Ella respondió con sencilla dignidad:
—He servido a madame durante muchos años, monsieur. Con el respeto debido, la quiero. Si yo no creyese que usted le adora...
¡eh bien, monsieur!
, sería capaz de desgarrarle uno a uno todos sus miembros.
Raoul se rió.
—¡Bravo, Elise! Admiró su fidelidad y le ruego que me quiera un poquito ahora que sabe mi decisión. Se lo aseguro: ¡Madame dejará el espiritismo!
Supuso que la anciana recibiría complacida la noticia, y le sorprendió que permaneciese en actitud grave.
—Imagine, monsieur —dijo Elise—, que los espíritus no renuncian a ella.
La sorpresa de Raoul se hizo más intensa.
—¡Eh! ¿Qué quiere decir?
—Le pregunto:. ¿Y si los espíritus no renuncian a ella?
—¿Pero no es usted incrédula en cuanto a los espíritus, Elise?
—Desde luego. Es necio creer en ellos. De todos modos...
—De todos modos... ¿qué?
—Me resulta difícil explicarlo, monsieur. Yo consideraba a estas médiums, según se llaman a sí mismas, unas inteligentes estafadoras que abusan de las pobres almas crédulas que han perdido a sus seres queridos. Sin embargo, madame no es de esas. Madame es buena. Madame es honrada y... —con un susurro de espanto añadió—:
Suceden cosas.
No es un truco; suceden cosas, y por eso temo. Estoy segura de ello, monsieur. Por eso digo que no está bien, pues va contra la naturaleza y
le bon Dieu
, alguien tendrá que pagar.
Raoul se puso en pie y le golpeó tranquilizadoramente el hombro.
—Cálmese, buena Elise —le sonrió—. Mire, le daré otra buena noticia: hoy celebraremos la última sesión de espiritismo; después de hoy, se acabó.
—Así, ¿tenemos una hoy? —preguntó suspicaz.
—La última, Elise, la última.
La anciana sacudió la cabeza desconsoladamente.
—Madame no está en condiciones...
Sus palabras fueron interrumpidas al abrirse una puerta por donde apareció una mujer alta y rubia; flexible y graciosa, con el rostro de una madonna de Botticelli. El semblante de Raoul se iluminó, y Elise se marchó rápida y discretamente.
—¡Simone!
El joven le cogió entre las suyas las blancas manos y las besó una después de otra. Ella murmuró suavemente el nombre amado.
—¡Raoul, querido mío!
De nuevo le besó las manos, y luego le miró intensamente al rostro.
—Simone, ¡qué pálida estás! Elise me dijo que descansabas. ¿No estarás enferma, amada mía?
—No, enferma no... —ella vaciló.
—Cuéntame, pues.
La médium se sonrió desmayadamente.
—Pensarás que soy boba.
—¿Pensar que tú eres boba? ¡Jamás!
Simone retiró sus manos y sentóse. La joven permaneció inmóvil durante un momento, mirando la alfombra. En su hilo de voz había preocupación.
—¡Tengo miedo, Raoul!
Éste aguardó un momento a que continuase, y al no hacerlo, la invitó animoso:
—¿Miedo de qué?
—Simplemente miedo... eso es todo.
La miró perplejo, y ella aclaró rápidamente:
—Sí, es absurdo, lo sé; pero así lo siento. Miedo, nada más. No sé de qué, o por qué, si bien continuamente estoy poseída de que algo terrible, muy terrible, me va a suceder.
Simone se quedó con los ojos fijos en el vacío, y Raoul la enlazó suavemente por los hombros.
—Querida, debes reaccionar, Cuanto te ocurre es propio de la tensión nerviosa a que se ve sometida una médium. Sólo necesitas descanso y tranquilidad.
Ella le miró agradecida.
—Sí, Raoul; tienes razón. Necesito descanso y tranquilidad.
Simone cerró los ojos y se abandonó un poco sobre el brazo varonil.
—Y felicidad —murmuró él a su oído.
El brazo acentuó su presión, y la joven, con los ojos aún cerrados, suspiró profundamente.
—Cuando me rodean tus brazos me siento segura. Me olvido de todo, incluso de la terrible vida de la médium. Sabes mucho de nosotras; sin embargo, nunca sabrás el sufrimiento de una médium en trance.
Raoul percibió el envaramiento del cuerpo femenino sobre su brazo; abrió los ojos, que volvieron a mirar fijamente la nada, y continuó:
—Cuando espero sentada en el cuarto, la oscuridad se me hace insoportable, Raoul, pues vivo la oscuridad del vacío. Entonces me concentro deliberadamente para huir de mí misma. Luego nada sé de cuanto ocurre a mi alrededor, hasta el lento, doloroso regreso, y el despertar del sueño, cansada, terriblemente cansada.
—Lo sé —murmuró Raoul—. Lo sé.
—Muy cansada —insistió Simone.
Todo su cuerpo pareció derrumbarse mientras repetía esa palabra.
—Pero eres maravillosa, Simone.
Raoul le cogió las manos e intentó imbuirle su propio entusiasmó:
—Eres única; la mejor médium que el mundo jamás ha conocido.
Ella denegó con la cabeza, sonriendo halagada por el elogio.
—Es cierto, querida —insistió Raoul, que sacó dos cartas de un bolsillo—. Mira, una es del profesor Roche, de Salpetriere, y la otra del doctor Genir, de Nancy; ambos imploran que continúes sentándote para ellos de cuando en cuando.
—¡Ah, no! ¡Eso sí que no! —Simone, de repente, se puso en pie—. ¡No lo haré! ¡No lo haré! Debe terminar todo, todo. Me lo prometiste, Raoul.
Él la miró sorprendido mientras ella, temblorosa, le suplicaba con los ojos, como si fuese una criatura acorralada. Raoul se levantó y cariñosamente, le tomó las manos.
—Desde luego —dijo—. Todo ha acabado, eso por supuesto. Pero me siento muy orgulloso de ti, Simone, y por eso mencioné estas dos cartas.
La joven, suspicaz, lo miró de reojo.
—¿De veras no querrás que me siente otra vez?
—No. A menos que tú misma lo desees, aunque sólo sea de cuando en cuando para estos viejos amigos...
Simone, excitada, lo interrumpió.
—¡No, no; nunca jamás! Hay peligro, te lo aseguro. Lo percibo; es un gran peligro —se llevó las manos a la frente un momento y luego se encaminó a la ventana, y rogó ya más calmada—: Prométeme que nunca más me sentaré.
Raoul la siguió y le puso las manos sobre los hombros.
—Querida mía —murmuró tiernamente—. Te prometo que después de hoy nunca volverás a celebrar sesión.
La joven apenas le oyó, pues seguía el propio curso de sus pensamientos.
—Es una mujer extraña, Raoul; una mujer muy extraña. ¿Sabes?, casi me provoca terror su presencia.
—¡Simone!
El reproche de su voz lo advirtió ella de inmediato.
—Eres como todos los franceses, Raoul. Para ti una madre es sagrada y no es justo que yo piense así cuando ella sufre tanto por la pérdida de su hija. Pero... no sé cómo explicártelo. Su fortaleza, su color moreno, sus manos... ¿Te has fijado en sus manos, Raoul? Son enormes y tan fuertes como las de un hombre.
Se estremeció ligeramente y cerró los párpados. Raoul retiró sus manos de los hombros de ella y, al hablar, su voz fue cortante:
—No te entiendo, Simone. Desde luego, tú, una mujer, deberías de sentir cierta compasión hacia una madre privada de su única hija.
La joven médium hizo un gesto de impaciencia.
—Eres tú quien no lo entiende, amor mío. Yo no puedo evitar estas cosas. En el mismo instante de verla sentí... —extendió su manos como si rechazase algo, y continuó—: pánico. ¿No recuerdas el mucho tiempo que, luego, me negué a sentarme para ella? Estoy segura que, de algún modo, me traerá desgracia.
Raoul se encogió de hombros.
—La realidad es que solo te trajo lo contrario —dijo secamente—. Todas las sesiones han sido un notable éxito. El espíritu de la pequeña Amelia se apoderó de ti en seguida, y las materializaciones han sido sorprendentes. El profesor Roche habría dado algo por presenciar la última.
—¡Materializaciones! —exclamó en voz baja—. Dime, Raoul, ¿son las materializaciones realmente tan maravillosas?
El asintió entusiasmado.
—En las primeras sesiones la figura de la niña fue visible en una especie de nebulosa —explicó—. Pero en la última...
—¡Sigue!
La voz de Raoul descendió paulatinamente a un leve susurro.
—Simone, la niña que había allí era una criatura viviente, de carne y hueso. Llegué a tocarla, pero el contacto fue tan agudamente doloroso que no se lo permití a madame Exe. Temí que no supiera controlarse y te produjera un daño irreparable.
Simone volvió de nuevo a la ventana.
—Me hallé totalmente extenuada cuando desperté. Raoul, ¿estás seguro de que obramos bien? Ya sabes lo que dice Elise.
—Conoces mi pensamiento en cuanto a eso, Simone. No obstante, lo desconocido puede encerrar algún peligro pero lo nuestro es una causa noble; es la causa de la ciencia. El mundo conoce a miles de mártires de la ciencia; pioneros que pagaron un alto precio para que otros siguieran trabajando para la ciencia a costa de un terrible desgaste nervioso. Tu parte está hecha, y desde hoy eres libre para seguir otra senda más feliz.
Ella le miró afectuosa, restablecida su tranquilidad. Luego miró su reloj.
—Madame Exe se retrasa —murmuró—. Quizá no venga.
—Supongo que sí —dijo Raoul—. Tu reloj se adelanta un poco.
Simone se entretuvo en arreglar algunos detalles del saloncito.
—Me gustaría
saber
quién es madame Exe —observó—. ¿De dónde viene? ¿Cuál es su familia? Es raro que no sepamos nada.
Raoul se encogió de hombros.
—La gente suele ampararse en el incógnito cuando visita a una médium. Es una precaución elemental.
—Sí; eso debe de ser —dijo Simone.
Un jarroncillo de porcelana le resbaló de las manos y se hizo añicos en los azulejos de la chimenea. Bruscamente, la joven se volvió a Raoul:
—Ya lo ves. Estoy nerviosa. ¿Te enojarás si digo a madame Exe que no puedo sentarme hoy?
—Lo prometiste, Simone —repuso suavemente Raoul.
La joven retrocedió hasta la pared.
—No lo haré, Raoul. ¡No lo haré!
El tierno reproche de las pupilas varoniles la hizo parpadear.
—No me importa el dinero, Simone; pero recuerda la enorme suma que esta mujer ha ofrecido por la última sesión.
La joven le contestó casi enojada:
—Hay cosas que importan más que el dinero.
—Ciertamente, las hay. A eso me refería hace un rato, Esa mujer es una madre que ha perdido a su única hija. Si no estás enferma, si sólo es un prejuicio por parte tuya... puedes negarte al capricho de una mujer rica, pero no al deseo de una madre que sólo pretende ver por última vez a su hija.
La médium movió sus manos desesperadamente, como rechazando un dolor.
—¡No me tortures! —suplicó—. Está bien; tienes razón. Lo haré, si bien ahora sé a qué tengo miedo... a la «madre».
—¡Simone!
—Raoul, muchos de los principios elementales de la vida han sido destrozados por la civilización, pero la maternidad no ha sufrido alteración alguna. Y el amor de una madre no admite parangón en este mundo. No conoce ley, ni piedad; se atreve a todo y aplasta cuanto se le opone.
Simone, jadeante, guardó silencio y luego se volvió a él con fugaz y desarmadora sonrisa.
—Estoy tonta hoy, Raoul. Lo sé.
El joven le cogió las manos.
—Acuéstate un poco. Acuéstate mientras llega.
—Está bien —le sonrió antes de salir de la estancia.
Durante un rato, Raoul se sumergió en sus propios pensamientos. Luego caminó a pasos largos hacia la puerta, cruzó el recibidor y entró en una sala muy parecida a la que había dejado. En uno de los extremos había una pequeña alcoba con un enorme sillón en su centro. Pesadas cortinas de terciopelo negro pendían dispuestas a ser corridas delante de la alcoba. Elise arreglaba la sala. Junto a la alcoba se hallaban dispuestas dos sillas y una mesa redonda. Y, sobre ésta, una pandereta, un cuerno, papel y lápices.
—¡La última vez! —exclamó Elise con lúgubre satisfacción—. Oh, monsieur, desearía que ya hubiese terminado.
El agudo sonido del timbre eléctrico resonó en el piso.
—¡Ahí está ese formidable gendarme de mujer! —dijo la vieja sirvienta—. ¿Por qué no reza decentemente por su hija en la iglesia y ofrece un cirio a la Virgen? ¿Acaso no sabe el buen Dios lo que más nos conviene?
—Atienda la llamada, Elise —fue la respuesta de Raoul.
La anciana le miró rencorosa, pero obedeció. Poco después hablaba con la visitante.
—Diré a mi ama que está usted aquí, madame.
Raoul salió al encuentro de madame Exe y le estrechó la mano. Entonces las palabras de Simone acudieron a su memoria: «Manos grandes y fuertes.»
Realmente lo eran. También le pareció exagerado el amplio velo negro que la cubría. Su voz se le antojó cavernosa.
—Temo que me he retrasado algo, monsieur.
—Sólo un poco —dijo sonriente—. Madame Simone descansa. Lamento decirle que no se encuentra muy bien; está nerviosa y trastornada.
Madame Exe, que retiraba su mano, la cerró de pronto sobre la de él.
—Pero se sentará —afirmó rudamente.
—Oh, sí, madame.
Ella dio un suspiro de alivio y se dejó caer en una silla, ahuecando el pesado velo que flotaba a su alrededor.
—Oh, monsieur —murmuró—. Usted no puede imaginarse la maravilla y el gozo que son para mí estas sesiones. ¡Mi pequeñita! ¡Mi Amelia! ¡Verla, oírla... e, incluso, si tiendo la mano tocarla!
Raoul le contestó autoritariamente:
—Madame Exe, en ningún momento hará nada sin mi expresa autorización. Lo contrario sería provocar un grave peligro.
—¿Peligro para mí?
—No, madame. Para la médium. Trataré de explicarle en lenguaje sencillo, sin terminología científica, el fenómeno que se materializa ante nosotros. Un espíritu, para manifestarse, necesita valerse de la sustancia de la médium. ¿Ha visto usted el fluido que sale de los labios de la médium? Ese fluido, al condensarse, construye la semblanza física del espíritu que se posesiona de ella. Por eso creemos que este ectoplasma es la sustancia de la médium. Algún día quizá podamos comprobarlo científicamente. De momento sólo conocemos el dolor que sufre la médium si se manipula con el fenómeno. También suponemos que si alguien cogiese la materialización, la muerte de la médium podría provocarse en el acto.
Madame Exe escuchaba atenta.
—Muy interesante, monsieur. Dígame, ¿no llegará un momento en que la materialización sea tan perfecta que pueda ser aislada de la médium?