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Authors: Benjamín Van Ammers Velázquez

Tags: #Fantasía, #Épica

Presagios y grietas (2 page)

Seis de ellos huyeron, cuatro más se orinaron encima y el propio jefe no pudo reprimir un gemido de terror cuando vio al gottren. Ocupaba toda la superficie de la barca y avanzaba a gran velocidad en dirección a la costa utilizando sus brazos como remos. No tardó en dar alcance al primer bote, que ya se disponía a tomar tierra.

La mujer fue la primera en descender. Vestía una túnica de color ceniza con ribetes dorados y se cubría con una fina capa roja. Desde la colina en la que estaban apostados, los arrapaceros contemplaban los destellos de la luz del sol en los pendientes y la gargantilla. El mismo brillo refulgía en sus dedos y en sus muñecas. Por unos instantes se olvidaron del gottren; aquello era oro, sin lugar a dudas.

Mientras anudaba su cabello en una coleta, la dama parecía recriminar algo a uno de sus acompañantes; un joven grueso vestido también con caros ropajes. Sus piernas escuálidas, la cabeza rapada y el modo peculiar que tenía de moverse le conferían el aspecto de una paloma torpe. Mantenía la cabeza gacha al tiempo que intentaba, sin éxito, interrumpir el discurso de su compañera.

El grupo lo completaba un soldado que se afanaba en amarrar el bote a una estaca que había clavado en la arena. Bajo el jubón se apreciaba una cota de malla tan desgastada como el yelmo con el que se cubría, el pomo de su espada y la rodela de acero que cargaba a la espalda.

Por su parte, el gottren ya había llegado a la orilla y transportaba el bote sobre los hombros sin esfuerzo. Cuando le pareció que estaba bastante lejos del agua lo depositó en el suelo como si fuera un simple fardo. También vestía algo parecido a una cota de malla pero apenas le cubría el pecho; una placa abollada sujeta con cadenas le tapaba la panza y le servía de armadura. De su cinto pendían dos hachas inmensas, de doble filo. Un hombre fuerte apenas hubiese podido blandir una de ellas con ambas manos.

Las miradas inquietas de los arrapaceros se repartían entre las armas del gigante y las joyas de la dama de cabellos negros.

—¿Qué… qué hacemos, jefe?

—De momento vamos a seguirles. —Gaak trataba de aparentar un absoluto control de la situación—. Ese gottren podría despedazarnos a todos de un tajo. Si alguno de vosotros nos descubre lo mutilaré yo mismo a mordiscos.

Esta vez se cuidó de proferir sus amenazas en un tono más bajo. El coloso se estaba desperezando; con los brazos desplegados en cruz, su torso era tan grande como la barca que lo había traído a tierra.

La mujer hizo gestos de apremio y el gordo sacó de su talega una esfera rojiza que emitió un destello cuando los rayos del sol se reflejaron sobre ella. Tras manosearla un poco señaló hacia el norte, se la pasó al soldado y el grupo emprendió la marcha en aquella dirección.

Gaak había trazado un plan bastante sencillo: raptar a la mujer, matarla y huir con ella a través de la jungla. Una vez estuviesen lejos, saquearían su cuerpo y él mismo le rebanaría la cabeza para arrancarle la cabellera más tarde, en la tranquilidad de su covacha. Pero la aparición de aquella esfera trastocaba por completo la estrategia. Los arrapaceros sentían una atracción irrefrenable por todo aquello que brillase; apoderarse de ella pasaba a ser una prioridad.

Todo parecía indicar que los forasteros se dirigían a las ruinas del norte de la isla, a una jornada y media de viaje. Tarde o temprano se detendrían a acampar y con suerte, sería ya de noche.

—Esperaremos a la luna. El gottren no podrá hacernos nada si no nos ve. —Sus secuaces asintieron complacidos.

Cuando oscureció, para su consternación y pese a las visibles protestas del gordo, el grupo no se detuvo. El soldado sacó de su zurrón yesca, pedernal y dos antorchas a las que prendió fuego con habilidad. El gottren tomó una de ellas y, al alzarla, incendió una rama seca del árbol que estaba tras él. Esto provocó la desbandada de un nutrido grupo de murciélagos que, entre chillidos, empezaron a sobrevolar desorientados las cabezas de los viajeros. El bruto dio tres palmadas que alejaron a las criaturas y se rió divertido. Desde su posición, los arrapaceros podían escuchar los gritos del gordo, que corría de un lado a otro gesticulando y llevándose la mano al pecho; distinguieron las palabras «bestia» y «estúpida» entre su parloteo. La mujer le propinó una bofetada que lo hizo enmudecer y de inmediato cesaron sus aspavientos. El soldado dejó escapar una carcajada y le hizo señas al gottren, que arrancó la rama ardiendo y la apagó contra el suelo de un pisotón.

El grupo reanudó la marcha pero esta vez era la dama la que portaba la antorcha y encabezaba la comitiva. En la otra mano llevaba la esfera escarlata, que brillaba con intensidad.

—¡Es nuestra ocasión, Gaak! Podemos adelantarles bordeando el acantilado, coger a la moza y huir. Meeg puede distraer al monstruo desde atrás y…

—¿Y por qué yo, basura? ¿Por qué no tú?

—¡Basta, idiotas! —zanjó su jefe—. No haremos nada, aún.

—¿Y a qué esperamos? ¿A qué el tipo de la espada coja de nuevo ese artefacto? ¿A que salga el sol y todo se complique más? —dijo Kurghaa, el segundo al mando.

Era un arrapacero larguirucho que solía hablar con ironía, una habilidad nada común entre ellos. Gaak hubiese destripado a cualquier otro que osara cuestionar su liderazgo pero no se atrevía con él; lo superaba en envergadura y había sido testigo de la pericia con la que manejaba el cuchillo.

—Escuchadme bien, montones de mierda. Esos van tras algo y quiero saber lo que es. Tal vez se trate de un tesoro escondido en esas ruinas del norte. ¡Monedas! ¡Oro y más pedruscos brillantes! Si se lo arrebatamos quizá la misma Streega nos incluya a todos en su séquito.

Los arrapaceros escuchaban a su jefe pestañeando con estupidez. Eran incapaces de trazar planes más complejos que coger algo y escapar, aunque la parte del oro y las piedras sí que la entendían. Sólo Kurghaa veía las cosas desde la misma perspectiva. El séquito de la Madre Jefa significaba estar a un solo escalón de la máxima jerarquía de su sociedad. Las hembras eran escasísimas entre ellos y lideraban sus respectivas tribus sin otras funciones que dar órdenes absurdas y procrear.

—¡Moveos! De no ser por ese gottren ya los habríamos perdido de vista.

Los forasteros caminaron sin descanso durante toda la noche. Conocedores del terreno, los arrapaceros intuían la ruta que iban a seguir y se adelantaban para esperarles en posiciones concretas. En aquel momento se ocultaban tras una enorme piedra rectangular de las muchas esparcidas en el claro de la selva al que se dirigían.

Allí perduraban las ruinas de lo que en su día debió ser un templo. La naturaleza había seguido su curso y lo que quedaba de la majestuosa edificación estaba cubierto de musgo y enredaderas. Un baniano gigantesco se alzaba en el interior del edificio principal y atravesaba con sus ramas la bóveda desmoronada. Sus raíces habían levantado la mayor parte del suelo de baldosas y deformado el resto de un modo grotesco. Un semicírculo de lo que antaño fueron columnas delimitaba varios parterres engullidos por la vegetación. Las matas aún se veían salpicadas de caléndulas, rosas del llanto y otras especies florales de colores llamativos. Eran el único vestigio vivo del pueblo que un día habitó aquellas tierras.

La comitiva ascendió por la escalinata que daba acceso al templo. Las piedras talladas y los muros derruidos parecían gozar de vida propia; se integraban en el paisaje como si brotaran de la misma tierra.

Un pajarillo de vivos tonos verdes se posó en la cabezota del gottren y empezó a picotear su cuero cabelludo en busca de insectos.

Ajena a todo, la joven de cabellos negros parecía buscar algo en concreto. Tenía en su mano la esfera y caminaba con ansiedad en todas direcciones, comparando lo que veía y lo que el objeto parecía indicarle con sus destellos. Por fin se detuvo en una zona despejada del patio central.

—¡Aquí! —Se arrodilló en el suelo y empezó a palpar la superficie con avidez.

El gordinflón se postró a su lado con una expresión triunfal en el rostro. Tras examinar lo que tenía frente a él se volvió hacia el soldado.

—¿Se puede saber a qué esperas? ¡Es hora de que os ganéis la paga tú y esa abominación! —ordenó con una voz aflautada y chillona.

El hombre de armas miró con desprecio a su patrón y se quitó el yelmo. Una abundante melena rubia se deslizó con suavidad hasta la mitad de su espalda y varios de los arrapaceros no pudieron reprimir un gemido de asombro.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó el gordo.

—Espíritus, sin duda. Las almas de los Antiguos, ávidas de sangre humana con la que paliar su torturada existencia —respondió el soldado.

—¿Es…es eso posible, hermana?

La dama no se molestó en responder.

—Basta de sandeces ¡Abridla!

El soldado soltó una carcajada, dejó caer su escudo y se dirigió al gottren, que se había repanchingado en el suelo con expresión aburrida.

—Vamos, Mough. Nos toca a nosotros.

El gigante eructó y una pequeña pluma verde salió de su bocaza para alejarse de allí mecida por la brisa. Con paso cansino se situó junto a sus compañeros y agarró una inmensa argolla de metal que reposaba en el suelo. El hombre rubio intentó imitarlo, pero sus manos eran incapaces de abarcar aquel trozo de hierro; finalmente se abrazó a la anilla y tensó los hombros. La dama y su hermano se hicieron a un lado.

—A la de tres…Una, dos… ¡Tres!

Los músculos del gottren se hincharon hasta alcanzar casi el doble de su volumen; su cuello de buey se cubrió de venas y apretó los dientes en una mueca terrorífica. Tiraba del aro metálico mientras dejaba escapar un gruñido parecido al de un oso adulto. El soldado, por su parte, desistió tras constatar que su contribución no era mayor que la de una gota de lluvia en la extinción de un incendio.

Los arrapaceros contemplaban estupefactos la escena. De la boca totalmente abierta de Gaak pendía un hilo de baba y sus ojos permanecían fijos en la exhibición que tenía lugar a escasa distancia de su escondite.

El gottren siguió tirando pero si algo debía abrirse estaba tardando más de la cuenta.

—¡Vamos, bruto inútil! ¡Ábrela de una vez! —La mujer se exasperaba por momentos y ya no podía disimular su ansiedad.

Mough dejó caer la argolla, que restalló pesadamente contra el suelo. Tras disparar un escupitajo que fue a estamparse en la piedra que ocultaba a sus espectadores, se agazapó y atravesó con el brazo el círculo de hierro. Con toda la fuerza de la que era capaz, empezó a tirar de nuevo; todos percibieron un ligero temblor y el gottren rugió.

—¡Aaargh! ¡Uh-aaargh! —Al compás de sus bramidos, una losa de mármol cubierta de moho se izaba lentamente, como una vela gigantesca de más de ochenta pulgadas de grosor.

Mough dio un último tirón, soltó la argolla y se echó a un lado con una agilidad notable para su tamaño. La piedra se fue inclinando hasta caer con estrépito entre una nube de polvo.

El gottren se apoyó en una de las columnas; jadeaba mientras los dos hombres lo miraban admirados. La dama, que no parecía impresionada en absoluto, inspeccionaba el interior de la cripta; el orbe rojo centelleaba en su mano.

—Es un pasadizo —afirmó—. Hay unas escaleras y parece profundo.

El soldado volvió a cubrirse con el casco, amarró el escudo a su antebrazo y desenvainó la espada. Con suma cautela, bajó los tres primeros escalones y se quedó mirando la masa de oscuridad que se cernía frente a él. La escalinata era tan amplia como la que habían subido para llegar hasta el templo y descendía hasta difuminarse en la negrura del pasadizo.

—¿Estás segura? —preguntó—. Aún estamos a tiempo de regresar.

La mujer miraba fijamente la esfera que les había llevado hasta allí. Tras unos instantes levantó la cabeza y apuntó sus ojos verdes hacia los de su hermano, que la observaba con una mezcla de terror y respeto, sin atreverse a abrir la boca.

—Entremos.

El soldado sacó una de las antorchas de su zurrón, le prendió fuego con actitud resignada y se la tendió al gottren.

—Mough, ve tú delante. Si algo se mueve, destrózalo.

El bruto sonrió con una mueca boba, desligó una de sus hachas y ejecutó dos tajos al aire que hubiesen partido por la mitad a un caballo. Sin más dilación tomó la antorcha, agachó la cabeza y descendió por la escalinata riendo entre dientes. Sus compañeros lo siguieron en silencio hasta desaparecer en la oscuridad.

Un ave se atrevió a trinar y rápidamente sus congéneres la imitaron. Los últimos restos de polvo que aún flotaban en el aire se fueron dispersando y las ruinas del templo recuperaron su tranquila atmósfera habitual.

—Y nosotros, ¿qué hacemos? —susurró una vocecilla.

—Podríamos esperar a que vuelvan, y entonces…

—¿Esperar? ¡Estoy harto de esperar! —protestó Kurghaa—. Bajo esta isla hay algo escondido que ninguna de las tribus conoce ¡Los del Hueso seremos los primeros! —exclamó levantando su escuálido brazo.

—¡Sí! —vitorearon todos en un acto reflejo para, de inmediato, negar con la cabeza entre murmullos. Estaban allí con un gottren del tamaño de una montaña rondando y habían mostrado valor más que suficiente para seguir comportándose como cobardes el resto de sus vidas. De ningún modo iban a entrar en ese agujero.

—¿Tu qué sugieres, Gaak?

Su jefe no había dicho palabra desde hacía un buen rato y contemplaba ensimismado la entrada del pasadizo. Giró la cabeza ante la pregunta directa y miró a sus esbirros con expresión de completa idiotez.

—No… no sé… —No dijo nada más.

—¡Maldita rata cobarde! Nos has traído hasta aquí y…

Kurghaa no terminó la frase. La tierra bajo sus pies se movía. Empezó como un temblor leve que se fue incrementando más y más hasta sumir la isla entera en el caos.

Los restos del templo se estaban resquebrajando y se derrumbaban con estruendo a su alrededor. Ratones, lagartijas, serpientes y demás alimañas abandonaban sus agujeros y corrían sin dirección concreta. Millones de insectos revoloteaban confusos y miles de pájaros cubrían el cielo sin osar posarse en los árboles, que se balanceaban como briznas de hierba al paso de un centenar de jinetes. El mar estaba descontrolado; olas descomunales ascendían y ascendían para engullir zonas impensables. Los tripulantes del navío encomendaron sus almas al Grande que Todo lo Ve mientras las tribus se acurrucaban en los rincones de sus Madrigueras, temerosas de que las montañas que las albergaban se desmoronasen sobre sus cabezas.

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