Por quién doblan las campanas (7 page)

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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

—Eso es diferente —dijo Anselmo—. En mi casa, cuando yo tenía casa, porque ahora no tengo casa, había colmillos de jabalíes que yo había matado en el monte. Había pieles de lobo que había matado yo. Los había matado en el invierno, dándoles caza entre la nieve. Una vez maté uno muy grande en las afueras del pueblo, cuando volvía a mi casa, una noche del mes de noviembre. Había cuatro pieles de lobo en el suelo de mi casa. Estaban muy gastadas de tanto pisarlas, pero eran pieles de lobo. Había cornamentas de ciervo que había cazado yo en los altos de la sierra y había un águila disecada por un disecador de Ávila, con las alas extendidas y los ojos amarillentos, tan verdaderos como si fueran los ojos de un águila viva. Era una cosa muy hermosa de ver, y me gustaba mucho mirarla.

—Lo creo —dijo Jordan.

—En la puerta de la iglesia de mi pueblo había una pata de oso que maté yo en primavera —prosiguió Anselmo—. Le encontré en un monte, entre la nieve, dando vueltas a un leño con esa misma pata.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace seis años. Y cada vez que yo veía la pata, que era como la mano de un hombre, aunque con aquellas uñas largas, disecada y clavada en la puerta de la iglesia, me gustaba mucho verla.

—Te sentías orgulloso.

—Me sentía orgulloso acordándome del encuentro con el oso en aquel monte a comienzos de la primavera. Pero cuando se mata a un hombre, a un hombre que es como nosotros, no queda nada bueno.

—No puedes clavar su pata en la puerta de la iglesia —dijo Jordan.

—No, sería una barbaridad. Y sin embargo, la mano de un hombre es muy parecida a la pata de un oso.

—Y el tórax de un hombre se parece mucho al tórax de un oso —comentó Jordan—. Debajo de la piel, el oso se parece mucho al hombre.

—Sí —agregó Anselmo—. Los gitanos creen que el oso es hermano del hombre.

—Los indios de América también lo creen. Y cuando matan a un oso le explican por qué lo han hecho y le piden perdón. Luego ponen su cabeza en un árbol y le ruegan que los perdone antes de marcharse.

—Los gitanos piensan que el oso es hermano del hombre porque tiene el mismo cuerpo debajo de su piel, porque le gusta beber cerveza, porque le gusta la música y porque le gusta el baile.

—Los indios también lo creen —dijo Jordan.

—¿Son gitanos los indios?

—No, pero piensan las mismas cosas sobre los osos.

—Ya. Los gitanos creen también que el oso es hermano del hombre porque roba por divertirse.

—¿Eres tú gitano?

—No, pero conozco a muchos, y, desde el Movimiento, a muchos más. Hay muchos en las montañas. Para ellos no es pecado el matar fuera de la tribu. No lo confiesan, pero es así.

—Igual que los moros.

—Sí. Pero los gitanos tienen muchas leyes que no dicen que las tienen. En la guerra, muchos gitanos se han vuelto malos otra vez, como en los viejos tiempos.

—No entienden por qué hacemos la guerra; no saben por qué luchamos.

—No —dijo Anselmo—; sólo saben que hay guerra y que la gente puede matar otra vez, como antes, sin que se le castigue.

—¿Has matado alguna vez? —preguntó Jordan, llevado de la intimidad que creaban las sombras de la noche y el día que habían pasado juntos.

—Sí, muchas veces. Pero no por gusto. Para mí, matar a un hombre es un pecado. Aunque sean fascistas los que mate. Para mí hay una gran diferencia entre el oso y el hombre, y no creo en los hechizos de los gitanos sobre la fraternidad con los animales. No. A mí no me gusta matar hombres.

—Pero los has matado.

—Sí, y lo haría otra vez. Pero, si después de eso sigo viviendo, trataré de vivir de tal manera, sin hacer mal a nadie, que se me pueda perdonar.

—¿Por quién?

—No lo sé. Desde que no tenemos Dios, ni su Hijo ni Espíritu Santo, ¿quién es el que perdona? No lo sé.

—¿Ya no tenéis Dios?

—No, hombre; claro que no. Si hubiese Dios, no hubiera permitido lo que yo he visto con mis propios ojos. Déjales a ellos que tengan Dios.

—Ellos dicen que es suyo.

—Bueno, yo le echo de menos, porque he sido educado en la religión. Pero ahora un hombre tiene que ser responsable ante sí mismo.

—Entonces eres tú mismo quien tienes que perdonarte por haber matado.

—Creo que es así —asintió Anselmo—. Lo ha dicho usted de una forma tan clara, que creo que tiene que ser así. Pero, con Dios o sin Dios, creo que matar es un pecado. Quitar la vida a alguien es un pecado muy grave, a mi parecer. Lo haré, si es necesario, pero no soy de la clase de Pablo.

—Para ganar la guerra tenemos que matar a nuestros enemigos. Ha sido siempre así.

—Ya. En la guerra tenemos que matar. Pero yo tengo ideas muy raras —dijo Anselmo.

Iban ahora el uno junto al otro, entre las sombras, y el viejo hablaba en voz baja, volviendo algunas veces la cabeza hacia Jordan, según trepaba.

—No quisiera matar ni a un obispo. No quisiera matar a un propietario, por grande que fuese. Me gustaría ponerlos a trabajar, día tras día, como hemos trabajado nosotros en el campo, como hemos trabajado nosotros en las montañas, haciendo leña, todo el resto de la vida. Así sabrían lo que es bueno. Les haría que durmieran donde hemos dormido nosotros, que comieran lo que hemos comido nosotros. Pero, sobre todo, haría que trabajasen. Así aprenderían.

—Y vivirían para volver a esclavizarte.

—Matar no sirve para nada —insistió Anselmo—. No puedes acabar con ellos, porque su simiente vuelve a crecer con más vigor. Tampoco sirve para nada meterlos en la cárcel. Sólo sirve para crear más odios. Es mejor enseñarlos.

—Pero tú has matado.

—Sí —dijo Anselmo—; he matado varias veces y volveré a hacerlo. Pero no por gusto, y siempre me parecerá un pecado.

—¿Y el centinela? Te sentías contento con la idea de matarle.

—Era una broma. Mataría al centinela, sí. Lo mataría, con la conciencia tranquila si era ése mi deber. Pero no a gusto.

—Dejaremos eso para aquellos a quienes les divierta —concluyó Jordan—. Hay ocho y cinco, que suman en total trece. Son bastantes para aquellos a quienes divierte.

—Hay muchos a quienes les gusta —dijo Anselmo en la oscuridad—. Hay muchos de ésos. Tenemos más de ésos que de los que sirven para una batalla.

—¿Has estado tú alguna vez en una batalla?

—Bueno —contestó el viejo—, peleamos en Segovia, al principio del Movimiento; pero fuimos vencidos y nos escapamos. Yo huí con los otros. No sabíamos ni lo que estábamos haciendo ni cómo tenía que hacerse. Además, yo no tenía más que una pistola con perdigones, y la Guardia Civil tenía máuser. No podía disparar contra ellos a cien metros con perdigones, y ellos nos mataban como si fuéramos conejos. Mataron a todos los que quisieron y tuvimos que huir como ovejas. —Se quedó en silencio y luego preguntó—: ¿Crees que habrá pelea en el puente? —Desde hacía un rato se había puesto a tutear al extranjero.

—Es posible que sí.

—Nunca he estado en una batalla sin huir —dijo Anselmo—; no sé cómo me comportaré. Soy viejo y no puedo responder de mí.

—Yo respondo de ti —dijo Jordan.

—¿Has estado en muchos combates?

—En varios.

—¿Y qué piensas de lo del puente?

—Primero pienso en volar el puente. Es mi trabajo. No es difícil destruir el puente. Luego tomaremos las disposiciones para los demás. Haremos los preparativos. Todo se dará por escrito.

—Pero hay muy pocos que sepan leer —dijo Anselmo.

—Lo escribiremos, para que todo el mundo pueda entenderlo; pero también lo explicaremos de palabra.

—Haré lo que me manden —dijo Anselmo—; pero cuando me acuerdo del tiroteo de Segovia, si hay una batalla o mucho tiroteo, me gustaría saber qué es lo que tengo que hacer en todo caso para evitar la huida. Me acuerdo de que tenía una gran inclinación a huir en Segovia.

—Estaremos juntos —dijo Jordan—. Yo te diré lo que tienes que hacer en cualquier momento.

—Entonces no hay cuestión —aseguró Anselmo—. Haré lo que sea, con tal que me lo manden.

—Adelante con el puente y la batalla, si es que ha de haber batalla —dijo Jordan, y al decir esto en la oscuridad se sintió un poco ridículo, aunque, después de todo, sonaba bien en español.

—Será una cosa muy interesante —afirmó Anselmo, y oyendo hablar al viejo con tal honradez y franqueza, sin la menor afectación, sin la fingida elegancia del anglosajón ni la bravuconería del mediterráneo, Jordan pensó que había tenido mucha suerte por haber dado con el viejo, por haber visto el puente, por haber podido estudiar y simplificar el problema, que consistía en sorprender a los centinelas y volar el puente de una forma normal, y sintió irritación por las órdenes de Golz y la necesidad de obedecerlas. Sintió irritación por las consecuencias que tendrían para él y las consecuencias que tendrían para el viejo. Era una tarea muy mala para todos los que tuvieran que participar en ella.

«Este no es un modo decente de pensar —se dijo a sí mismo—; pensar en lo que puede sucederte a ti y a los otros. Ni tú ni el viejo sois nada. Sois instrumentos de vuestro deber. Las órdenes no son cosa vuestra. Ahí tienes el puente, y el puente puede ser el lugar en donde el porvenir de la humanidad dé un giro. Cualquier cosa de las que sucedan en esta guerra puede cambiar el porvenir del género humano. Tú sólo tienes que pensar en una cosa, en lo que tienes que hacer. Diablo, ¿en una sola cosa? Si fuera en una sola cosa sería fácil. Está bien, estúpido. Basta de pensar en ti mismo. Piensa en algo diferente.»

Así es que se puso a pensar en María, en la muchacha, en su piel, su pelo y sus ojos, todo del mismo color dorado; en sus cabellos, un poco más oscuros que lo demás, aunque cada vez serían más rubios, a medida que su piel fuera haciéndose más oscura; en su suave epidermis, de un dorado pálido en la superficie, recubriendo un ardor profundo. Su piel debía de ser suave, como todo su cuerpo; se movía con torpeza, como si viese algo que le estorbase, algo que fuera visible aunque no lo era, porque estaba sólo en su mente. Y se ruborizaba cuando la miraba, y la recordaba sentada, con las manos sobre las rodillas y la camisa abierta, dejando ver el cuello, y el bulto de sus pequeños senos torneados debajo de la camisa, y al pensar en ella se le resecaba la garganta, y le costaba esfuerzo seguir andando. Y Anselmo y él no hablaron más hasta que el viejo dijo:

—Ahora no tenemos más que bajar por estas rocas y estaremos en el campamento.

Cuando se deslizaban por las rocas, en la oscuridad oyeron gritar a un hombre: «¡Alto! ¿Quién vive?» Oyeron el ruido del cerrojo de un fusil que era echado hacia atrás y luego el golpeteo contra la madera, al impulsarlo hacia adelante.

—Somos camaradas —dijo Anselmo.

—¿Qué camaradas?

—Camaradas de Pablo —contestó el viejo—. ¿No nos conoces?

—Sí —dijo la voz—. Pero es una orden. ¿Sabéis el santo y seña?

—No, venimos de abajo.

—Ya lo sé —dijo el hombre de la oscuridad—; venís del puente. Lo sé. Pero la orden no es mía. Tenéis que conocer la segunda parte del santo y seña.

—¿Cuál es la primera? —preguntó Jordan.

—La he olvidado —dijo el hombre en la oscuridad, y rompió a reír—. Vete a la puñeta con tu mierda de dinamita.

—Eso es lo que se llama disciplina de guerrilla —dijo Anselmo—. Quítale el cerrojo a tu fusil.

—Ya está quitado —contestó el hombre de la oscuridad—. Lo dejé caer con el pulgar y el índice.

—Como hicieras eso con un máuser, se te dispararía.

—Es un máuser —explicó el hombre—; pero tengo un pulgar y un índice como un elefante. Siempre lo sujeto así.

—¿Hacia dónde apunta el fusil? —preguntó Anselmo en la oscuridad.

—Hacia ti —respondió el hombre—. Lo tengo apuntado hacia ti todo el tiempo. Y cuando vayas al campamento di a alguien que venga a relevarme, porque tengo un hambre que me j... el estómago y he olvidado el santo y seña.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Jordan.

—Agustín —dijo el hombre—. Me llamo Agustín y me muero de aburrimiento en este lugar.

—Daremos tu mensaje —dijo Jordan, y pensó que aburrimiento era una palabra que ningún campesino del mundo usaría en ninguna otra lengua. Y sin embargo, es la palabra más corriente en boca de un español de cualquier clase.

—Escucha —dijo Agustín, y acercándose puso la mano en el hombro de Robert. Luego encendió un yesquero y soplando en la mecha, para alumbrarse mejor, miró a la cara al extranjero.

—Te pareces al otro —dijo—; pero un poco distinto. Escucha —agregó apagando el yesquero y volviendo a coger el fusil—. Dime, ¿es verdad lo del puente?

—¿El qué del puente?

—Que vas a volar esa mierda de puente y que vamos a tener que irnos de estas puñeteras montañas.

—No lo sé.

—No lo sabes —dijo Agustín—; ¡qué barbaridad! ¿Para qué es entonces esa dinamita?

—Es mía.

—¿Y no sabes para qué es? No me cuentes cuentos.

—Sé para qué es y lo sabrás tú cuando llegue el momento —prometió Jordan—; pero ahora vamos al campamento.

—Vete a la mierda —dijo Agustín—. J... con el tío. ¿Quieres que te diga algo que te interesa?

—Sí, si no es una mierda —repuso Jordan, empleando la palabra grosera que había salpicado la conversación.

Aquel hombre hablaba de un modo tan grosero, añadiendo una indecencia a cada nombre y adjetivo, utilizando la misma indecencia en forma de verbo, que Jordan se preguntaba si podría decir una sola palabra sin adornarla. Agustín se rió en la oscuridad al oírle decir mierda.

—Es una manera de hablar que yo tengo. A lo mejor es fea. ¿Quién sabe? Cada cual habla a su estilo. Escucha, no me importa nada el puente. Se me da tanto del puente como de cualquier otra cosa. Además, me aburro a muerte en estas montañas. Ojalá tengamos que marcharnos. Estas montañas no me dicen nada a mí. Ojalá tengamos que abandonarlas. Pero quiero decirte una cosa. Guarda bien tus explosivos.

—Gracias —dijo Jordan—. Pero ¿de quién tengo que guardarlos? ¿De ti?

—No —dijo Agustín—. De gente menos j... que yo.

—¿Y por qué? —preguntó Jordan.

—¿Tú comprendes el español? —preguntó Agustín, hablando menos seriamente—. Bueno, pues ten cuidado de esa mierda de explosivos.

—Gracias.

—No, no me des las gracias. Cuida bien de ellos.

—¿Ha sucedido algo?

—No, o no perdería el tiempo hablándote de esta forma.

—Gracias de todas maneras. Vamos al campamento.

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