Por quién doblan las campanas (37 page)

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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

—Pero hubo muchos muertos en la revuelta.

—Menos de los que fueron fusilados después y de los que serán fusilados todavía. El POUM lleva bien su nombre. No es una cosa seria. Hubieran debido llamarle la R. O. Ñ. A. o el S. A. R. A. M. P. I. Ó. N., aunque no es cierto; el sarampión es más peligroso. Puede afectar a la vista y al oído. Pero ¿sabía usted que habían organizado un complot para matarme a mí, para matar a Walter, para matar a Modesto y para matar a Prieto? Ya ve usted cómo lo confundían todo. No somos todos del mismo pelaje. ¡Pobre POUM! No han matado jamás a nadie; ni en el frente ni en ninguna parte. Bueno, en Barcelona, sí, a algunos.

—¿Estuvo usted allí entonces?

—Sí. Envié un artículo por cable describiendo la corrupción de aquella infame turba de asesinos trotskistas y sus abyectas maquinaciones fascistas; pero entre nosotros le diré que el POUM no es una cosa seria. Nin era el único que valía algo. Le atrapamos, pero se nos escapó de las manos.

—¿Dónde está ahora?

—En París. Nosotros decimos que está en París. Era un tipo muy simpático, pero tenía aberraciones en materia política.

—Y tenían contactos con los fascistas, ¿no es así?

—¿Y quién no los tiene?

—Nosotros.

—¡Quién sabe! Espero que no. Usted pasa con frecuencia al otro lado de sus líneas —dijo sonriendo—. La semana pasada, el hermano de uno de los secretarios de la embajada republicana en París hizo un viaje a San Juan de Luz para encontrarse con gentes de Burgos.

—Me gusta más el frente —había dicho Robert Jordan—. Cuanto más cerca se está del frente, mejores son las personas.

—¿Le gusta a usted moverse detrás de las líneas fascistas?

—Mucho; tenemos gentes muy buenas por allí.

—Bueno, como usted sabe, ellos deben de tener también gentes muy buenas detrás de nuestras líneas. Les echamos el guante y los fusilamos, y ellos echan el guante a los nuestros y los fusilan. Cuando usted se encuentre con ellos, piense siempre en la cantidad de gentes que deben enviar ellos para acá.

—Ya he pensado en ello.

—Muy bien —había dicho Karkov—. Bueno, usted ya ha pensado bastante por hoy. Vamos, acabe con ese jarro de cerveza y lárguese, porque tengo que ir a ver a la gente de arriba. Los grandes personajes. Y vuelva usted pronto.

«Sí —pensaba Robert Jordan—, se aprende mucho en el Gaylord.» Karkov había leído el único libro suyo publicado hasta entonces. El libro no había sido un éxito. No tenía más que doscientas páginas y no lo habían leído ni dos mil personas. Jordan había puesto en él todo lo que había descubierto en España en diez años de viaje a pie, en vagones de tercera clase, en autobús, a caballo, a lomo de mula y en camiones. Conocía bien el País Vasco, Navarra, Galicia, Aragón, las dos Castillas y Extremadura. Había libros tan buenos, como los escritos por Borrow, Ford y otros, que él no había sido capaz de añadir gran cosa. Pero Karkov había dicho que el libro era bueno.

—Es por eso por lo que me tomo la pena de interesarme por usted. Me parece que escribe usted de una manera absolutamente verídica. Y eso es una cosa muy rara. Por ello me gustaría que supiese usted ciertas cosas.

Muy bien, escribiría un libro cuando todo concluyese. Escribiría sólo sobre las cosas que conocía realmente y que conocía bien. «Pero sería conveniente que fuese un escritor mejor de lo que soy ahora para entendérmelas con todo ello.» Las cosas que había llegado a conocer durante aquella guerra no eran nada sencillas.

Capítulo XIX

—¿Q
UÉ HACES AHÍ SENTADO
? —le preguntó María. Estaba de pie, junto a él, y Jordan volvió la cabeza y le sonrió.

—Nada —dijo—; estaba pensando.

—¿En qué? ¿En el puente?

—No. Lo del puente está concluido. Estaba pensando en ti, en un hotel de Madrid donde hay rusos, que son amigos míos, y en un libro que algún día escribiré.

—¿Hay muchos rusos en Madrid?

—No, muy pocos.

—Pero en los periódicos fascistas se dice que hay cientos de miles.

—Es mentira. Hay muy pocos.

—¿Te gustan los rusos? El que estuvo aquí era un ruso.

—¿Te gustó a ti?

—Sí. Estaba enferma aquel día; pero me pareció muy guapo y muy valiente.

—Muy guapo. ¡Qué tontería! —dijo Pilar—. Tenía la nariz aplastada como la palma de mi mano y la cara como el culo de una oveja.

—Era un buen amigo mío y un camarada —dijo Robert Jordan a María—. Yo le quería mucho.

—Claro —dijo Pilar—; por eso le mataste.

Al oír estas palabras, los que estaban jugando a las cartas levantaron la cabeza y Pablo miró a Robert Jordan fijamente. Nadie dijo nada, pero al cabo de un momento Rafael el gitano, preguntó:

—¿Es eso verdad, Roberto?

—Sí —dijo Robert Jordan. Lamentaba que Pilar lo hubiese dicho y hubiera deseado no haberlo contado en el campamento del Sordo—. Lo hice a petición suya: estaba gravemente herido.

—¡Qué cosa más rara! —dijo el gitano—. Todo el tiempo que estuvo con nosotros se lo pasó hablando de esa posibilidad. No sé cuántas veces le prometí que le mataría yo. ¡Qué cosa más rara! —insistió, moviendo la cabeza.

—Era un hombre muy raro —dijo Primitivo—. Muy particular.

—Escucha —dijo Andrés, uno de los dos hermanos—, tú que eres profesor y todo eso, ¿crees que un hombre puede saber lo que va a ocurrirle?

—Estoy seguro de que no puede saberlo —dijo Robert Jordan. Pablo le contemplaba con curiosidad y Pilar le miraba sin que en su rostro se reflejase ninguna expresión—. En el caso de ese camarada ruso lo que sucedió fue que se había puesto muy nervioso a fuerza de estar demasiado tiempo en el frente. Se había batido en Irún, donde, como sabéis, la cosa estuvo muy fea. Muy fea. Se batió luego en el Norte. Y cuando los primeros grupos que trabajan detrás de las líneas se formaron, trabajó aquí, en Extremadura y en Andalucía. Creo que estaba muy cansado y nervioso y se imaginaba cosas raras.

—Debió de ver seguramente cosas muy feas —dijo Fernando.

—Como todo el mundo —dijo Andrés—. Pero óyeme, inglés: ¿crees que puede haber algo como eso, un hombre que sabe de antemano lo que va a sucederle?

—Pues claro que no —fue la respuesta de Robert Jordan—; eso no es más que ignorancia y superstición.

—Continúa —dijo Pilar—. Escuchemos lo que va a decirnos el profesor. —Le hablaba como se habla a un niño listo.

—Creo que el miedo produce visiones de horror —dijo Robert Jordan—. Viendo señales de mal agüero...

—Como los aviones de esta mañana —dijo Primitivo.

—Como tu llegada —añadió suavemente Pablo desde el otro lado de la mesa.

Robert Jordan le miró y vio que no era una provocación, sino algo pensado sencillamente en alta voz. Entonces prosiguió:

—Cuando el que tiene miedo ve una señal de mal agüero, se representa su propio fin y le parece que lo está adivinando, cuando en realidad no hace más que imaginárselo. Creo que no es más que eso —concluyó—. No creo en ogros, adivinos ni en cosas sobrenaturales.

—Pero aquel tipo de nombre raro vio claramente su destino —dijo el gitano—. Y así fue como ocurrió.

—No lo vio —dijo Robert Jordan—. Tenía miedo de que pudiera ocurrirle semejante percance y el temor se convirtió en obsesión. Nadie podrá convencerme de que llegó a ver nada.

—¿Ni yo? —preguntó Pilar. Recogiendo un puñado de polvo de al lado del fuego, lo sopló después en la palma de la mano—. ¿Ni yo tampoco?

—No. Con todas tus brujerías, tu sangre gitana y todo lo demás, no podrás convencerme.

—Porque eres un milagro de sordera —dijo Pilar, cuyo enorme rostro parecía más grande y más rudo a la luz de la vela—. No es que seas un idiota. Eres simplemente sordo. Un sordo no puede oír la música. No puede oír la radio. Entonces, como no las oye, como no las ha oído nunca, dice que esas cosas no existen. ¡Qué va, inglés! Yo he visto la muerte de aquel muchacho de nombre tan raro en su cara, como si hubiera estado marcada con un hierro candente.

—Tú no has visto nada de nada —afirmó Robert Jordan—. Tú has visto sencillamente el miedo y la aprensión. El miedo originado por las cosas que tuvo que pasar. La aprensión, por la posibilidad de que ocurriese el mal que imaginaba.

—¡Qué va! —repuso Pilar—. Vi la muerte tan claramente como si estuviera sentada sobre sus hombros. Y aún más: sentí el olor de la muerte.

—El olor de la muerte —se burló Robert Jordan—. Sería el miedo. Hay un olor a miedo.

—De la muerte —insistió Pilar—. Oye, cuando Blanquet, el más grande de los peones de brega que ha habido, trabajaba a las órdenes de Granero, me contó que el día de la muerte de Manolo, al ir a entrar en la capilla, camino de la plaza, el olor a muerte que despedía era tan fuerte, que casi puso malo a Blanquet. Y él había estado con Manolo en el hotel, mientras se bañaba y se vestía, antes de salir camino de la plaza. El olor no se sentía en el automóvil, mientras estuvieron sentados juntos y apretados todos los que iban a la corrida. Ni lo percibió nadie en la capilla, salvo Juan Luis de la Rosa. Ni Marcial ni Chicuelo sintieron nada, ni entonces ni cuando se alinearon para el paseíllo. Pero Juan Luis estaba blanco como un cadáver, según me contó Blanquet, y éste le preguntó:

»—¿Qué, tú también?

»—Tanto, que no puedo ni respirar —le contestó Juan Luis—. Y viene de tu patrono.

»—Pues nada —dijo Blanquet—; no hay nada que podamos hacer. Esperemos que nos hayamos equivocado.

»—¿Y los otros? —preguntó Juan Luis a Blanquet.

»—Nada —dijo Blanquet—; nada. Pero ése huele peor que José en Talavera.

»Y por la tarde, el toro llamado
Pocapena
, de Veragua, deshizo a Manolo contra los tablones de la barrera, frente al tendido número 2, en la plaza de toros de Madrid. Yo estaba allí, con Finito, y lo vi, y el cuerno le destrozó enteramente el cráneo, cuando tenía la cabeza encajada en el estribo, al pie de la barrera, adonde le había arrojado el toro.

—Pero ¿tú oliste algo? —preguntó Fernando.

—No —repuso Pilar—. Estaba demasiado lejos. Estábamos en la fila séptima del tendido 3. Por estar allí, en aquel lugar, pude verlo todo. Pero esa misma noche, Blanquet, que también trabajaba con Joselito cuando le mataron, se lo contó todo a Finito en Fornos, y Finito le preguntó a Juan Luis de la Rosa si era cierto. Pero Juan Luis no quiso decir nada. Sólo asintió con la cabeza. Yo estaba delante cuando ocurrió, así que, inglés, puede ser que seas sordo para algunas cosas, como Chicuelo y Marcial Lalanda y todos los banderilleros y picadores y el resto de la gente de Juan Luis y Manuel Granero lo fueron en esa ocasión. Pero ni Juan Luis ni Blanquet eran sordos. Y yo tampoco lo soy; no soy sorda para esas cosas.

—¿Por qué dices sorda cuando se trata de la nariz? —preguntó Fernando.

—Leche —exclamó Pilar—; eres tú quien debiera ser el profesor, en lugar del inglés. Pero aún podría contarte cosas, inglés, y no debes dudar de una cosa porque no puedas verla ni oírla. Tú no puedes oír lo que oye un perro ni oler lo que él huele. Pero ya has tenido de todas maneras una experiencia de lo que puede ocurrirle a un hombre.

María apoyó la mano en el hombro de Robert Jordan y la mantuvo allí. Robert Jordan pensó de repente: «Dejémonos de tonterías y aprovechemos el tiempo disponible.» Pero después recapacitó: era demasiado pronto. Había que apurar lo que aún quedaba de la velada. Así es que preguntó, dirigiéndose a Pablo:

—¡Eh, tú!, ¿crees en estas brujerías?

—No lo sé —respondió Pablo—. Soy más bien de tu opinión. Nunca me ha ocurrido nada sobrenatural. Miedo sí que he pasado algunas veces, y mucho. Pero creo que Pilar puede adivinar las cosas por la palma de la mano. Si no está mintiendo, es posible que haya olido eso que dice.

—¡Qué va! —contestó Pilar—. ¡Qué voy a mentir! No soy yo la que lo ha inventado. Ese Blanquet era un hombre muy serio y, además, muy devoto. No era gitano, sino un burgués de Valencia. ¿Le has visto alguna vez?

—Sí —replicó Robert Jordan—; le he visto muchas veces. Era pequeño, de cara grisácea, pero no había nadie que manejase la capa como él. Se movía como un gamo.

—Justo —dijo Pilar—. Tenía la cara gris por una enfermedad del corazón y los gitanos decían que llevaba la muerte consigo, aunque era capaz de apartarla de un capotazo, con la misma facilidad con que tú limpiarías el polvo de esta mesa. Y él, aunque no era gitano, sintió el olor de muerte que despedía José en Talavera. No sé cómo pudo notarlo por encima del olor a manzanilla. Pero Blanquet hablaba de aquello con muchas vacilaciones y los que entonces le escuchaban dijeron que todo eso eran fantasías, y que lo que había olido era el olor que exhalaba Joselito de los sobacos, por la mala vida que llevaba. Pero más tarde vino eso de Manolo Granero, en lo que participó también Juan Luis de la Rosa. Desde luego, Juan Luis no era muy decente, pero tenía mucha habilidad en su trabajo y tumbaba a las mujeres mejor que nadie. Blanquet era serio y muy tranquilo y completamente incapaz de contar una mentira. Y yo te digo que sentí el olor de la muerte cuando tu compañero estuvo aquí.

—No lo creo —insistió Robert Jordan—. Además, has dicho que Blanquet lo había olido antes del paseíllo. Unos momentos antes de que la corrida comenzase. Pero aquí Kashkin y vosotros salisteis bien de lo del tren. Kashkin no murió entonces. ¿Cómo pudiste olerlo?

—Eso no tiene nada que ver —exclamó Pilar—. En la última temporada de Ignacio Sánchez Mejías olía tan fuertemente a muerte, que muchos se negaban a sentarse junto a él en el café. Todos los gitanos lo sabían.

—Se inventan esas cosas después —arguyó Robert Jordan—; después que el tipo se ha muerto. Todo el mundo sabía que Ignacio Sánchez Mejías estaba a pique de recibir una cornada, porque había pasado mucho tiempo sin entrenarse, porque su estilo era pesado y peligroso, y porque la fuerza y la agilidad le habían desaparecido de las piernas y sus reflejos no eran lo que habían sido antes.

—Desde luego —reconoció Pilar—. Todo eso es verdad. Pero todos los gitanos estaban enterados de que olía a muerte, y cuando entraba en Villa Rosa había que ver a personas como Ricardo y Felipe González, que se escabullían por la puerta de atrás.

—Quizá le debieran dinero —comentó Robert Jordan.

—Es posible —aseveró Pilar—. Es muy posible. Pero también lo olían. Y lo sabían todos.

—Lo que dice ella es verdad, inglés —dijo Rafael, el gitano—. Es cosa muy sabida entre nosotros.

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