—Sí, con muchas tuberías.
El niño corrió feliz en busca de su caja de construcciones.
La lluvia no aminoraba. El señor Winburn escuchó. Sí, debió de ser la lluvia, si bien había sonado como si fueran pasos.
Aquella noche tuvo un extraño sueño. Soñó que caminaba por una gran ciudad, donde sólo vivían niños. Eran muchos niños; multitud de ellos. De pronto se vio rodeado de caritas que gritaban: «¿Lo has traído?» Como si entendiera a qué se referían, entristecido, sacudió la cabeza. Entonces los niños se alejaron de él y empezaron a llorar.
La cuidad y los niños se esfumaron al despertarse, pero los sollozos seguían en sus oídos: recordó que Geoffrey dormía en el piso de abajo, pero el llanto procedía de arriba. Se sentó y encendió un fósforo. Instantáneamente, los sollozos cesaron.
El señor Winburn no contó a su hija nada de aquello, pese a estar seguro de que no era una jugarreta de su imaginación. No tardó mucho en oírlos de día. El aullido del viento al filtrarse por las ventanas tenía un sonido distinto y separado de los inconfundibles y lastimeros sollozos.
Tampoco tardó mucho en saber que no era el único en captarlos. Casualmente escuchó el comentario de la doncella: «La niñera no es amable con Geoffrey. El niño ha llorado desconsoladamente esta mañana.» Pero su nieto había bajado a desayunarse rebosante de salud y de felicidad. No, no era Geoff quien había llorado, sino aquel otro niño cuyos arrastrantes pies le sobresaltaban con demasiada frecuencia.
La señora Lancaster era la única que no había oído nada.
No obstante, también sufrió un sobresalto.
—Mamaíta —le dijo su pequeño—. Me gustaría jugar con aquel niño.
Sonriente, alzó la cabeza del escritorio y con tono amable preguntó:
—¿Qué niño?
—No sé su nombre. Lloraba en el desván, sentado en el suelo; pero se fue corriendo al verme —y, despectivo, añadió—: Quizá se avergonzó. Luego, estando yo en mi cuarto de juegos entretenido con mis construcciones, lo vi de pie en el umbral. Miraba lo que yo hacía, y su aspecto era triste, como si quisiera jugar conmigo. Le dije: «Ven y construye una locomotora»; pero no me contestó. Sólo me miraba como si viera un montón de chocolatines y su mamaíta le hubiera prohibido tocarlos —Geoff suspiró en respuesta desalentada a sus propios sentimientos—. Jane dice que no hay ningún niño en la casa y me ha prohibido hablarle de cosas tontas. No quiero a Jane.
La señora Lancaster se levantó.
—Jane tiene razón. No hay niños en ningún lugar de la casa.
—Pero yo lo vi. ¡Oh, mamaíta, déjame jugar con él; parece solo y triste!
Cuando la señora Lancaster se disponía a contestar a su hijo, el anciano denegó con la cabeza y habló suavemente:
—Geoff, ese pobrecito niño está solo, y quizá puedas hacer algo para consolarlo; si bien debes intentarlo sin la ayuda de nadie, como si fuese un acertijo, ¿comprendes?
—¿Es que me hago mayor y por eso tengo que intentarlo yo solo?
—Sí; te haces mayor.
Mientras el muchacho se alejaba de la habitación, la señora Lancaster se volvió un tanto impaciente a su padre.
—Papá, es absurdo animar al niño a creer en los gratuitos cuentos de los sirvientes.
—Ningún sirviente ha dicho nada al niño —replicó el anciano—. Él ha visto... lo que yo oigo, lo que, posiblemente, vería si tuviera su edad.
—¡Bobadas! ¿Por qué no lo veo o lo oigo yo?
El señor Winburn se sonrió cansadamente sin decir nada.
—¿Por qué? —repitió su hija—. ¿Y por qué le dijiste que podía ayudar a... esa cosa? Tú sabes que es imposible.
El anciano, pensativo, la miró.
—¿Por qué no? Recuerda estas palabras:
¿Qué luz tiene el destino para guiar
a los infantes en la oscuridad?
«¡Una comprensión ciega!», replicó el cielo.
—Geoffrey tiene esa comprensión ciega. Todos los niños la poseen. Sólo cuando nos hacemos mayores la perdemos, o la arrojamos de nosotros. Muchos, al volvernos viejos, sentimos de nuevo débiles destellos de esa comprensión. Sin embargo, la luz arde más brillante en la infancia. Por ello pienso que Geoffrey puede ayudar de algún modo a ese niño.
—No lo comprendo —murmuró la señora Lancaster.
—No más que yo. Ese niño está en apuros y quiere ser liberado. ¿Cómo? Lo ignoro. Es terrible pensar en la triste situación de un niño que llora sin consuelo.
Pasado un mes de esta conversación, Geoffrey cayó muy enfermo. El viento del este había sido implacable, y él no era un niño fuerte. El doctor dijo que el caso era grave. Con el señor Winburn fue más claro, y le confesó que no había esperanza.
—El niño no hubiera llegado a edad adulta. Hace mucho tiempo que tiene un pulmón afectado.
La señora Lancaster cuidaba de su hijo cuando por vez primera advirtió la presencia del otro niño. Al principio los sollozos eran casi indistinguibles entre los demás ruidos que provocaba el viento, pero gradualmente se hicieron más claros, más inconfundibles. Al fin los oyó sin lugar a dudas en los momentos de absoluto silencio: sollozos desgarradores, sin esperanza, que partían el corazón.
Geoff, cada vez en peor estado, en su delirio hablaba del niño.
—¡Quiero ayudarle a que huya, quiero! —repetía a gritos.
Luego un largo letargo de muerte lo sumía en una quietud sin casi respiración e inconsciencia. Nada podía hacerse, salvo esperar y vigilar. Días después sobrevino una noche tranquila, sin un soplo de aire.
De repente, Geoff se agitó y sus ojos desmesuradamente abiertos miraron por encima de su madre a la puerta abierta. Ella se inclinó para captar sus palabras medio suspiradas.
—Bueno, ya me voy —dijo, y cayó hacia atrás.
Aterrada, la señora Lancaster salió de la habitación en busca de su padre. En alguna parte cerca de ellos, el otro niño, alegre, satisfecho, triunfante, desgranaba su risa de plata que hacía eco en la estancia.
—¡Estoy asustada! ¡Estoy asustada! —repitió entre gemidos.
El anciano puso su brazo protector alrededor de los hombros de su hija. Una ráfaga de viento hizo que los dos se sobresaltaran, si bien pasó veloz, dejando tras sí la misma quietud de antes.
La risa había cesado, pero un nuevo y tenue sonido, que apenas podía oírse, fue creciendo hasta hacerse identificable. Eran pasos, pasos ligeros que se alejaban presurosos.
Corrían acompasados aquellos alarmantes y familiares piececillos, seguidos de
otros
que se movían más rápida y ágilmente. Al fin, juntas, las pisadas traspasaron la puerta.
La señora Lancaster, aterrada, exclamó:
—¡Son dos niños...
dos
!
Su tez se cubrió con el gris del terror, y quiso aproximarse al lecho del hijo, pero el anciano la contuvo y señaló hacia el exterior.
—Allí.
Los pasitos decrecieron hasta diluirse en la distancia. Luego... todo fue silencio.
(Tomado de las notas del difunto doctor Edward Carstairs, eminente psicólogo)
Sé que hay dos modos distintos de considerar los trágicos sucesos que narro. Pero también una cosa es cierta: jamás he titubeado en cuanto a su veracidad. Quizá por eso me decidí a escribir la historia completa de tan raros e inexplicables hechos, con el fin de que no se perdieran en el olvido.
Un telegrama de mi amigo el doctor Settle, me puso ni contacto con este asunto. Salvo el nombre de Carmichael, el resto del telegrama me fue indiferente. Sin embargo, a las 12.20 subí al tren de Paddington a Wolden, en Hertfordshire.
Había conocido superficialmente al difunto sir William Carmichael, de Wolden, y si bien no tuve noticias de él en los últimos once años, le sabía padre del actual baronet, joven de unos veintitrés años. Vagamente recordé rumores oídos acerca del segundo matrimonio de sir William. Éstos no lograron atravesar la cortina del olvido, aunque sí emitieron sensaciones desfavorables para la segunda lady Carmichael.
Settle me recibió en la estación.
—Celebro que haya venido —fueron sus palabras mientras estrechaba mi mano.
—Gracias. Supongo que se trata de algo relacionado con mi especialidad.
—No del todo.
—¿Un caso mental, entonces, con síntomas especiales?
Habíamos recogido mi equipaje, y sentados en una calesa nos alejábamos de la estación hacia Wolden, a unas tres millas de distancia. Settle tardó algunos minutos en contestarme:
—¡Es algo incomprensible! Se trata de un joven de veintitrés años, normal en todos los aspectos. Un muchacho agradable y simpático sin más peros que su vanidad. Quizá no sea un brillante intelectual, pero sí un tipo excelente. Una noche se acuesta pletórico de salud, y a la mañana siguiente lo encuentran que vaga idiotizado por el pueblo, incapaz de reconocer a sus familiares más queridos.
—¡Ah! —exclamé, animado ante un caso que prometía ser interesante—. ¿Pérdida de memoria? ¿Cuándo sucedió?
—Ayer por la mañana, nueve de agosto.
—¿Y no ha sufrido ningún percance que explique su trastorno?
—No.
Tuve una repentina sospecha.
—¿Se retiene usted algo?
—No... no.
Su vacilación confirmó mi sospecha.
—Debo saberlo todo.
—No guarda relación con Arthur. En realidad se trata de la casa.
—¿De la casa? —repetí estupefacto.
—Usted ha tratado mucho esa clase de cosas, ¿verdad. Carstairs? Usted conoce bien el asunto de las casas encantadas. ¿Qué opinión le merece?
—De cada diez casos, nueve son supercherías. El décimo... suele ser un fenómeno inexplicable. Yo creo en las ciencias ocultas.
Settle asintió con la cabeza. En aquel momento rodeábamos las verjas del parque. Entonces me señaló con un látigo una blanca mansión al pie de la colina.
—Ahí tiene la casa. En ella existe
algo
pavoroso... horrible. Todos lo «sentimos». Créame, no soy hombre supersticioso.
—¿Qué forma adopta?
Me miró de frente.
—Prefiero que no sepa nada. Usted ignora su naturaleza; esperemos a comprobar si lo advierte también.
—Conforme. Bien, hábleme de la familia.
—Sir William se casó dos veces. Arthur es el hijo de su primera esposa. La actual lady Carmichael es algo misteriosa. Sólo es medio inglesa y sospecho que su otra mitad es asiática.
—Settle, a usted no le gusta lady Carmichael.
Lo admitió.
—No, no me gusta. Siempre me ha parecido rodeada de una atmósfera siniestra. De este segundo matrimonio nació otro hijo, que cuenta ahora ocho años. Sir William falleció hace tres años y Arthur heredó el título y la casa. Su madrastra y hermano continuaron con él en Wolden. Debo decirle que la heredad está muy empobrecida. Casi toda la renta de sir Arthur se va en mantenerla. Lady Carmichael percibe un vitalicio de unos cientos de libras al año como única herencia. Por fortuna para ella, siempre se ha llevado muy bien con Arthur, y éste se alegró de que siguiera en la casa. Ahora bien...
—Continúe.
—Hace dos meses Arthur se puso en relaciones con una encantadora muchacha, la señorita Phyllis Patterson —su voz emitió vibraciones de emoción—. Iban a casarse el próximo mes. Ella está aquí ahora. Imagínese su dolor.
Incliné la cabeza en silenciosa comprensión. Ya cerca de la casa, contemplé a nuestra derecha el verde prado en declive. De repente, vi un cuadro maravilloso. Una joven cruzaba lentamente el prado hacia la casa. No lucía sombrero y la luz del sol arrancaba destellos de su pelo dorado. Miré a Settle.
—Es la señorita Patterson —explicó.
—Pobrecilla —dije—. ¡Qué cuadro más bello forma con las rosas y su gato gris!
Al oír un amortiguado sonido, miré rápidamente a mi amigo. Las riendas se habían deslizado de sus dedos y su rostro aparecía blanco como el papel.
—¿Qué ocurre? —exclamé.
Le vi esforzarse en recuperar la normalidad, pero no me contestó.
Instantes después le seguía al interior de un salón verde, donde estaba servido el té.
Una mujer de mediana edad, aún bella, se levantó al vernos con las manos extendidas.
—Le presento a mi amigo el doctor Carstairs, lady Carmichael.
No sé explicar la instintiva repulsión que sentí cuando tomé la mano que me ofrecía aquella encantadora y robusta mujer, cuyos movimientos tenían la suave gracia oriental, y esto me hizo recordar las palabras de Settle sobre su medio origen.
—Ha sido muy amable al venir, doctor Carstairs —dijo con voz baja y musical—. Espero que nos ayude a resolver nuestro gran problema.
Formulé una respuesta trivial y ella me sirvió el té.
Al poco rato la joven que había visto en el prado penetró en la estancia. El gato ya no la seguía, pero sí llevaba el cesto lleno de rosas en la mano. Settle nos presentó.
—El doctor Settle nos ha hablado mucho de usted —dijo la joven—. Tengo la seguridad de que hará algo por el pobre Arthur.
Ciertamente, la señorita Patterson era una joven encantadora, pese a la palidez de sus mejillas y a los círculos oscuros que enmascaraban sus límpidos ojos.
—Mi querida señorita, no desespere. La pérdida de memoria, o la aparición de una segunda personalidad, a menudo, es de corta duración. En cualquier momento el paciente puede recuperar la totalidad de sus facultades.
Ella denegó con la cabeza.
—No creo en una segunda personalidad. Arthur ha dejado de ser él y carece ahora de personalidad. Yo...
—Phyllis, querida —interrumpió lady Carmichael—. Te sirvo el té.
Algo en la expresión de sus ojos me gritó que no sentía ningún amor hacia su futura nuera.
La señorita Patterson rechazó el té y yo traté de reanimar la conversación.
—¿No tomará el gatito un tazón de leche?
Ella me miró de un modo raro.
—¿El... gatito?
—Sí, su compañero de hace unos momentos en el jardín.
Fue interrumpido por un chasquido, lady Carmichael había volcado la tetera y el agua caliente se derramaba por el suelo. Phyllis Patterson miró interrogativamente a Settle. Éste se puso en pie.
—¿Quiere visitar a su paciente ahora, Carstairs?
Lo seguí. La señorita Patterson vino con nosotros. Settle se sacó una llave del bolsillo.
—A veces le acomete el deseo irrefrenable de vagar por ahí —explicó—. Por eso cierro con llave la puerta cuando me ausento de la casa.
Al fin entramos en la habitación. Un joven permanecía junto a la ventana, donde los últimos rayos solares esparcían su amarilla tonalidad de los atardeceres. Se hallaba curiosamente inmóvil, encogido, y con todos sus músculos relajados. Supuse que no había advertido nuestra presencia, hasta que, de repente, vi sus ojos al acecho. Al cruzarse nuestras miradas, desvió sus pupilas y parpadeó, si bien continuó inmóvil.