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Authors: Benjamín Van Ammers Velázquez

Tags: #Fantasía, #Épica

Presagios y grietas (57 page)

El soldado higurniano soltó una carcajada.

—Como ordenéis, Señor —respondió el mayordomo.

—Antes de que lo olvide, Selar: de ahora en adelante me llamaras Señor Barón o Barón a secas, si lo prefieres.

—Como ordenéis, Barón. —Selar se retiró.

—No sé de cuánto tiempo dispondré para lucir el título; debo empezar cuanto antes. —Guybert le guiñó un ojo al soldado mientras servía dos copas más.

El mayordomo regresó con un avejentado saco de huesos que caminaba por su propio pie. El Hermano Bordian estaba muy flaco y demasiado amargado; era una de las pocas personas que lograban incomodar a Guybert. No tardó en empezar a hacerlo.

—¡El Grande nos ha retirado su favor! —El viejo se arrodilló en el suelo—. ¡Estamos malditos!

—Siempre he dicho que no hay maldición que no mitigue un buen vino de Callantia. Trae una copa para el Hermano, Selar.

El mayordomo salió de la estancia mientras el higurniano se repanchingaba en su asiento con una sonrisa ebria. El sacerdote por su parte miraba a Guybert con incredulidad.

—Aun ahora que los demonios anegan La Creación sólo pensáis en beber…

—Tenía entendido que sólo era uno; aunque grande, eso sí. —El Barón le hizo un gesto con la mano para que se incorporase—. Tomad asiento, sofocaos y decidme en que puedo ayudaros.

El viejo se incorporó y dejó caer su osamenta sobre una de las sillas.

—El Grande nos castiga por la perversidad de nuestro Emperador; envía al Gran Demonio para que consuma nuestras vidas y torture nuestras almas. Debéis hablar con el pueblo, Guybert…

—Soy el Barón ahora, Hermano.

—Barones, Emperadores… que importa. El antiguo orden ha dejado paso al caos. Hablad con el pueblo; que sepan que pueden contar con sus líderes en estos momentos de ruina.

—Entiendo que muchos de esos líderes forman parte del Culto ¿Os incluís vos mismo entre ellos, Bordian?

—Mi vida está destinada a la oración. El Grande sabe que no ambiciono nada para mí.

—Entonces vuestra petición no está relacionada con ese templo que incendiaron hace dos noches. Asumo que los quince sacerdotes que fueron empalados no eran… ¿cómo los habéis llamado? Ah, sí: líderes.

—El… el acero nada puede contra el Gran Demonio, Guybert. Sólo la fe en El Grande puede salvarnos. Si la plebe sigue matando hermanos…

—La plebe suele expresar los deseos de la mayoría, Hermano —matizó Guybert—. Y os ruego una vez más que os dirijáis a mí por mi título.

Selar volvió a entrar en la sala pero no traía ninguna copa.

—Barón, el Señor Dricius Quitenn, Castellano de Varyd, espera a las puertas del palacio. Viene acompañado por una escolta de veinte hombres.

—Hazlos pasar, por El Grande. Cuantos más seamos, más reiremos.

—Me temo que no es cosa de risa, Señor Barón. Al parecer, un ejército ha invadido Rex-Callantia y…

Guybert de Alssier empezó a reírse y el soldado higurniano no tardó en secundarlo.

—¡Qué pasen, por La Creación! Que los criados suban un barril de la bodeguilla que mi padre esconde bajo las escaleras; luego ve a las cocinas y di a los cocineros que tenemos invitados.

—Como ordenéis. —El mayordomo se disponía a marcharse cuando reparo en un detalle—. ¿Cuántos comensales serán, Señor Barón?

—Sólo El Grande tiene la respuesta a eso, amigo mío. —Guybert alzo su copa, brindó con el soldado y ambos rieron de nuevo ante la mirada confusa del sacerdote.

El Gran Círculo, Vardanire

—Por… por…

El comerciante no sabía que parte de la anatomía del Grande utilizar para la blasfemia. A su lado, el Honesto Blama trataba de recoger con un pañuelo el ojo que había caído entre las piernas de su compañero de asiento. El individuo decidió no decir nada y se limitó a contemplar cómo el posadero disfrazado de señor mostraba el contenido del pañuelo a la masa que rugía tras él.

—¡Es mi muchacho! —gritaba Blama—. ¡El próximo Campeón! ¡Nadie puede vencerle! ¡Nadie!

En el centro del recinto, un fibroso callantiano se retorcía en el suelo; la cabellera trenzada le caía sobre el rostro en forma de hebras pegajosas salpicadas de sangre y arena. Aullaba como un animal moribundo. El gigante daba vueltas a su alrededor sosteniendo la maza con la que le había propinado el golpe que le desencajó un ojo y le trituró la mandíbula. Cuando tuvo la certeza de que su rival no iba a levantarse, Rologhard se despojó del yelmo y levantó la maza señalando el asiento en el que se sentaba Blama, al que el gesto provocó un amago de erección.

El público vitoreaba con un fervor que Guresian no había escuchado en meses. Contra todo pronóstico, aquel cabrero de Darnavel había resultado ser la nueva sensación de Los Juegos. El instructor miró al palco vacío con cierta decepción; hacía mucho que nadie se sentaba allí, en concreto desde la misteriosa desaparición del Mariscal Hígemtar. El hijo mayor del Cónsul hablaba en ocasiones con él y era uno de los pocos espectadores que ocupaban la zona noble que sabía valorar un buen combate. Le recordaba mucho a su tío, el difunto Róthgert Dashtalian, si bien Hígemtar tenía un carácter más atemperado y juicioso. Férrell Guresian no tenía la más mínima duda: de haberse celebrado Juegos entonces, Róthgert hubiese participado en ellos con asiduidad. Ni su propio hermano habría podido impedírselo.

La reja se levantó y dos criados entraron en el dispensario trasportando en una camilla al callantiano; el lado izquierdo de su rostro estaba destrozado. Guresian miró el agujero vacío que hacía escasos instantes contenía un ojo y se pregunto si él mismo no estaría perdiendo alguno de los suyos; cuando el Honesto Blama se presentó con aquel muchacho no vio más que otro patán sin futuro.

Rologhard no sólo tenía unas condiciones físicas envidiables sino que combatía como un animal salvaje; se movía con una rapidez impropia de su tamaño y hasta el más insignificante de sus golpes lo efectuaba con una fuerza irrefrenable. Había vencido en sus seis combates pero a juicio de Guresian aún estaba bastante verde. Mostraba carencias defensivas importantes y en dos ocasiones luchadores más expertos le infligieron heridas peligrosas. A Rologhard le daba igual; mientras sus botas pisaban la arena lo único que su cerebro parecía procesar era la aniquilación de su oponente. Sólo cuando lo atendían los médicos del dispensario se permitía emitir algún breve quejido.

El instructor sonrió para sus adentros. En aquel momento no había un solo luchador en Vardanire que pudiese vencerlo. Si todo iba como debía ser, podría trabajar con él y pulir con tranquilidad su talento. Sería el próximo Campeón y soñaba con llevarlo a combatir por el título del Continente al Gran Círculo de Ciudad Imperio… Si es que seguía existiendo Ciudad Imperio. Los rumores que llegaban eran desconcertantes.

—Formidable, Férrell. Ese chico es un auténtico monstruo —dijo Vlad Fesserite—. Dahenge no cesa de pedirme que le permita volver para enfrentarse a él.

El guardaespaldas se erguía silencioso tras la figura de su patrón; miraba con desprecio cómo le vendaban la cara a su paisano vencido.

—Sería en verdad un combate memorable, Intendente —respondió Guresian—. A diferencia del Segador, Rologhard tiene un instinto asesino que incluso a mi me da miedo. Dicen que mató a un lobo con sus propias manos cuando sólo tenía trece años.

La portezuela de barrotes se abrió de nuevo y Rologhard entró en el dispensario limpiándose la sangre que salpicaba su rostro. Cuando pasó junto a Fesserite, el anciano le palmeó el costado cariñosamente.

—Buena pelea muchacho. Vas a ser grande… Aún más grande, quiero decir —apostilló mientras contemplaba cómo el luchador tenía que encorvarse para no dar con la cabeza contra uno de los estantes.

Rologhard lo miró sin inmutarse y se dirigió hacia el lugar donde estaban las cubetas de agua. En su camino se topó con uno de los hombros oscuros de Dahengue pero no varió su trayectoria lo más mínimo y chocó contra él. El callantiano perdió el equilibrio y hubo de sujetarse a una de las columnas de madera para no caer al suelo. El gigante continuó avanzando sin tan siquiera girar la cabeza, como si acabase de apartar un simple cortinaje.

Fesserite sonrió con malicia cuando sus ojos se cruzaron con los del turbado guardaespaldas. La fuerza de aquel joven era realmente monstruosa.

—¿Tengo ya mi respuesta, Férrell? —inquirió al tiempo que frotaba sus manos huesudas.

—Ya os lo anticipé, Intendente —respondió Guresian—. Se niega. Ha ganado más dinero con Rologhard del que acumularía en cincuenta años sirviendo cerveza aguada en ese tugurio que regenta; además es un fanático de La Competición. No os lo cederá, al menos no a ese precio. Quizá si duplicáis la oferta lo reconsidere pero lo dudo mucho.

—Duplicaré la oferta entonces, pero no te molestes en decirle nada. Yo personalmente negociaré con ese posadero tozudo. Y ahora, pasemos a tratar otro asunto. Tengo entendido que en tu juventud te moviste bastante.

El preparador miró con sorpresa al anciano. Llevaba años departiendo con él habitualmente pero era la primera vez que el tema no tenía nada que ver con la lucha.

—Formaste parte del regimiento de Róthgert, ¿no es cierto? Dicen que tú mismo mataste al bandido que lo derribó.

—Tuve el privilegio de luchar a las órdenes del Mariscal Róthgert y el triste honor de decapitar a su asesino —repuso Guresian con orgullo.

—Tras su muerte te licenciaste de la Guardia del Consulado y te incorporaste a la Marina Imperial, ¿es correcto?

—Sí, es correcto. —El viejo conocía las respuestas de sobra.

—Durante todo ese tiempo imagino que recorrerías buena parte del Continente. Aquel pirata tan popular era muy escurridizo ¿Cómo se llamaba? ¿El Marqués del Calamar?

—El Barón Mantaraya, Señor. —«Un hombre mil veces más noble que tú, viejo lagarto sin entrañas», pensó.

—Eso, Mantaraya —apostilló el anciano con una sonrisa—. Cuentan que ese bucanero tenía su escondite más allá de las Aguas del Sur, en los Territorios Inexplorados ¿Llegaste a aventurarte en ellos en alguna ocasión, Férrell?

Guresian se tomó unos instantes para responder. Aquello no lo esperaba y decidió medir sus palabras; era evidente que Fesserite lo sabía todo sobre él y la siguiente pregunta empezaba a intrigarle.

—Sí, Intendente —respondió.

—Has oído hablar del Contramandato, ¿verdad? —le espetó el anciano con una mirada gélida.

Esta vez, Férrell se limitó a asentir sosteniendo con firmeza el escrutinio de los ojos del Intendente. La tromba de recuerdos terribles que vinieron a su mente estuvo apunto de mermar su entereza; hubiese apartado la vista de no haberlo hecho primero Fesserite.

—Bien, acompáñame entonces. —El viejo se colocó su sombrero y le hizo una indicación a su guardaespaldas—. El Cónsul desea mantener una conversación contigo.

Guresian se colgó su capa al hombro y salió del Gran Circulo tras Vlad Fesserite y su inseparable Dahenge. Apostado frente a una de las escalinatas principales esperaba un carruaje con el escudo de los Dashtalian grabado en las puertas; cuatro caballos negros relinchaban inquietos. Cuando los tres hombres hubieron montado, el conductor agitó las riendas y chasqueó la lengua. Los animales empezaron a galopar a toda velocidad por la Calle Principal y aplastaron con sus cascos a un gato atigrado que intentaba cruzar la calzada.

Dentro del carruaje, Férrell Guresian reflexionaba sobre el motivo de aquella entrevista inesperada. Una gota de sudor frío se deslizó por su cogote cuando pensó en las tierras más allá de las Aguas del Sur. Dos gotas aún más frías siguieron a la anterior cuando vino a su memoria El Contramandato.

Ciudad Imperio

Tres de los perros se abalanzaron sobre el guerrero mientras el cuarto se mantenía agazapado junto a los cadáveres, gruñendo y enseñando los dientes. Era un mastín mestizo, con la cabeza exageradamente grande y unas fauces del tamaño de un cepo para osos. Pese a su aspecto terrible no era el líder de la manada, cargo que ostentaba el velludo ovejero gris que fue el primero en caer.

La afilada hoja de la espada lo destripó desde el cuello hasta los genitales cuando saltó sobre el hombre con intención de morderle la garganta. El can se estrelló contra el suelo con un gemido y salpicó de barro y sangre a sus compañeros, que retrocedieron alarmados. El otro ovejero decidió huir pero el pequeñajo moteado de raza indescifrable optó por lanzarse sobre la bota del guerrero, que de una patada lo estrelló contra un tonel carcomido, a treinta pies de distancia. El animal se incorporó con rapidez y volvió a cargar entre ladridos. Cuando la bota del hombre lo envió de vuelta al tonel, decidió cambiar de táctica y se quedó donde estaba, mostrando los dientes sin cesar de ladrar. Entre tanto, el enorme mastín había trazado su propio plan; corría hacia el extremo opuesto de la plaza con la pierna de uno de los muertos entre sus fauces. Más tarde regresaría a por otro pedazo, siempre y cuando el hombre de la espada no anduviera cerca.

El sujeto se dirigió hacia el montón de cadáveres y lo observó con detenimiento. Muchos de ellos estaban desnudos y más de la mitad eran mujeres. El edificio que se desmoronó sobre ellos recibía el nombre de
Los pétalos en flor
y había sido un burdel bastante frecuentado; sin duda estaba a rebosar cuando la muerte descendió de los cielos para acomodarse en Ciudad Imperio. Escrutando la masa informe de piedra, madera y carne distinguió el cuerpo sin vida de un individuo grueso que, a diferencia del resto, estaba vestido. Apartó con la espada el cuerpo liviano de una joven de apenas catorce años y se agachó para rebuscar entre las ropas del gordo.

Una rata negra asomó la cabeza por el chaleco del muerto y le enseño los dientes, determinada a defender su cena. La apartó de un manotazo y voló por los aires para ir a parar junto al pequeño perro, que de inmediato se lanzó sobre ella dispuesto a aprovechar la ocasión.

Mientras los dos carroñeros se enzarzaban, el hombre extrajo de uno de los bolsillos del cadáver una bolsa abultada. Cuando la abrió y vio las monedas, sonrió.

—Vaya, no somos los únicos que vienen a visitar al viejo Thuwe —graznó una voz desagradable—. Parece que una vez muerto su cuerpo resulta más atractivo que el de sus putas.

El guerrero permaneció agachado y volvió la cabeza sin inmutarse. Hacia él caminaba un grupo de siete hombres armados con espadas y hachas. Vestían de un modo extraño, combinando caros ropajes de colores vivos con yelmos, corazas y pesadas capas de pieles; un par portaban a la espalda grandes sacos a rebosar del contenido más variado. Sus rostros vulgares y su modo de moverse denotaban que ya se dedicaban al robo y el saqueo cuando Ciudad Imperio seguía siendo una ciudad.

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