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Authors: Benjamín Van Ammers Velázquez

Tags: #Fantasía, #Épica

Presagios y grietas (4 page)

Blama miró a su alrededor y suspiró con resignación. Tenía mucho por hacer.

—Vamos, Blama ¡Sirve ya ese vino! —gritó Ejun.

—¡Cállate, vejestorio! ¡Y ayúdame a encontrar un maldito vaso sano!

Distrito de los Segadores, Vardanire

Adalma Bahéried seguía muy enfadada con su esposo.

La situación le resultaba incomoda, ya que no solía darle motivos. Nunca le alzaba la voz, nunca la menospreciaba en público y jamás le había levantado la mano. Bebía vino con moderación y en más de veinte años de casados todavía no lo había visto borracho.

Berd era un hombre muy conocido y respetado en el Distrito de los Segadores. Desde hacía más de una década se encargaba de organizar varias de las cuadrillas de campesinos que trabajan los campos del territorio. Las tierras de cultivo pertenecían a hombres adinerados que optaban por contratar jornaleros para que se encargasen de la siembra y recolección. Resultaba mucho más rentable que mantener una plantilla fija ya que en Rex-Drebanin la agricultura era de secano.

En los últimos años las lluvias habían sido muy escasas y también lo fue el trabajo pero Berd siempre se las arreglaba para que ningún hombre honrado terminase la semana sin, al menos, un par de jornales que llevar a su hogar. Cada vez resultaba más complicado ya que muchos agricultores de otros territorios se habían visto obligados a vender todas sus posesiones y emigrar a Vardanire, en busca de mejor fortuna. Aún así, intentaba dar oportunidades a todo el mundo y gozaba de una bien ganada fama de hombre justo y razonable.

Además, aunque ya superaba los sesenta años, Adalma seguía encontrando a su esposo irresistible. Había perdido la mayor parte del cabello pero su peso no había variado ni una libra desde que se conocieron. Sus anchos hombros, sus fuertes brazos y su firme trasero seguían excitándola como antaño. A sus cuarenta y dos años albergaba la esperanza de darle otro hijo. Era lo único que envidiaba de las familias vecinas; todas tenían al menos tres mientras que ellos sólo tenían a Leith. No estaba dispuesta a perderlo por la desidia del zoquete de su marido.

Berd Bahéried entró en la cocina y Adalma lo ignoró por completo. Mantenía el ceño fruncido y el cuello erguido como una orgullosa gacela mientras daba vueltas en la olla con un cucharón enorme.

Su marido la observaba con resignación. Sabía que el enfado se le pasaría pronto pero en cuestión de pocos días volvería a tomarla con él. Y por el mismo motivo.

—Oh, estás ahí —comentó en un tono que apunto estuvo de congelar el guisado—. Y tu hijo, ¿dónde está?

—Ha salido a correr —respondió Berd acariciándose las sienes.

—¿Y por qué no has ido con él? No te vendría mal acompañarle; últimamente se te está poniendo una barriga como la de Pelley el carnicero.

Berd no pudo evitar sonreír. Por supuesto, aquello era mentira; era una de las maneras que tenía de hacerle saber que seguía molesta con él. En las pocas ocasiones en que discutían, Adalma adoptaba una actitud fría y se dedicaba a atacarle verbalmente durante un par de días con todo aquello que le pasaba por la cabeza. La mayoría de las veces sus ocurrencias eran muy divertidas. Berd volvió a sonreír cuando pensó en la panza del bueno de Pelley.

En una ocasión llego a decir que iba a abandonarle por Chádding el barbero. Chad era un hombrecillo enclenque que sólo lograba reprimir sus temblores cuando ejercía su profesión. Berd no pudo evitar una carcajada cuando lo escuchó y su mujer le rompió una jarra de barro en la cabeza. Desde entonces se andaba con mucho cuidado y cada vez que le dedicaba disparates de ese tipo intentaba aparentar molesto, aunque por dentro se moría de la risa.

—¿Te ha dicho si vendrá a cenar? ¿O tendré que salir con la cazuela y correr a su lado para que coma?

Berd no pudo contenerse y se le escapó una risita que intentó disimular fingiendo un ataque de tos; pero ya era demasiado tarde.

—¿Te ríes? ¿Te ríes, maldito asno descerebrado?

Adalma dejó caer el cucharón dentro de la olla y se lanzó sobre su marido con intención de arañarle. Berd la sujetó por las muñecas sin esforzarse pero se dejó llevar por el impulso y chocó ruidosamente contra la pared. En aquella fase convenía que su esposa pensara que lo tenía a su merced.

—Vamos, vamos, cariño; no pretendía ofenderte ¿Hasta cuándo va a durar esto, por El Grande?

Adalma desistió de arañarle pero en cuanto la soltó la emprendió a puñetazos contra su hombro. Sus pequeños puños picaban como aguijones y Berd deseó fervientemente que se diese pronto por satisfecha. Ya no era ningún jovencito y sus huesos tampoco eran los de antes.

—¡Durará hasta que entres en razón, viejo patán!¡Hasta que te decidas a hablar seriamente con ese estúpido que tienes por hijo!

—¡De acuerdo, mujer! ¡Hablaré con él! —respondió Berd fingiendo un intenso dolor; no le costó hacerlo porque ya empezaba a quemarle el hombro considerablemente—. ¡Pero para ya, por El Grande y por toda La Creación!

Adalma se detuvo entre jadeos y observó a su marido frotarse el hombro con expresión dolorida. Sabía que estaba fingiendo. Berd superaba en estatura a todos los hombres que ella conocía y era muy fuerte. A excepción de su propio hijo, nunca había visto a nadie tan fornido. Ese contraste entre la rotundidad de su físico y la ternura de su carácter era lo que la había encandilado cuando se conocieron.

—Oh, mi pobre Berd. Creo que aún nos queda algo de ungüento de bayas; debo de tenerlo por alguna parte.

—Adalma, de verdad, déjalo. No es para tanto, se me pasará enseguida. ¿Cómo va ese estofado? Huele estupendamente.

—Aquí está. Verás que pronto se te pasa, vida mía.

Berd odiaba los ungüentos, las cataplasmas y cualquier cosa parecida. No podía soportar que nada aparte del agua y el jabón rozara su piel y se ponía muy nervioso cuando le aplicaban mejunjes. Unos años antes contrajo unas fiebres y estuvo varios días en cama; al anochecer, su esposa le daba unas friegas en el pecho con linimento de eucalipto mientras él se retorcía con ansiedad. Después se pasaba toda la noche dando vueltas en la cama como un caballo al que acabaran de ensillar por primera vez.

Adalma sabía que aquel potingue iba a ser mucho más útil para sus propósitos que las pullas o los arañazos. Una vez más tenía al ingenuo de su marido a su merced.

—Vamos amor mío, quítate la camisa —le ordenó con una sonrisilla malévola.

Berd apoyaba las manos contra la pared y miraba espantado el pequeño tarro que su esposa sostenía entre las suyas. En ese momento la puerta de la casa se abrió y entró Leith. Vestía un faldón corto y calzaba unas sandalias de esparto. Resollaba como un joven potro empapado en sudor.

El segador contempló con orgullo la imponente figura de su hijo. Era uno de los dos únicos hombres que conocía que le superaban en estatura. Si bien no era tan corpulento, tenía una constitución muy musculosa y sospechaba que ya era más fuerte que él. Sólo tenía diecinueve años pero lo había visto crecer a su lado, segando trigo desde que tenía trece; aún no se había acostumbrado a tener que levantar la vista para hablarle.

Adalma fruncía el ceño y parecía dispuesta a reprender a Leith cuando éste la estrechó entre sus brazos y le dio un beso en la mejilla.

—¿Es venado eso que huelo, madre? —Con un ágil movimiento se plantó frente a la olla y aspiró con deleite.

—Yo lo único que huelo es a sudor. Ve y lávate ahora mismo.

El joven rió despreocupado, cogió un balde que pendía de una de las paredes y se dirigió al pequeño pozo que tenían en el patio. Al pasar junto a su padre le dio un apretón en el hombro.

—No vas a creer lo que tengo que contarte, padre.

—Después —terció Adalma—.Y date prisa. Ya casi está lista la cena.

El chico salió al patio corriendo a zancadas.

—Creo que tú también tienes algo que decirle a tu hijo, ¿no es así? —comentó la mujer mientras volvía a guardar el frasco en el armario.

Berd se dejó caer sobre un taburete y suspiró. Estaba atrapado entre la persistencia de su esposa y la tozudez de su hijo, sin el más mínimo indicio de que existiese alguna vía de escape. No tenía más remedio que mantener otra vez la misma conversación absurda, que no llevaba a ningún lado más que a enrarecer el ambiente de su tranquilo hogar.

Desde hacía unos meses Leith participaba en La Competición. Peleaba en la modalidad de combate sin armas y de momento había vencido a todos sus adversarios. El chico combinaba la fuerza con una envergadura poco habitual además de ser muy ágil, rápido y coordinado. Era con mucha diferencia el mejor luchador de su especialidad que competía en Vardanire y ya empezaban a tentarlo para que pasase al combate armado, donde podría llegar a ganar una auténtica fortuna.

Por suerte esto último Adalma lo ignoraba por completo. En aquel instante servía el guiso en grandes cuencos de madera mientras reflexionaba en voz alta sobre los pormenores de la situación.

—El cabezahueca de tu amigo Résbert es quien le ha metido en la mollera toda esa violencia —comentó esgrimiendo su cucharón—. Desde luego de aquí no ha salido. Estoy tentada de ir a su casa, cogerlo por el cuello y meterle esto por… ¡Oh, El Grande me perdone!

Berd la miró con tristeza. Durante todo ese tiempo habían entrenado juntos al terminar el trabajo sin que ella albergase la más mínima sospecha.

El muchacho estaba muy impresionado con todo lo que su padre le enseñaba. Nunca hubiese imaginado que un hombre tan pacífico albergase tales conocimientos de combate. Le mostró un sinfín de llaves con las que inmovilizar a su rival, cómo valerse correctamente de su tamaño, cómo lanzar golpes precisos en sitios concretos que podían darle una rápida victoria y también cómo evitar que se los diesen. Insistía en que su estatura era su mayor ventaja y también su punto más débil. Le enseño cómo enfrentar a rivales más bajos, más pesados, más rápidos y más agresivos.

Debutó en el Gran Círculo una soleada mañana bajo la atenta mirada de Berd, que asistía por primera vez al espectáculo. El tinglado que había montado alrededor de La Competición le resultaba repugnante pero pensaba que el mejor modo de ayudar a su hijo era apoyarle todo lo que pudiese. Ya era un hombre y los hombres deciden el rumbo que quieren dar a sus vidas.

La noticia de su victoria se extendió con rapidez por todo el Distrito de los Segadores; cuando regresaron a casa encontraron a Adalma esperándoles presa de la ira.

La discusión se prolongó hasta bien entrada la noche pero el muchacho se mostró muy firme en su convicción de ganarse la vida en el Gran Círculo. Berd había intentado explicarle a su esposa que Leith era ya un hombre y que poco podían hacer al respecto. Era su decisión. Los luchadores ganaban mucho más de lo que podía ganar un segador, un albañil o cualquier otro trabajador de Rex-Drebanin. El chico era fuerte, se había mostrado habilidoso y competía en lucha sin armas, que podía considerarse más un deporte que un combate real.

—Tu deporte consiste en quebrar huesos —repuso Adalma llorando—. No puedo creer que no hagas nada ¡Permites que tu hijo se comporte como una bestia!

Berd hubiese querido explicarle que sí estaba haciendo algo. Estaba adiestrando al chico en todas las técnicas de combate que conocía, sin otro objetivo que proporcionarle las mayores garantías de éxito posibles. Quería decirle que había testado a Leith y comprobado con alivio que tenía buen fondo; que no era una bestia como ella decía. Pero no lo hizo. Adalma nunca lo hubiese entendido y aquello sólo empeoraría las cosas.

—¡Leith! ¡La cena! —gritó la mujer en tono autoritario.

El chico entró en la habitación silbando alegremente; llevaba el pelo mojado y lucía una juvenil sonrisa de entusiasmo. Los tres se sentaron a la mesa y Leith cogió un pedazo de pan mientras comentaba con excitación:

—Ni te lo imaginas, padre ¡Según dicen, Igarktu viene a luchar a Vardanire!

Adalma miró con gravedad a su marido que mantenía la cabeza agachada y se llevaba a la boca un trozo de venado; tenía hambre y no pensaba decir palabra hasta terminar su ración. De lo contrario tendría que comerse aquel delicioso guiso frío. Muy frío.

Distrito de los Fieles, Vardanire

Willia se levantó y recorrió la habitación contoneando las caderas. Estaba desnuda y se sentía la dueña del mundo. Tomó la jarra, llenó de vino dos copas de fino cristal y se dio la vuelta mirando retadora al hombre que la contemplaba tendido en la cama.

La prostituta conocía muy bien su cuerpo y se puso de perfil, con la cabeza ladeada; tras ella, la luz de la luna se filtraba a través de las cortinas de seda del ventanal y realzaba la silueta de sus curvas.

Ya no era ninguna jovencita y estaba más cerca de los cuarenta que de los treinta pero seguía conservando una figura exuberante que impactaba a todos los que requerían sus servicios. Su vientre no era tan liso como antaño y presentaba una ligera curva sólo apreciable en determinadas posturas. Los años de experiencia hacían que supiese siempre el momento exacto en el que tenía que aguantar un poco la respiración, con lo que esa inevitable consecuencia de la edad pasaba desapercibida. Además, sus pechos se encargaban de desviar la atención de cualquiera. Pese a su considerable tamaño, eran redondos y firmes como los de una adolescente.

Willia Wedds había visto a muchas mujeres desnudas y se enorgullecía de sus senos, que solía exhibir con pronunciados escotes. Era una mujer menuda pero muy bien proporcionada que de espaldas parecía no tener más de veinte años. Su cuello, sus hombros, sus caderas y sus piernas estaban muy bien torneados, así como su trasero, respingón y contundente. La oscura melena rizada ya presentaba algunas canas que no le costaba disimular con un sencillo tinte de hojas de higuera. Sólo las arrugas incipientes que surcaban su rostro delataban la edad que tenía en realidad.

Para compensarlo solía esgrimir una sonrisa de niña pícara capaz de excitar de inmediato a la mayoría de los hombres y mujeres con los que había fornicado en sus veinticinco años de ejercicio de la profesión.

—Bebamos, Reverendo Padre —dijo con zalamería—. Necesito reponerme; no estoy acostumbrada a hombres tan fogosos como vos.

Por supuesto aquello era falso. El hombre que resollaba en el catre era el Reverendo Kolian, uno de los sacerdotes más influyentes del Culto al Grande. A Willia le gustaban los religiosos; solían ser bastante limpios, eyaculaban rápido y además los manipulaba a su antojo. Había observado en ellos un afán desmedido por demostrar que tras sus togas consagradas eran hombres tan viriles como cualquier otro y no le costaba prolongar sus encuentros hasta bien entrada la mañana siguiente. Gemía y gritaba con exagerado gozo y los fofos hombres de fe se sentían sementales desbocados. Cobraba por tiempo y cuando daba con un sacerdote lo normal era que cubriese la noche completa.

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