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Authors: Benjamín Van Ammers Velázquez

Tags: #Fantasía, #Épica

Presagios y grietas (31 page)

—No digas sandeces —replicó Garnáper—. Es imposible fugarse de ahí.

En ese instante Ejun Wedds asomó la cabeza por la puerta y tras echar un vistazo al interior, entró y la cerró cuidadosamente tras él.

—¡Ejun, viejo chacal! —exclamó Riggins—. Acomódate, toma una cerveza y únete a la conversación. Seguro que puedes aportar algo de luz en todo este asunto.

El anciano se sentó junto a los otros parroquianos y dio un largo trago de la jarra que Blama le sirvió. Estaba muy pálido y parecía todavía más viejo de lo que era en realidad.

—Luz —dijo con voz trémula—. No sé dónde puede haber suficiente para contrarrestar tantas sombras.

Los hombres intercambiaron miradas de extrañeza. Por lo general, Ejun era un tipo jovial y parlanchín y en ese momento representaba la viva imagen de la desolación.

—Han encontrado a la joven Fístrid degollada en un callejón —prosiguió el viejo sin levantar la vista de la mesa.

Blama sacudió entristecido la cabeza. Fístrid era una prostituta muy bella de apenas veinte años. Recorría los distritos limpios de la ciudad pero nació en Las Ratoneras y todos la conocían desde niña. Solía acompañar a Willia con frecuencia.

El camarero Tamey se dirigió a la despensa sin poder contener las lágrimas. Desde que era apenas un crío estaba enamorado de aquella chica.

—Funesta noticia, por El Grande —murmuró Riggins.

—Triste, sí —añadió Ejun—. Pero las traigo más inquietantes. Cuatro cazadores de Jinera aseguran haber visto una horda de miles de sherekag saliendo del Bosque de Houm en dirección a la frontera con Rex-Preval.

Los parroquianos se quedaron mudos. Todos habían oído rumores sobre la presencia de sherekag en los bosques pero no les daban mayor importancia que a los lobos o a otras fieras que pudiesen habitar en la espesura. Aquello era algo inaudito y de ser cierto las consecuencias eran impredecibles.

—Sírvenos otra ronda, Blama —dijo por fin Garnáper—. Y brindemos por los nuevos tiempos, ahora que aún estamos a tiempo de hacerlo.

El posadero llenó las jarras en silencio mientras escuchaba procedentes de la despensa los sollozos amargos de Tamey.

Castillo del Intendente, Ahaun

El castillo de Hégar Barr era poco menos que inexpugnable. Cuando treinta años antes el osado Señor de la Guerra cruzó las Cordilleras de Hánzlik y asaltó la ciudad, tomó muy buena nota de las carencias defensivas de aquella construcción.

Bajo su mandato se levantó una muralla supletoria que rodeaba todo el castillo y en la que día y noche se apostaban decenas de arqueros. En lo más alto de las seis torres principales ordenó colocar enormes calderos de hierro repletos de brea. Bajo ellos siempre habían dispuestos leña y carbón de modo que en cuestión de minutos la sustancia herviría, lista para ser derramada sobre cualquier tropa que hubiese logrado atravesar el foso de diez pies de profundidad que circundaba la fortaleza. El puente levadizo permanecía alzado de modo permanente y era una magnífica medida disuasoria para cualquier demanda de los ciudadanos, que se lo pensaban dos veces antes de importunar a Hégar con asuntos triviales.

En lo formal, Ahaun funcionaba como el resto de territorios de Rex-Drebanin. Cada diez años se celebraban elecciones y los ciudadanos votaban para elegir a su Intendente. La realidad era que nunca se había presentado una candidatura alternativa a la de Barr. Sus soldados se encargaban de disuadir a cualquier posible competidor y de orientar a los votantes en la dirección adecuada. Además contaba con el apoyo del Cónsul desde mucho antes de tomar por las armas aquel territorio. Como mera formalidad, Húguet Dashtalian acudió al rescate de Ahaun al frente de un millar de soldados pero en ningún momento se propuso combatir.

La facilidad con la que Barr conquistó la ciudad era un argumento irrebatible que evidenciaba la nula capacidad del Intendente Háguian para proporcionar una seguridad mínima a sus conciudadanos. Dashtalian proclamó que, pese a la dolorosa situación por la que habían pasado, el Señor de Barr era un hombre mucho más capacitado para gobernarles y convocó elecciones de inmediato. De los tres ahaunianos que se atrevieron a presentar candidatura, dos fueron rápidamente disuadidos de sus propósitos y la cabeza del tercero apareció una mañana a las puertas del castillo, ensartada en una pica. Algunos intentaron informar al Emperador de la irregularidad de aquella situación, pero sus quejas fueron fácilmente rebatidas por el Cónsul y sus cabezas hábilmente cercenadas por el Intendente.

Vlad Fesserite conocía a Barr desde hacía más de cuarenta años. Lo consideraba un salvaje pero admiraba la firmeza con la que gobernaba su territorio. Sus habilidades militares eran notables y aunque superaba ampliamente los sesenta, seguía siendo un hombre robusto con una estampa que intimidaba a cualquiera.

El anciano lo observaba con cierta envidia. Sentado en su aparatoso escaño, cubierto de pieles de animales y adornado con ornamentos tribales, aquel bruto era todo lo opuesto a la frágil y debilitada imagen que él proyectaba. Siempre había sido delgado y de baja estatura y en muchas ocasiones se había visto obligado a refrendar con hechos lo que otros se limitaban a insinuar con su aspecto.

En su juventud Fesserite fue uno de los más temibles asesinos de Ciudad Imperio pero su fama, lejos de granjearle respeto y temor, lo condenó a batirse constantemente contra estúpidos fanfarrones que no entendían qué tenía de temible aquel hombrecillo. Había matado a incontables hombres y cuando la edad lo privó de la fuerza y habilidad de las que siempre había hecho gala, el miedo empezó a atormentarlo. Por suerte era ya un hombre muy rico y pudo rodearse de multitud de guardaespaldas que lo seguían a todas partes como sombras amenazadoras. El mejor de todos era Dahenge, que en ese momento se servía una copa de vino mientras departía con Hágart Barr, el mayor de los hijos de Hégar. En la espaciosa sala que el Intendente destinaba de modo arbitrario a celebrar audiencias, orgías o banquetes pantagruélicos, se encontraban reunidos el propio Barr, su hijo Hágart y su sobrino Skráver. Vlad Fesserite estaba allí en representación del Cónsul.

—Los sherekag arrasaron Mindváisser y Shínvarr en apenas un día —comentó Skráver Barr—. Atacaron de madrugada y al ponerse el sol las cabezas de Wélfric Mindváisser y Pietr Shínvarr fueron entregadas a los Señores de Hoggsen, Bádmork y Cabeza de Piedra. Esas bestias conforman un ejército muy a tener en cuenta.

—Supongo que los Señores de esos territorios cumplirán con su parte del trato —dijo Vlad Fesserite—. Sería lamentable tener que invadirlos; el plan se pospondría demasiado y perderíamos muchos efectivos.

—Incluso ese imbécil de Hikus Bádmork ha enviado un mensajero para transmitir que está a nuestra entera disposición —repuso Skráver con firmeza—. Los Señores de la Guerra están listos, anciano. Espero que tus tropas lo estén de igual modo.

Hégar Barr profirió una risotada desde el enorme butacón en el que estaba apoltronado. Le divertía ver como su sobrino trataba de «anciano» al temible Vlad Fesserite. El joven tenía todas las dotes de un auténtico Señor de la Guerra y además era muy listo; nada que ver con el estúpido de Hágart y mucho menos con el resto de su embrutecida prole.

—Ya has visto la disposición que presenta la horda del Caudillo Chumkha —respondió Vlad pasando por alto el tono insolente del joven—. Yo mismo he podido constatar en mi territorio su efectividad. Los enanos de La Cantera de Hánderni han sido exterminados; apenas quedan unos centenares atrapados dentro de su montaña y asediados por los gottren de Gottra Magghor. Lo que me recuerda el tema de La Cantera de Vredi. —Fesserite se desentendió del joven y se encaró a su tío—. ¿Qué hay de esos enanos? ¿Qué medidas hemos de tomar al respecto?

—Por lo que yo sé, los pequeños bastardos no abandonan su montaña jamás —respondió Hégar—. Pero me parece que Skráver es el más indicado para valorar eso, amigo Vlad —zanjó con una sonrisa cínica; delegar en su sobrino se estaba convirtiendo en un recurso muy cómodo que utilizaba cada vez con más frecuencia.

—Esos enanos no van a suponer ninguna molestia —dijo el joven—. No salen jamás de Picos Alzados y tampoco permiten la entrada a nadie. La muralla que bloquea el paso de las montañas permanece siempre cerrada y fuertemente vigilada. Hace unas semanas acudí allí junto al Cónsul Góller y la Capataz Hrile se entrevistó con nosotros en el exterior, rodeada por una escolta de cincuenta guerreros; esa enana orgullosa no quiere saber nada de nuestros asuntos y podría decirse que nos echó a patadas.

—Echar a patadas a un Cónsul Imperial no es algo que deba tomarse con ligereza —comentó Fesserite, sarcástico.

—¡Tampoco a un Barr, por la polla del Grande! ¡Voto por arrasar esas montañas y destripar a todos sus habitantes! —bramó Hágart Barr enfurecido.

Fesserite recordó que en una ocasión Húguet había calificado al hijo de Hégar de «trozo de carne con ojos». La apreciación no podía ser más acertada y el marcado estrabismo que padecía el guerrero le daba matices aún más cómicos.

—Primo, cualquier ofensiva contra ese fortín enano supondría una pérdida de tiempo injustificable —sentenció Skráver—. Esa muralla no tiene un solo punto débil y el asedio se prolongaría durante meses, es posible que años.

—No pongo en duda tus argumentos, jovencito. Pero me pregunto si tus conclusiones no son un tanto aventuradas —dijo Fesserite—. Me inquieta dejar atrás cabos sueltos y esos enanos…

—Te repito que esos seres viven al margen de todo cuanto acontece a su alrededor. —El tono de Skráver era cortante como el acero afilado—. Si tanto te inquietan, ve a esa puta montaña y compruébalo por ti mismo. La única razón que tendrían para intervenir sería una petición de ayuda de sus parientes de Rex-Drebanin; si eso llega a suceder tendremos que pensar que no has cumplido tu parte, viejo.

Hégar Barr hubo de contener su risa en cuanto reparó en la mirada de odio de Vlad Fesserite. Incluso Dahenge tensó su musculatura esperando instrucciones de su patrón. Tras unos instantes de silencio, el anciano empezó a reírse. Pese a su insolencia, aquel joven le resultaba simpático.

—Puedes estar tranquilo, Señor de Barr. Ningún enano abandonará Rex-Drebanin con vida. —El anciano lo saludo con una leve inclinación de cabeza.

—La gran ofensiva no debería demorarse mucho más. —Skráver se puso de espaldas a sus interlocutores cruzando los brazos con altivez—. Bádmork y Hoggsen dejarán de ser aliados en cuanto empiecen a repartirse los territorios de Mindváisser. En pocas semanas se declararán la guerra mutuamente. Hay que actuar antes de que eso suceda o nos veremos obligados a apoyar a uno de los dos en su campaña. Perderíamos muchos soldados y un tiempo muy valioso. Demasiadas escaramuzas para que el Emperador, por muy necio que sea, no empiece a sospechar.

—Es probable que hayan llegado a sus oídos algunos rumores pero no actuará hasta tener el problema llamando a sus puertas. Es más débil y mucho más estúpido de lo que podáis imaginar —dijo Fesserite—. Cuando llegue el momento, creedme si os digo que tendrá suficiente de que preocuparse en Tierras Imperiales como para intervenir en cuanto suceda en el resto del Continente.

—Por cierto, Vlad —terció Hégar Barr—. Necesito instrucciones sobre cómo abordar el tema de Velúsker. Me han comunicado que esa bola de sebo codiciosa persiste en sus demandas.

Desde el fallecimiento de Hatzell Bertie la elección del nuevo Intendente de Gressite permanecía en el aire. El Cónsul en persona anunció como candidato a Hágart Barr pero el Intendente de Jinera, el territorio vecino, presentó una solicitud de anexión. Aquello, pese a ser poco habitual, legalmente podía hacerse. En última instancia el asunto se trasladaba a manos del mismísimo Emperador que era quién tenía la última palabra respecto a la conveniencia de agrupar ambos territorios.

Vlad Fesserite se desesperaba ante las constantes exhibiciones de ineptitud de algunos Intendentes. El imbécil de Zoump Velúsker parecía no darse cuenta de la situación real y la solución al problema era evidente.

—No podemos perder más tiempo con las insensateces de ese memo —repuso el anciano—. Húguet va a consentir la anexión…

—Pero… ¡Eso es inaceptable! —Hágart Barr se veía a sí mismo como Intendente de Gressite y la noticia lo indignaba por completo.

—Deberías decirle a tu hijo que no se precipite al emitir ciertos juicios, Hégar —comentó Fesserite con hastío—. Por supuesto, no vamos a tolerar que Velúsker y sus ridículas pretensiones modifiquen lo más mínimo nuestro plan; el este de Jinera se anexionará a Gressite y el oeste pasará a formar parte de Ahaun. Es probable que mientras hablamos el mantecoso de Zoump haya dejado de respirar.

Hágart sonrió satisfecho y su padre aplaudió dos veces mientras se reía escandalosamente. Como siempre, las maquinaciones del Cónsul Dashtalian suponían beneficios inmediatos para sus socios.

Skráver Barr permanecía atento a la conversación sin pronunciar palabra. Su tío y su primo eran dos perfectos idiotas, incapaces de ver más allá de los hechos puntuales. Si el plan de Húguet Dashtalian daba resultado, aquellos insignificantes territorios no serian más que paja y desechos de un beneficio infinitamente superior para la familia Barr. La mirada del joven se cruzó con la de Vlad Fesserite, que le sonreía con complicidad. Skráver le devolvió la sonrisa. Aquel anciano era el único de los presentes que merecía su respeto y el joven Señor sabía valorar en la medida justa a sus aliados.

15. Nadie podría distinguirlas

El Gran Círculo, Ciudad Imperio

El Comandante Hovendrell tomó asiento en el palco y se cruzó de brazos con resignación. En la arena, el Campeón Igarktu se enfrentaba a tres rivales; aquello no podía durar demasiado. Sabía que intentar dialogar con el Emperador sería inútil hasta que no concluyese el combate así que decidió esperar mientras reflexionaba sobre las graves noticias que habían llegado a sus oídos.

Belvann VI contemplaba el espectáculo con su histrionismo habitual. Gritaba y gesticulaba mientras bebía una copa de vino tras otra. Una joven vestida con dos pedazos de seda que apenas le cubrían los senos y las ingles se sentaba en su regazo, abrazaba a él mientras le daba lametones en el cuello y le mordisqueaba una oreja.

La Emperatriz no había asistido a Los Juegos, como era habitual. De haberlo hecho, aquella moza hubiese estado en el mismo sitio y la mano de su esposo estaría acariciando su trasero, tal como sucedía en ese momento. La consorte Imperial prefería ahorrarse la vergüenza y rara vez abandonaba el palacio.

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