verdadera tirana, la muerte no se mostraba pródiga en la elección. No obstante, yo me resistía a morir.

Las ideas son algo, pero no todo. Poco importaban mis deseos de vivir; lo más trascendental era hacer algo para conseguirlo. Mi situación ofrecía escasos recursos de salvación. Únicamente la costa me ofrecía esta esperanza. Por consiguiente, luché para llegar a ella. Mientras me iba acercando, cruzaban por mi imaginación pensamientos irreverentes, aunque algunos no lo fueran, y entre ellos había las oraciones propias de la agonía. No sé por qué se me ocurrió esta idea, pero no siempre podemos controlar nuestros pensamientos. La verdad era que la sentencia “En medio de la vida estamos muriendo” resultaba apropiada a mi situación.

Cambiando un poco los términos de la frase, conseguí modificar algo su sentido. En medio de la muerte puede existir la vida. Acaso...

Al izarme las olas, me proporcionaban un breve atisbo de la muerte en medio de la cual podría encontrar yo la vida. La costa se iba convirtiendo, a menor distancia, en algo más que una línea ininterrumpida de rocas y de aguas espumeantes. Sin embargo, aun no conseguía distinguir los detalles, pues cada vez que podía obtener una fugaz visión de sus contornos, me veía hundido de nuevo en el fondo del abismo.

Mis esfuerzos, unidos a la furia de la galerna me fueron aproximando a la costa, hasta el lugar en que había de verme empujado repentinamente por el enfurecido mar y precipitado contra las combatidas rocas que alzaban sus ásperas y solitarias crestas sobre las hirvientes aguas de sus rompientes.

Una gran ola me elevó y me precipitó hacia la costa. El final se acercaba. ¡Con la velocidad de un caballo de carreras me arrojaba contra mi destino! La espuma envolvió mi cabeza y me vi revolcado como un corcho en medio de un torbellino. No obstante, luché para elevar la cabeza por encima de la superficie buscando una bocanada de aire. Seguí luchando para prolongar mi vida un poco más, para no perecer al verme precipitado sin misericordia contra las crueles rocas. Así es de poderoso el instinto de la vida.

Las olas me arrastraban más y más. Los segundos parecían una eternidad. ¿Dónde estaban las rocas? Casi las ambicionaba para acabar así tan inútil lucha. Pensé en mi madre y en Duare. Casi me enfrenté con filosófica calma con el extraño final que me esperaba. En el otro mundo que había abandonado para siempre nadie conocería mi triste suerte. Así es el egoísmo humano, que incluso ante la muerte aspira a tener un auditorio.

En aquel momento descubrí la fugaz visión de unas rocas. Se hallaban a la izquierda. Siendo así que debían encontrarse enfrente. Resultaba incomprensible. Las olas se rasgaban arrastrándome. Y aún continuaba viviendo y seguía sintiendo en mis desnudas carnes el contacto de las aguas.

De una manera imprevista la furia del mar cedió. Me alcé sobre la cresta de una ola decreciente, para contemplar atónito las relativamente tranquilas aguas de una pequeña ensenada. Había sido arrastrado al interior de una cueva marina y ante mis ojos se ofreció una arenosa playa. Así escapé de las negras garras de la muerte. Parecía un milagro.

El mar me dio el último topetazo y me hizo rodar sobre la arena, para mezclarme entre las materias arrastradas por las olas. Me levanté en el acto y miré a mi alrededor. Mi devoción debiera haberme impelido a dar gracias a Dios, pero tal vez no lo hice porque había algo que dominaba mi mente. Había salvado mi vida, pero Duare seguía en peligro.

La cueva a donde había sido arrojado estaba formada por la boca de una garganta que se adentraba en el territorio, entre bajas colinas, cuyas faldas y cumbres estaban salpicadas de árboles pequeños. Por ninguna parte vi los árboles gigantescos de Vepaja y llegué a pensar que tal vez éstos no eran verdaderos árboles en Venus, sino simples arbustos... No obstante, los llamaré árboles, puesto que muchos de ellos tenían de cincuenta a ochenta pies de altura.

Por el fondo del cañón discurría un riachuelo que iba a desembocar en la caverna. Hierba de color violeta pálido, salpicada de flores azules y rojas lo bordeaba, extendiéndose por las colinas. Vi que había árboles con la copa roja, suaves y brillantes, como si fueran de laca, y otros tenían la copa azul. Sacudido por la galerna aparecía el mismo follaje exuberante, de color violeta y alhucema, que daba un aspecto tan exótico a los bosques de Vepaja. Pero a pesar de lo hermoso y desusado del paisaje, yo no podía distraerme en aquellos instantes. Una rara alternativa del destino me había arrojado a aquellas costas, y tenía mis razones para creer que Duare debía de haber sido conducida allí. Mi única idea era sacar partido de aquella afortunada circunstancia para encontrarla y protegerla.

Ocurrióseme pensar que en el caso de que sus raptores la hubieran traído a aquella parte de la costa, debieron de haberse apeado bastante más a la derecha, que era la dirección que llevaba el Sofal. Contando únicamente con aquel ligero y poco alentador indicio, empecé en el acto a escalar una de las laderas de la garganta para iniciar la búsqueda.

Cuando llegué a la cumbre, me detuve un momento a fin de examinar el lugar en que me hallaba. Ante mí se extendía una meseta cubierta de hierba y salpicada de árboles, y más allá, en el interior, aparecía una cadena de montañas, vagas y misteriosas, que se perdían en el horizonte.

Mi camino estaba hacia el Este, a lo largo de la costa. Tengo que emplear las denominaciones de los puntos cardinales corrientes de la Tierra. Los montes se alzaban hacia el Norte, o sea hacia el Ecuador. Supuse que me encontraba en el hemisferio Sur del planeta. El mar estaba al Sur de donde yo me hallaba.

Miré en aquella dirección para ver si se divisaba el Sofal. Allí estaba el barco, navegando con rumbo Este. Evidentemente, mis amigos habían seguido mis instrucciones y el Sofal bordeaba la costa mientras ellos esperaban que amainase la galerna para poder desembarcar.

Dirigí mis pasos hacia el Este. Siempre que llegaba a un altozano, me detenía y escudriñaba la meseta en todas direcciones buscando algún rastro de las personas que trataba de encontrar. Vi manifestaciones de vida, pero ningún rastro humano. Animales herbívoros pacían en gran número sobre la llanura violeta y florecida. Muchos de ellos se asemejaban bastante a los de la tierra. Pero no eran iguales. Su extrema nerviosidad y la velocidad y la ligereza que sugerían su conformación, denotaban que tenían enemigos: la nerviosidad, que entre sus enemigos estaba el hombre; y la agilidad, que feroces y rápidos carnívoros hacían de ellos su presa.

Estas observaciones servían para advertirme que debía permanecer alerta constantemente ante la eventualidad de verme amenazado por semejantes peligros. Me satisfizo que la meseta estuviera bien poblada de árboles que crecían a conveniente distancia unos de otros. No me había olvidado del feroz basto que hallamos Kamlot y yo en Vepaja y aunque hasta entonces no había visto de cerca nada que se le pareciera, descubrí, a cierta distancia, algunos animales paciendo que se parecían grandemente a aquellos bisontes omnívoros, lo que no era lo más oportuno para mi tranquilidad.

Aligeré el paso, pues me preocupaba la suerte de Duare y comprendía que, de no encontrar algún rastro el primer día, mi búsqueda resultaría infructuosa. Sospechaba que los klangan hubieran descendido cerca de la costa, donde habrían permanecido al menos hasta que amaneciese y aun alimentaba la esperanza de que se hubieran quedado un rato más. Si habían echado a volar inmediatamente, serían escasas las probabilidades de encontrarlos. Sólo me restaba la esperanza de sorprenderlos antes de iniciar el vuelo del día.

La meseta estaba cortada de vez en cuando por barrancos y quebraduras del terreno entre las cuales casi siempre se deslizaban ríos que variaban de tamaño, desde el pequeño manantial hasta los que realmente merecían el nombre de auténticos ríos, pero ninguno de los que hallé a mi paso constituyó un verdadero obstáculo para continuar el camino, aunque en algunas ocasiones me vio obligado a nadar para cruzar profundos canales. Si aquellos ríos estaban habitados por peligroso reptiles, no vi la menor huella de ellos, aunque he de confesar que esta idea me dominaba constantemente cada vez que cruzaba de orilla a orilla.

En cierta ocasión, cuando había remontado un altozano, vi a lo lejos a un animal que parecía un gato enorme. Diríase que estaba acechando a otro animal parecido a un antílope, pero no debió verme o se hallaba más interesado en su segura presa, puesto que aunque me podía ver perfectamente, no se preocupaba de mí.

Poco después, descendí por un barranco pequeño y cuando volvía remontar la altura al otro lado, ya no pude ver al animal. De todos modos, aunque lo hubiese descubierto no me hubiera atraído su presencia. En aquel preciso momento llegó hasta mí un leve rumor que venía de lo lejos. Parecía de voces humanas, y, desde luego, oí perfectamente el inconfundible zumbido de la pistola amtoriana.

Aunque oteé cuidadosamente el horizonte, no pude distinguir rastro alguno de los autores de aquellos ruidos, pero fue lo suficiente para comprender que ante mí había seres humanos que luchaban. Es natural que surgiera en mi mente la figura de la mujer que amaba y la presintiese rodeada de terribles peligros, aunque, pensando razonablemente, aquella lejana pelea acaso no tuviera relación alguna con Duare ni con sus raptores.

Prescindiendo de esta reflexión, eché a correr y a medida que iba avanzando, las voces eran más perceptibles y me atrajeron finalmente hasta el borde de una gran garganta, al fondo de la cual se extendía un valle uniforme, de extraña belleza, por el que discurría un río mucho mayor de los que había encontrado hasta entonces.

Pero apenas fijé un instante la atención en el río o en el valle. Abajo, en el fondo de aquella garganta desconocida se desarrollaba una escena que me impresionó profundamente y me heló de zozobra. Parcialmente parapetados tras unas rocas, a la orilla del río, estaban, agazapadas o tendidas, seis figuras humanas. Cinco de ellas eran klangan y la sexta una mujer. La mujer era Duare.

Frente a ellos, parapetados tras unos árboles, había una docena de individuos peludos que arrojaban gruesas piedras, utilizando hondas, contra los otros seis, y flechas lanzadas con primitivos arcos. Los salvajes y los klangan se llenaban de improperios, insultándose mutuamente, mientras se atacaban. Aquel era el rumor que había yo escuchado desde lejos, mezclado con el zumbido peculiar de las pistolas de los klangan. Tres de éstos yacían tendidos, inmóviles, sobre el césped, detrás de su parapeto, aparentemente muertos. Los demás klangan y Duare se defendían pistola en mano. Los salvajes les arrojaban pedruscos, con gran puntería, cuando alguno de sus contrincantes dejaba al descubierto una parte del cuerpo detrás del parapeto. En cambio, disparaban las flechas a lo alto y así caían detrás de las rocas.

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