Por quién doblan las campanas (13 page)

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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

—Luego es posible que haya habido algo más.

—Sí, es posible; pero yo no he prestado atención. Desde hace un año no oigo más que rumores.

Robert Jordan oyó una carcajada contenida. Era la muchacha, María, que estaba de pie, detrás de él.

—Cuéntanos algo más, Fernando —dijo la muchacha, y empezó otra vez a estremecerse de risa.

—Si me acordara, no lo contaría —dijo Fernando—; no es cosa de hombres andarse con cuentos y darles importancia.

—¿Y es así como salvaremos la República? —dijo la mujer de Pablo.

—No, la salvaréis haciendo saltar los puentes —contestó Pablo.

—Váyanse —dijo Robert Jordan a Anselmo y a Rafael—. Váyanse, si han acabado de comer.

—Vámonos —dijo el viejo, y se levantaron los dos. Robert Jordan sintió una mano sobre su hombro. Era María.

—Debieras comer —dijo la muchacha, manteniendo la mano apoyada sobre su hombro—; come, para que tu estómago pueda soportar otros rumores.

—Los rumores me han cortado el apetito.

—No deben quitártelo. Come antes de que vengan otros —y puso una escudilla ante él.

—No te burles de mí —le dijo Fernando—; soy amigo tuyo, María.

—No me burlo de ti, Fernando. Me burlo de él. Si no come, tendrá hambre.

—Debiéramos comer todos —dijo Fernando—. Pilar, ¿qué pasa hoy, que no se sirve nada?

—Nada, hombre —le dijo la mujer de Pablo, y le llenó la escudilla de caldo de cocido—. Come, vamos, que eso sí que puedes hacerlo: come.

—Está muy bueno, Pilar —dijo Fernando, con su dignidad intacta.

—Gracias —dijo la mujer—. Gracias, muchísimas gracias.

—¿Estás enfadada conmigo? —preguntó Fernando.

—No, come. Vamos, come.

Robert Jordan miró a María. La joven empezó a estremecerse de ganas de reír y apartó de él sus ojos. Fernando comía calmosamente, lleno de dignidad, dignidad que no podía alterar siquiera el gran cucharón de que se valía ni las escurriduras del caldo que brotaban de las comisuras de sus labios.

—¿Te gusta la comida? —le preguntó la mujer de Pablo.

—Sí, Pilar —dijo, con la boca llena—. Está como siempre.

Robert Jordan sintió la mano de María apoyarse en su brazo y los dedos de su mano apretarle regocijada.

—¿Es por eso por lo que te gusta? —preguntó la mujer de Pablo a Fernando—. Sí —añadió sin esperar contestación—. Ya lo veo. El cocido, como de costumbre. Como siempre. Las cosas van mal en el Norte: como de costumbre. Una ofensiva por aquí: como de costumbre. Envían tropas para que nos echen: como de costumbre. Podrías servir de modelo para una estatua como de costumbre.

—Pero si no son más que rumores, Pilar.

—¡Qué país! —dijo amargamente la mujer de Pablo, como hablando para sí misma. Luego se volvió hacia Robert Jordan—. ¿Hay gente como ésta en otros lugares?

—No hay nada como España —respondió cortésmente Robert Jordan.

—Tienes razón —dijo Fernando—; no hay nada en el mundo que se parezca a España.

—¿Has visto otros países?

—No —contestó Fernando—; pero no tengo ganas.

—¿Has visto? —preguntó la mujer de Pablo, dirigiéndose de nuevo a Robert Jordan.

—Fernando —dijo María—, cuéntanos cómo lo pasaste cuando fuiste a Valencia.

—No me gustó Valencia.

—¿Por qué? —preguntó María, apretando de nuevo el brazo de Jordan.

—Las gentes no tienen modales ni cosa que se le parezca y yo no entendía lo que hablaban. Todo lo que hacían era gritarse che los unos a los otros.

—¿Y ellos te comprendían? —preguntó María.

—Hacían como si no me comprendieran —dijo Fernando.

—¿Y qué fue lo que hiciste allí?

—Me marché sin ver siquiera el mar —contestó Fernando—; no me gusta esa gente.

—¡Ah!, vete de aquí, simplón, cara de monja —dijo la mujer de Pablo—; lárgate, porque me estás poniendo mala. En Valencia he pasado la mejor época de mi vida. Vamos. Valencia. No me hables de Valencia.

—¿Y qué es lo que hacías allí? —preguntó María. La mujer de Pablo se sentó a la mesa con una taza de café, un pedazo de pan y una escudilla con caldo de cocido.

—¿Qué hacía allí? Estuve allí durante el tiempo que duró el contrato que Finito tenía para torear tres corridas en la feria. Nunca he visto tanta gente. Nunca he visto unos cafés tan llenos. Había que aguardar horas antes de encontrar asiento, y los tranvías iban atestados hasta los topes. En Valencia había ajetreo todo el día y toda la noche.

—Pero ¿qué hacías tú allí? —insistió María.

—Todo —contestó la mujer de Pablo—; íbamos a la playa y nos bañábamos, y había barcos de vela que se sacaban del agua tirados por bueyes. Metían los bueyes mar adentro, hasta que se veían obligados a nadar; entonces se les uncía a los barcos, y cuando hacían pie de nuevo, los remolcaban hasta la arena. Diez parejas de bueyes arrastrando un barco de vela fuera del mar, por la mañana, con una hilera de olitas que iban a romperse en la playa. Eso es Valencia.

—Pero ¿qué hacías, además de mirar a los bueyes?

—Comíamos en los tenderetes de la playa. Pastelillos rellenos de pescado, pimientos morrones y verdes y nuececitas como granos de arroz. Pastelillos de una masa ligera y suave, y pescado en una abundancia increíble. Camarones recién sacados del mar, bañados con jugo de limón. Eran sonrosados y dulces y se comían en cuatro bocados. Pero consumíamos montañas de ellos. Y luego paella, con toda clase de pescado, almejas, langostinos y pequeñas anguilas. Y luego, angulas, que son anguilas todavía más pequeñas, al pilpil, delgadas como hilo de habas retorciéndose de mil maneras y tan tiernas, que se deshacían en la boca sin necesidad de masticarlas. Y todo ello acompañado de un vino blanco frío, ligero y excelente, a treinta céntimos la botella. Y, para acabar, melón. Valencia es el país del melón.

—El melón de Castilla es mejor —dijo Fernando.

—¡Qué va! —dijo la mujer de Pablo—; el melón de Castilla es para ir al retrete. El melón de Valencia es para comerlo. ¡Cuándo pienso en esos melones, grandes como mi brazo, verdes como el mar, con la corteza que cruje al hundir el cuchillo, jugosos y dulces como una madrugada de verano! Cuando pienso en todas aquellas angulas minúsculas, delicadas, en montones sobre el plato... Había también cerveza en jarro durante toda la tarde. Cerveza tan fría que rezumaba su frescura a través del jarro y jarros tan grandes como barricas.

—¿Y qué hacíais cuando no estabais comiendo y bebiendo?

—Hacíamos el amor en la habitación, con las persianas bajadas. La brisa se colaba por lo alto del balcón, que se podía dejar abierto gracias a unas bisagras. Hacíamos el amor allí, en la habitación en sombra, incluso de día, detrás de las persianas, y de la calle llegaba el perfume del mercado, de flores y el olor de la pólvora quemada, de los petardos, de las tracas, que recorrían las calles y explotaban diariamente, a mediodía, durante la feria. Había una línea que daba la vuelta a toda la ciudad y las explosiones corrían por todos los postes y los cables de los tranvías restallando con un estrépito que no puede describirse. Hacíamos el amor y luego mandábamos a buscar otro jarro de cerveza, cubierto de gotas por fuera, y cuando la camarera lo traía, yo lo tomaba en mis manos y lo ponía, helado, sobre la espalda de Finito, que no se había despertado al entrar la camarera y que decía: «No, Pilar; no, mujer, déjame dormir.» Y yo le decía: «No, despiértate y bebe esto, para que veas cómo está de frío.» Y él bebía sin abrir los ojos, y volvía a dormirse, y yo me tumbaba con una almohada a los pies de la cama y le contemplaba mientras dormía, moreno y joven, con aquel pelo negro, tranquilo en su sueño. Y me bebía todo el jarro escuchando la música de una charanga que pasaba. ¿Qué sabes tú de eso? —preguntó, de repente, a Pablo.

—Hemos hecho algunas cosas juntos.

—Sí —contestó la mujer—, y en tus tiempos eras más hombre que Finito. Pero no fuimos nunca a Valencia. Nunca estuvimos acostados juntos oyendo pasar una banda en Valencia.

—Era imposible —dijo Pablo—. No tuvimos nunca ocasión de ir a Valencia. Sabes bien que es así, si lo piensas un poco. Pero con Finito tú no hiciste nunca volar un tren.

—No —contestó la mujer—. Y eso es todo lo que nos queda, el tren. Sí. Siempre el tren. Nadie puede decir nada en contra del tren. Es lo único que nos queda de toda la vagancia, el abandono y los fracasos que hemos sufrido. Es lo único que nos queda, después de la cobardía que tenemos ahora. Ha habido otras cosas antes, es verdad. No quiero ser injusta. Pero no consentiré que nadie diga nada contra Valencia. ¿Me has oído?

—A mí no me gustó —dijo Fernando tranquilamente—. A mí no me gustó Valencia.

—Y aún dicen que las mulas son tozudas —dijo la mujer de Pablo—. Recoge todo, María, para que podamos marcharnos.

Mientras decía esto, oyeron los primeros zumbidos que anunciaban el retorno de los aviones.

Capítulo IX

E
STABAN A LA PUERTA
de la cueva mirando los bombarderos, que volaban a gran altura, rasgando el cielo como puntas de lanza con el ruido del motor. Tienen forma de tiburones, se dijo Robert Jordan; de esos tiburones del Gulf Stream, de anchas aletas y nariz puntiaguda. Pero estos grandes tiburones, con sus grandes aletas de plata, su ronquido y la ligera niebla de sus hélices al sol, no se acercan como tiburones. Se precipitan como la fatalidad mecanizada.

«Todo esto debiera escribirse —se dijo—. Quizá se escriba algún día.»

Notó que María se agarraba a su brazo. La muchacha miraba hacia arriba, y él le preguntó:

—¿A qué se parecen, guapa?

—No lo sé —contestó ella—; quizás a la muerte.

—Para mí no son más que aviones —dijo la mujer de Pablo—. ¿Dónde están los más pequeños?

—Quizás estén cruzando los montes por el otro lado —contestó Robert Jordan—; estos bombarderos van demasiado de prisa, para esperar a los otros, y tienen que volver solos. Nosotros no los perseguimos nunca al otro lado de las líneas. No tenemos suficientes aparatos para arriesgarnos a perseguirlos.

En aquel momento, tres cazas «Heinkel», en formación de V, llegaron justamente a donde estaban ellos volando muy bajo sobre la pradera, por encima de las copas de los árboles, parecidos a feos y estrepitosos juguetes de alas vibrantes y hocico puntiagudo; de golpe los aviones se hicieron enormes, ampliados a su verdadero tamaño y pasaron sobre sus cabezas con un ruido espantoso. Iban tan bajos que, desde la entrada de la cueva, todos pudieron ver a los pilotos, con su casco y sus gruesas anteojeras y hasta pudieron ver la bufanda flotando al viento del jefe de la escuadrilla.

—Estos sí que han podido ver a los caballos —dijo Pablo.

—Esos pueden ver hasta la colilla de tu cigarrillo —dijo la mujer—. Deja caer la manta.

No pasaron ya más aviones. Los otros debían de haber atravesado la cordillera por un lugar más alejado y más alto. Y cuando se extinguió el zumbido, salieron todos fuera de la cueva.

El cielo se había quedado vacío, alto, claro y azul.

—Parece como si hubiéramos despertado de un sueño —dijo María a Robert Jordan. Ni siquiera se oía ese imperceptible zumbido del avión que se aleja, que es como un dedo que os roza apenas, desaparece y os vuelve a tocar de nuevo cuando el sonido se ha perdido ya en realidad.

—No es ningún sueño, y tú vete para adentro y arregla las cosas —le dijo Pilar—. ¿Qué hacemos? —preguntó, volviéndose a Robert Jordan—. ¿Vamos a caballo o a pie?

Pablo la miró y murmuró algo.

—Como usted quiera —contestó Robert Jordan.

—Entonces, iremos a pie —dijo ella—. Es bueno para el hígado.

—El caballo es también bueno para el hígado.

—Sí, pero malo para las posaderas. Iremos a pie. ¿Y tú...? —La mujer se volvió hacia Pablo.— Ve a hacer la cuenta de tus caballos y mira si los aviones se han llevado alguno volando.

—¿Quieres un caballo? —preguntó Pablo a Robert Jordan.

—No, muchas gracias. ¿Y la muchacha?

—Es mejor que vaya a pie —dijo Pilar—. Si fuera a caballo, se le entumecerían muchos lugares y luego no valdría para nada.

Robert Jordan sintió que su rostro se ponía rojo.

—¿Has dormido bien? —preguntó Pilar. Luego dijo—: La verdad es que por aquí no hay nadie malo. Podría haberlo. Pero, no sé por qué, no lo ha habido. Hay probablemente un Dios, después de todo, aunque nosotros le hayamos suprimido. Vete —dijo a Pablo—; esto no tiene nada que ver contigo. Esto es para gente más joven que tú y hecha de otra pasta. Vete. —Luego, a Robert Jordan— Agustín se cuidará de tus cosas. Nos iremos en cuanto llegue.

El día era claro, brillante y aparecía ya templado por el sol. Robert Jordan se quedó mirando a la mujerona de cara atezada, con sus ojos bondadosos y muy separados, con su rostro cuadrado, pesado, surcado de arrugas y de una fealdad atractiva; los ojos eran alegres, aunque la cara permanecía triste, mientras los labios no se movían. La miró y luego volvió su vista al hombre, pesado y corpulento, que se alejaba entre los árboles, hacia el cercado. La mujer también le seguía con los ojos.

—¿Qué, habéis hecho el amor? —preguntó la mujer.

—¿Qué es lo que le ha dicho ella?

—No ha querido decirme nada.

—Entonces yo tampoco le diré nada.

—Entonces es que habéis hecho el amor —dijo la mujer de Pablo—. Tienes que ser muy cariñoso con ella.

—¿Y si tuviera un niño?

—No estaría mal —contestó la mujer—; eso no es lo peor que puede pasarle.

—El lugar no es muy a propósito para tenerlo.

—No seguirá mucho tiempo aquí; se irá contigo.

—¿Y adonde iré yo? No podré llevarme ninguna mujer a donde yo tenga que ir.

—¿Quién sabe? Quizá cuando te vayas te lleves a dos.

—Esa no es manera de hablar.

—Escucha —dijo la mujer de Pablo—; yo no soy cobarde, pero veo con claridad las cosas por la mañana temprano, y creo que de todos los que estamos vivos hoy hay muchos que ya no verán el próximo domingo.

—¿Qué día es hoy?

—Domingo.

—¡Qué va! —dijo Robert Jordan—; el domingo está muy lejos. Si vemos el miércoles, podremos darnos por contentos. Pero no me gusta que hable así.

—Todo el mundo— tiene necesidad de hablar con alguien —dijo la mujer de Pablo—; antes teníamos la religión y otras tonterías. Ahora debiéramos disponer todos de alguien con quien poder hablar francamente; por mucho valor que se tenga, uno se siente cada vez más solo.

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