Por quién doblan las campanas (10 page)

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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

—Es posible.

—Mátale ahora —acució el gitano. —Eso sería asesinar.

—Mejor que mejor —dijo el gitano, bajando la voz—. Correrías menos peligro. Vamos, mátale ahora mismo.

—No puedo hacerlo; sería repugnante y no es así como tenemos que trabajar por la causa.

—Provócale entonces —dijo el gitano—; pero tienes que matarle. No hay más remedio.

Mientras hablaban, una lechuza revoloteó entre los árboles, sin romper la dulzura de la noche, descendió más allá, y se elevó de nuevo batiendo las alas con rapidez, pero sin hacer el ruido de plumas que hace un pájaro cuando caza.

—Mira ese bicho —dijo el gitano en la oscuridad—. Así debieran moverse los hombres.

—Y de día estar ciega en un árbol, con los cuervos alrededor —dijo Jordan.

—Eso ocurre rara vez —dijo el gitano—. Y por casualidad. Mátale —insistió—. No le dejes que acarree más dificultades.

—Ha pasado el momento.

—Provócale —insistió el gitano—. O aprovéchate de la calma.

La manta que tapaba la puerta de la cueva se levantó y un rayo de luz salió del interior. Alguien se adelantaba hacia ellos en la oscuridad.

—Es una hermosa noche —dijo el hombre, con voz gruesa y tranquila—. Vamos a tener buen tiempo.

Era Pablo.

Estaba fumando uno de los cigarrillos rusos, y al resplandor del cigarrillo en los momentos en que aspiraba, aparecía dibujada su cara redonda. Podía distinguirse a la luz de las estrellas su cuerpo pesado de largos brazos.

—No hagas caso de la mujer —dijo, dirigiéndose a Jordan. En la oscuridad, el cigarrillo era un punto brillante que descendía según bajaba la mano—. A veces nos da que hacer. Pero es una buena mujer; muy leal a la República. —La punta del cigarrillo brillaba con más fuerza al hablar. Debía de estar hablando ahora con el cigarrillo en la comisura de los labios, pensó Jordan.— No debemos tener diferencias; tenemos que estar de acuerdo. Me alegro de que hayas venido. —El cigarrillo volvió a brillar con más fuerza.— No hagas caso de las disputas —dijo—; te doy la bienvenida. Perdóname ahora —añadió—; tengo que ir a ver si están atados los caballos.

Y cruzó entre los árboles, bordeando el prado. Oyeron a un caballo relinchar más abajo.

—¿Has visto? —preguntó el gitano—. ¿Has visto? Ha conseguido escaparse otra vez.

Robert Jordan no contestó.

—Me voy abajo —dijo el gitano, irritado.

—¿Vas a hacer algo?

—¡Qué va! Pero al menos puedo impedirle que se escape.

—¿Puede escaparse con un caballo desde ahí abajo?

—No.

—Entonces, ve al lugar desde donde puedas impedírselo.

—Agustín está allí.

—Ve, entonces, y habla con Agustín. Cuéntale lo que ha sucedido.

—Agustín le mataría de buena gana.

—Menos mal —dijo Jordan—. Ve y dile lo que ha pasado.

—¿Y después?

—Yo voy ahora mismo al prado.

—Bueno, hombre, bueno. —No podía ver la cara de Rafael en la oscuridad, pero se dio cuenta de que sonreía.— Ahora te has ajustado los machos —dijo el gitano, satisfecho.

—Ve a ver a Agustín —dijo Jordan.

—Sí, hombre, sí —dijo el gitano.

Robert Jordan cruzó a tientas entre los pinos, yendo de un árbol en otro, hasta llegar a la linde de la pradera, en donde el fulgor de las estrellas hacía la sombra menos densa. Recorrió la pradera con la mirada y vio entre el torrente y él la masa sombría de los caballos atados a las estacas. Los contó. Había cinco. Jordan se sentó al pie de un pino, con los ojos fijos en la pradera.

«Estoy cansado —pensó—, y quizá no tenga la cabeza despejada; pero mi misión es el puente, y para llevar a cabo esta misión no debo correr riesgos inútiles. Desde luego, a veces se corre un grave riesgo por no aprovechar el momento. Hasta ahora he intentado dejar que las cosas sigan su curso. Si es verdad, como dice el gitano, que esperaban que matase a Pablo, hubiera debido matarle. Pero nunca he creído que debía hacerlo. Para un extranjero, matar en donde tiene que asegurarse luego la colaboración de las gentes es mal asunto.

»Puede uno permitirse hacerlo en plena acción, cuando se apoya en una sólida disciplina. En este caso pienso que me hubiera equivocado. Sin embargo, la cosa era tentadora y parecía lo más sencillo y rápido. Pero no creo que nada sea rápido ni sencillo en este país, y, por mucha confianza que tenga en la mujer, no se puede averiguar cómo hubiera reaccionado ella ante un acto tan brutal. Ver morir a alguien en un lugar como éste puede ser algo feo, sucio y repugnante. Es imposible prever la reacción de esa mujer. Y sin ella aquí, no hay ni organización ni disciplina; y con ella todo puede marchar bien. Lo ideal sería que le matase ella, o el gitano pero no lo harán, o el centinela, Agustín. Anselmo le matará si se lo pido; pero dice que no le gusta. Anselmo detesta a Pablo, estoy convencido, y confía en mí; cree en mí como representante de las cosas en que cree. Sólo él y la mujer creen verdaderamente en la República, por lo que se me alcanza; pero es todavía demasiado pronto para estar seguro de ello.»

Como sus ojos empezaban a acostumbrarse a la luz de las estrellas, vio a Pablo de pie, junto a uno de los caballos. El caballo dejó de pastar, levantó la cabeza y la bajó luego, iracundo. Pablo estaba de pie junto al caballo, apoyado contra él, desplazándose con él todo lo que la cuerda permitía desplazarse al caballo y acariciándole el cuello. Al caballo le molestaban sus caricias mientras estaba pastando. Jordan no podía ver lo que hacía Pablo ni oír lo que decía al caballo; pero se daba cuenta de que no le había desatado ni ensillado. Así es que permaneció allí observando, con la intención de ver claramente el asunto.

«Mi caballo bonito», decía Pablo al animal en la oscuridad. Era a un gran semental al que hablaba. «Mi caballo bonito, mi caballito blanco, con el cuello arqueado, como el viaducto de mi pueblo.» Hizo una pausa. «Pero más arqueado y más hermoso.» El caballo juntaba el pasto inclinando la cabeza de un lado a otro para arrancar las matas, importunado por el hombre y por su charla. «Tú no eres una mujer ni un loco», decía Pablo al caballo bayo.

«Mi caballo bonito, mi caballo, tú no eres una mujer como un volcán ni una potra de chiquilla con la cabeza rapada; una potranca mamona. Tú no insultas ni mientes ni te niegas a comprender. Mi caballo, mi caballo bonito.»

Hubiera sido muy interesante para Robert Jordan poder oír lo que Pablo hablaba al caballo bayo; pero no le oía, y convencido de que Pablo no hacía más que cuidar de sus caballos y habiendo decidido que no era oportuno matarle, se levantó y se fue a la cueva. Pablo estuvo mucho tiempo en la pradera hablando a su caballo. El caballo no comprendía nada de lo que su amo le decía. Por el tono de la voz, barruntaba que eran cosas cariñosas. Había pasado todo el día en el cercado y tenía hambre. Pastaba impaciente dentro de los límites de la cuerda y el hombre le aburría. Pablo acabó por cambiar el piquete de sitio y estarse cerca del caballo sin hablar más. El caballo siguió paciendo, satisfecho de que el hombre no le molestara ya.

Capítulo VI

U
NA VEZ DENTRO DE LA CUEVA
, Robert Jordan se acomodó en uno de los asientos de piel sin curtir que había en un rincón, cerca del fuego, y se puso a conversar con la mujer, que estaba fregando los platos, mientras María, la chica, los secaba y los iba colocando, arrodillándose para hacerlo ante una hendidura del muro, la cual se usaba como alacena.

—Es extraño —dijo la mujer— que el Sordo no haya venido. Debería haber llegado hace una hora.

—¿Le avisó usted para que viniese?

—No; viene todas las noches.

—Quizás esté haciendo algo, algún trabajo.

—Es posible —dijo la mujer—; pero si no viene, tendremos que ir a verle mañana.

—Ya. ¿Está muy lejos de aquí?

—No, pero será un buen paseo. Me hace falta ejercicio.

—¿Puedo ir yo? —preguntó María—. ¿Podría ir yo también, Pilar?

—Sí, hermosa —contestó la mujer, volviendo hacia ella su cara maciza—. ¿Verdad que es guapa? —preguntó a Robert Jordan—. ¿Qué te parece? ¿Un poco delgada?

—A mí me parece muy bien —contestó Robert Jordan.

María le sirvió una taza de vino.

—Beba esto —le dijo—; le hará verme más guapa. Hay que beber mucho para verme guapa.

—Entonces vale más que no beba —dijo Jordan—. Me pareces ya guapa, y más que guapa —dijo tuteándola abiertamente.

—Así se habla —dijo la mujer—. Tú hablas como los buenos de verdad. ¿Qué más tienes que decir de ella?

—Que es inteligente —respondió Jordan, de una manera vacilante. María dejó escapar una risita y la mujer movió la cabeza lúgubremente.

—¡Qué bien había usted empezado y qué mal acaba, don Roberto!

—No me llames don Roberto.

—Es una broma. Aquí decimos en broma
don
Pablo y decimos en broma
señorita
María.

—No me gusta esa clase de bromas —dijo Jordan—.
Camarada
es el modo como debiéramos llamarnos todos en esta guerra. Cuando se bromea tanto, las cosas comienzan a estropearse.

—Eres muy místico tú con tu política —dijo la mujer, burlándose de él—. ¿No te gustan las bromas?

—Sí, me gustan mucho, pero no con los nombres. El nombre es como una bandera.

—A mí me gusta reírme de las banderas. De cualquier bandera —dijo la mujer, echándose a reír—. Para mí, cualquiera puede bromear sobre cualquier cosa. A la vieja bandera roja y gualda la llamábamos pus y sangre. A la bandera de la República, con su franja morada, la llamábamos sangre, pus y permanganato. Y era una broma.

—Él es comunista —aseguró María—, y los comunistas son gente muy seria.

—¿Eres comunista?

—No. Yo soy antifascista.

—¿Desde hace mucho tiempo?

—Desde que comprendí lo que era ser fascista.

—¿Cuánto tiempo hace de eso?

—Cerca de diez años.

—Eso no es mucho tiempo —dijo la mujer—. Yo hace veinte años que soy republicana.

—Mi padre fue republicano de toda la vida —dijo María—. Por eso le mataron.

—Mi padre fue republicano toda la vida también. Y también lo fue mi abuelo —dijo Robert Jordan.

—¿En dónde fue eso?

—En los Estados Unidos.

—¿Mataron a tu padre? —preguntó la mujer.

—¡Qué va! —dijo María—. Los Estados Unidos es un país de republicanos. Allí no matan a nadie por ser republicano.

—De todos modos, es una cosa buena tener un abuelo republicano —dijo la mujer—. Es señal de buena casta.

—Mi abuelo formó parte del Comité Nacional Republicano —dijo Jordan. Su declaración impresionó hasta a María.

—¿Y tu padre hace todavía algo por la República? —preguntó Pilar.

—No, mi padre murió.

—¿Puede preguntarse cómo murió?

—Se pegó un tiro.

—¿Para que no le torturasen? —preguntó la mujer.

—Sí —replicó Jordan—; para que no le torturasen.

María le miró con lágrimas en los ojos:

—Mi padre —dijo— no pudo conseguir ninguna arma. Pero me alegro mucho de que su padre tuviera la suerte de conseguir un arma.

—Sí, tuvo mucha suerte —dijo Jordan—. ¿Podríamos ahora hablar de otra cosa?

—Entonces, usted y yo somos iguales —dijo María. Puso una mano en su brazo y le miró a la cara. Jordan contempló la morena cara de la muchacha y vio que los ojos de ella eran por primera vez tan jóvenes como el resto de sus facciones, sólo que, además, se habían vuelto de repente ávidos, juveniles y ansiosos.

—Podríais ser hermano y hermana por la traza —opinó la mujer—. Pero creo que es una suerte que no lo seáis.

—Ahora ya sé por qué he sentido lo que he sentido —dijo María—. Ahora lo veo todo muy claro.

—¡Qué va! —se opuso Robert Jordan e, inclinándose, le pasó la mano por la cabeza. Había estado deseando hacer eso todo el día, y haciéndolo, notaba que se le volvía a formar un nudo en su garganta. La chica movió la cabeza bajo su mano y sonrió. Y él sintió el cabello espeso, duro y sedoso doblarse bajo sus dedos. Luego, la mano se deslizó sola hasta su garganta, pero la dejó caer.

—Hazlo otra vez —dijo ella—. Quiero que lo hagas muchas veces.

—Luego —contestó Jordan, con voz ahogada.

—Muy bonito —saltó la mujer de Pablo, con voz atronadora—, ¿Y soy yo la que tiene que ver todo esto? ¿Tengo yo que ver todo esto sin que me importe un pimiento? No hay quien pueda soportarlo. A falta de alguna cosa mejor, tendré que agarrarme a Pablo.

María no le hizo caso, como no había hecho caso de los otros que jugaban a las cartas en la mesa, a la luz de una vela.

—¿Quiere usted otra taza de vino, Roberto? —preguntó María.

—Sí —dijo él—; venga.

—Vas a tener un borracho como yo —dijo la mujer de Pablo—. Con esa cosa rara que ha bebido y todo lo demás. Escúchame, inglés.

—No soy inglés: soy americano.

—Escucha, entonces, americano. ¿Dónde piensas dormir?

—Afuera; tengo un saco de noche.

—Está bien —aprobó ella—. ¿Está la noche despejada?

—Sí, y muy fría.

—Afuera, entonces —dijo ella—; duerme afuera. Y tus cosas pueden dormir conmigo.

—Está bien —contestó Jordan.

—Déjanos un momento —dijo Jordan a la muchacha. Y le puso una mano en el hombro.

—¿Por qué?

—Quiero hablar con Pilar.

—¿Tengo que marcharme?

—Sí.

—¿De qué se trata? —preguntó la mujer de Pablo cuando la muchacha se hubo alejado hacia la entrada de la cueva donde se quedó de pie, junto al pellejo de vino, mirando a los hombres que jugaban a las cartas.

—El gitano dijo que yo debería... —empezó a decir Jordan.

—No —le dijo la mujer—; está equivocado.

—Si fuera necesario que yo... —insinuó Jordan de manera tranquila, aunque premiosa.

—Eres muy capaz de hacerlo —dijo la mujer—. Lo creo. Pero no es necesario. He estado observándote. Tu comportamiento ha sido acertado.

—Pero si fuese necesario...

—No —insistió ella—. Ya te lo diré cuando sea necesario. El gitano tiene la cabeza a pájaros.

—Un hombre que se siente débil puede ser un gran peligro.

—No. No entiendes nada de esto. Ese está ya más allá del peligro.

—No lo entiendo.

—Eres muy joven todavía —afirmó ella—. Ya lo entenderás. —Luego llamó a la muchacha.— Ven, María. Ya hemos acabado de hablar.

La chica se acercó y Jordan extendió la mano y se la pasó por la cabeza. Ella se restregó bajo su mano como un gatito. Hubo un momento en que él creyó que incluso iba a llorar. Pero los labios de María volvieron a recuperar su gesto habitual, le miró a los ojos y sonrió.

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