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Authors: José Antonio Cotrina Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA 141

Premio UPC 2000 (8 page)

—Muy amable —contestó Carreño, apretando los labios. Tenía una forma inquietante de mirar a los ojos. En realidad, parecía estar atisbando un poco más atrás, como si su interlocutor hiciera sombra a alguna luz escondida.

—De momento, no voy a grabar nuestras conversaciones —prosiguió Rojo—. Si más adelante lo juzgo necesario para el caso, se lo diré. Pero sepa usted que en ningún caso le grabaré sin su consentimiento.

—Gracias.

Rojo puso el maletín sobre la mesa y sacó de él un breve cuestionario, que le pasó a Carreño. Lo había confeccionado la noche anterior. Le rogó que lo leyera, y mientras lo hacía, le observó.

Los ojos de Carreño lo recorrieron prácticamente en diagonal, y se lo devolvió en un tiempo que a Rojo le habría parecido imposible de no haber conocido otros casos de lectura hiperrápida. A su pesar, se sintió intimidado.

—¿Qué le parece?

—Que si contesto que sí a unas cuantas preguntas, me tomarán por loco. ¿Es eso lo que debo hacer?

—Bueno, tal vez más adelante me atreva a hacer de abogado con usted y a sugerirle lo que debe hacer… Pero ahora me gustaría que nos centráramos más en lo que
de verdad
contestaría.

Carreño meneó la cabeza.

—Me parecen unas preguntas un poco descorteses. Imagínese que saco a una chica a bailar y le pregunto: «¿Cómo te llamas? ¿Dónde vives? ¿Quieres practicar el sexo oral conmigo? ¿Crees que hay alguien que se introduce en tu mente y que te obliga a pensar en cosas extrañas?»

Rojo se rió, sinceramente divertido.

—Touché.
Normalmente no le habría presentado esas preguntas tan descarnadas a las primeras de cambio. Pero sé que es una persona muy inteligente y, en cierto modo, prefería mostrarle por dónde van mis sospechas.

—Y no sólo sus sospechas, sino también su estrategia.

—Ya le he dicho que no voy a oficiar de abogado.

Carreño volvió a coger el cuestionario, se retrepó en la silla y fue pasando líneas con el dedo.

—Veamos, doctor, trataré de contestar a sus preguntas. Primero las que tienen respuesta negativa. No, no diría que nadie esté escuchando mis pensamientos, ni robándolos. En cuanto a que alguien se introduzca en ellos, no diría
exactamente
que sí.

—¿Qué quiere decir con
exactamente?

Carreño comprobó de forma maquinal las conexiones de su Anóneiros.

—Tenga un poco de paciencia, doctor. Se lo explicaré a su debido tiempo.

—No es tiempo lo que le sobra a usted —replicó Rojo, picado, y se arrepintió de sus palabras al momento—. Perdone. No quería…

—Por otra parte —prosiguió Carreño, que no parecía haberle oído—, no creo que haya ninguna conspiración contra mí, ni que quieran arruinar mi reputación. No creo estar poseído por ninguna fuerza sobrenatural… no sé si algo funciona mal en mi cuerpo… tampoco creo carecer de cuerpo. Vaya, qué preguntas más curiosas. ¿Hay gente que cree carecer de cuerpo?

—Se sorprendería de las cosas tan extrañas que se ven en mi profesión.

Carreño levantó los ojos del cuestionario y los clavó en los del psiquiatra.

—Y usted se sorprenderá de las cosas tan extrañas que
yo
he visto.

Rojo sintió que su pulso se aceleraba. Había una clave, sí, y no estaba tan lejos de ella. Pero comprendió que Carreño sólo levantaría el velo de ese secreto cuando él quisiera.

—Que si tengo poderes especiales… ojalá… Estar en la ruina… bueno, no lo estaba. No sé cómo andarán mis finanzas ahora.

—Me da la impresión de que está usted saltándose preguntas —le interrumpió Rojo—. ¿Por qué?

—Estaba reservando para el final las respuestas que pueden decidirle a ponerme la camisa de fuerza. Escuche: «¿Se siente culpable de algo, siente vergüenza por algo que haya hecho?» Sí, he hecho cosas terribles.

—¿Qué co…?

Carreño le hizo callar con un gesto y prosiguió.

—«¿Tiene la sensación de que el mundo exterior no existe?» En cierta medida. Al menos, no existe como siempre habíamos creído.

»"¿Tiene usted una importante misión de la que depende el destino de la humanidad?" Tal vez. Sólo he conseguido ganar algo de tiempo.

»"¿Cree que la apariencia de alguna persona cercana ha cambiado de una forma que sólo usted percibe? ¿Cree que podrían estar suplantando a dicha persona?" Esa pregunta parece diseñada expresamente para mí.

Y, sin embargo, era una pregunta habitual para detectar el llamado «delirio de sosias». Pero Rojo se limitó a asentir.

—«¿Tiene la sensación de que le está ocurriendo algo extraño e inexplicable a su entorno, o a usted mismo? ¿De que va a pasar algo terrible?» Sí, rotundamente sí. En realidad, lleva pasando ya mucho tiempo, aunque no queramos verlo.

Rojo estaba fascinado. Carreño estaba deshilvanando abiertamente la trama de lo que debería calificarse como un delirio modélico, el perfecto ejemplo de manual de psiquiatría. Sin embargo, aunque los signos físicos seguían revelando un estado de ansiedad, su voz pasaba revista al cuestionario con la distante objetividad de un científico que observara un cultivo de bacterias por el microscopio.

—«¿Hay situaciones que le hacen sentir ansiedad, miedo o incluso pánico?» Es evidente que sí. Por eso llevo la Corona a todas horas.

»"¿Ha oído alguna vez voces dentro de su cabeza? Si es así, ¿puede describirlas? ¿Qué le dicen exactamente?" Sí, he oído una voz. Era inefable. Cuando llegue el momento, sabrá lo que me decía. Algo me dice que usted también acabará oyéndola.

»"¿Ha visto cosas que otras personas no podían ver?" Sí, las he visto, y no quiero volver a verlas. También por eso llevo la Corona a todas horas.

»"¿Ve un significado especial en la manera en que suceden algunas cosas, algo de lo que los demás no se dan cuenta?" Veo un significado especial en la manera en que sucede
todo.

Carreño volvió a dejar el cuestionario sobre la mesa, esta vez con un gesto definitivo.

—¿Qué le parece, doctor? —A su pesar, la voz le salió trémula—. ¿Estoy loco o no?

—La psicóloga del centro le sometió a usted a un cuestionario en el que había algunas preguntas similares a éstas. Sin embargo, sus respuestas fueron negativas. De hecho, la señora Rosen me comentó que no parecía usted presentar ningún desequilibrio.

—Y así y todo, usted me ha vuelto a hacer esas preguntas.

—Si no pensara que tiene usted algún desequilibrio, no estaría aquí. En eso he de basarme para obtener la conmutación de su pena. Ahora le vuelvo a preguntar: ¿por qué ahora me ha dado estas respuestas, cuando antes no lo hizo?

—¿Se refiere a por qué soy sincero ahora?

—No, me refiero a por qué ha dado estas respuestas. Aún no puedo juzgar su sinceridad o su falta de sinceridad. —¿Cree usted que soy un asesino, doctor? La pregunta desconcertó a Rojo.

—No soy miembro de ningún jurado. No se trata de dar ningún veredicto, sino de dictaminar si usted era plenamente dueño de sus actos cuando hizo lo que hizo…

—Lo que hice se llama asesinato.

—Usted lo reconoció en el juicio, sí, pero apuntó algo que es la razón de que me hayan hecho venir aquí. «Esa mujer no era mi esposa», dijo usted, en contra de todas las evidencias.

—¿Usted me cree?

—No acabo de entenderle.

—¿Cree que dije la verdad cuando declaré que aquella mujer no era mi esposa? —se impacientó Carreño. Los síntomas de ansiedad se estaban agudizando.

—Por lo que me consta, aquella mujer
era
su esposa. Ahora bien, tal vez usted creyera sinceramente que no lo era. Eso es lo que quiero averiguar, y ésa es la mejor opción que tenemos para que se le conmute la pena.

—Lo sé. Por eso he contestado a su cuestionario. Creo que usted es el único que puede ayudarme. —Gracias por su confianza.

Carreño le miró intensamente a los ojos. De nuevo se sintió Rojo como si él sólo fuera una sombra en la caverna, y Carreño pudiera mirar directamente al mundo eterno que había más allá.

—No me lo agradezca. Cuando esto termine, tal vez esté usted tan loco como yo.

Aunque había visto y oído muchas cosas espeluznantes en su trabajo, Rojo se estremeció.

Cuando Danvers se llevó a Carreño de vuelta a la celda, Rojo se quedó transcribiendo las anotaciones y recuerdos de la entrevista. Ya casi había terminado de hacerlo cuando sonó un leve toque en la puerta, Antes de que pudiera decir «adelante», la puerta se abrió y Olivia pasó con toda naturalidad a su despacho. Sin quitarse la bata blanca, se quedó clavada en mitad de la sala con los brazos en jarras. Rojo no supo cómo interpretar su gesto. ¿Le estaba echando con cajas destempladas, o pretendía salir otra vez?

—¿Qué tal le ha ido la entrevista?

Rojo se encogió de hombros.

—Aún no sabría qué decirle. Parece que empieza a confiar en mí, pero es pronto para avanzar nada.

—Entiendo. Doctor Rojo, ¿podría pedirle algo? —Cómo no…

—Me gustaría que viera usted a alguien. No tiene nada que ver con el caso que le ha traído aquí, pero quiero saber su opinión profesional. Anoche estuve hojeando su libro sobre la narcolepsia de Pisani, y me pareció interesante. —Sonrió y la severidad de sus facciones se suavizó—. No sabía que era usted tan conocido en su campo. Lamento mi ignorancia.

Halagado, Rojo recogió su material y se puso de pie.

—En estos tiempos es imposible mantenerse al día, ni siquiera en campos vecinos, como los nuestros. ¿Tienen algún caso del Pisani aquí?

—Usted mismo me lo dirá…

Salieron del despacho y se dirigieron hacia otro pabellón más pequeño y apartado, que Rojo no había visto hasta entonces. Mientras caminaba con zancadas rápidas y precisas, la psicóloga le explicó que en aquel pabellón había ochenta mujeres internadas. Estaba separado del resto por alambradas y puestos de guardia y disponía de sus propias instalaciones. En realidad, era casi una prisión aparte, excepto por el hecho de que el director, el personal médico y la propia psicóloga eran los mismos.

No llegaron a entrar en la zona de las galerías. Olivia le condujo directamente ante una puerta con un cristal translúcido en la que un cartel rezaba ENFERMERÍA. La psicóloga llamó a la puerta, abrió un segundo después sin esperar respuesta y se coló. Rojo se apresuró a seguirla. Atravesaron un dispensario con una mesa barata de color verde, una camilla y un biombo. En la camilla había una interna sentada. Tenía la camisa del uniforme abierta y una médica le estaba examinando los pechos. La doctora saludó a Olivia con un gesto distraído, mientras seguía con su labor. Salieron del dispensario por otra puerta acristalada y la psicóloga musitó una disculpa, ruborizándose un poco, como si Rojo la hubiera visto desnuda a ella en vez de a la reclusa.

Llegaron a un pasillo en el que se abrían varias puertas. Olivia eligió una señalada como UNIDAD DE CUIDADOS. Volvió a llamar y esta vez aguardó un poco más antes de pasar. Empezaba a adquirir buenas costumbres, se dijo Rojo, con ironía.

La sala era algo más grande que el dispensario y tenía mejor aspecto, aunque la pintura del techo se estaba descascarillando y en los azulejos de las paredes aún quedaban restos de yeso que no se habían molestado en limpiar después de ponerlos. Olivia le explicó que allí tenían equipo suficiente para solucionar urgencias, pero que en casos graves evacuaban a las internas al hospital regional de Rapid City.

En aquel momento, la unidad de cuidados sólo tenía una ocupante. Psicóloga y psiquiatra se acercaron a la cama metálica, uno por cada lado, y se quedaron mirándola. Era una mujer negra, de unos cuarenta años, a juzgar por el rostro. Por debajo de la sábana asomaba un brazo esquelético, conectado a un gotero. Tenía sondada la nariz. Por debajo de los párpados se advertía claramente el movimiento de los ojos. Parecían tener vida propia, como larvas de avispa que tratasen de salir del cadáver de su víctima ya consumida.

—Un sueño REM intenso, por lo que parece —comentó Rojo. La doctora le señaló los electrodos: los tenía conectados al cráneo, a ambos lados de los ojos y en el cuello. La vista de Rojo siguió los cables hasta el monitor que había a la cabecera de la cama. El trazado de las ondas cerebrales se parecía a las ondas alfa que se presentan en la vigilia, cuando el paciente está tranquilo y tiene los ojos cerrados; pero, para un observador experto como él, era inconfundible: sueño paradójico, más conocido como sueño REM. Una invitación al desastre y algo que en aquellos tiempos estaba prohibido por ley. —Hábleme un poco de esta mujer.

—Se llama Susan Grafter. Condenada por prostitución ilegal, robo y consumo de drogas. Veintisiete años… Rojo levantó la mirada, incrédulo. —¿Cómo?

—Sí. Podría parecer que tiene el doble, ¿verdad? Rojo se inclinó de nuevo y estudió el rostro de la mujer. Ahora que la miraba mejor, tal vez aquellas arrugas, aquel acartonamiento casi ceniciento de la piel fueran debidos a la enfermedad. Se agachó un poco más y, casi sin querer, percibió la fetidez acre de su respiración…

… y el olor llegó hasta su hipotálamo y despertó imágenes y sonidos que siempre acechaban bajo la línea de flotación de su conciencia, como taimados cocodrilos que aprovecharan para asomar sus colmillos al menor descuido.

Estaban todos sentados a la oscura mesa de caoba del comedor, su madre, su hermano, su hermana. También su padre, un pediatra, un hombre alto con un espléndido cabello blanco, una persona razonable en la época de caos que había seguido a la epidemia de narcolepsia. Les repartía un cóctel de pastillas en el que predominaba la benzodiacepina: una mezcla explosiva que a la larga les provocaba a todos angustias, sudoraciones, vómitos y ataques de pánico, pero que era la única forma de inhibir el sueño REM. Sólo así Rojo podía cerrar los ojos, rendirse por fin a la fatiga que soplaba arena en sus párpados, y rezar para que de nuevo la droga funcionase, rezar para no soñar, rezar para sobrevivir una noche más.

—Tiene todos los síntomas —seguía informándole la doctora—. Mantiene tono muscular, en contra de lo que era habitual en el sueño paradójico pre-Pisani, pero se da también parálisis del sueño. Además…

Las palabras de la psicóloga le llegaban trenzadas con sus propios recuerdos. Su madre tendida en la cama del hospital donde trabajaba su padre, en una habitación privada, a media luz; el aire impregnado de un ambientador de vainilla que apenas lograba disimular la pestilencia creciente.

La enfermedad de su madre había cursado como un caso típico. Una noche, a pesar de las pastillas, había experimentado sueños delirantes. Apenas podía hablar de ellos, más que con vagas descripciones: un mundo muerto, una luz negra, ojos que chillaban en su mente… Su padre había intentado tranquilizarla. «Te daré más benzodiacepina. Esta noche no soñarás más, te lo prometo.» Pero todos sabían que cuando el Pisani clavaba las garras en alguien ya no lo soltaba.

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