Read Puerto humano Online

Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Puerto humano (11 page)

—¿Simon?

Simon alzó la vista. Anders se encontraba delante de él con una carta en la mano mirando a su alrededor.

—¿Dónde están los buzones?

Simon le explicó lo que había pasado y Anders tuvo que darle su carta a Mats directamente. Quien, por lo demás, justo en ese momento subía desde el puerto con la caja azul de correos en brazos. Tras él iban Göran y Holger.

Göran había echado mano a un rollo de sacos negros de plástico y empezó a recoger los trozos en uno de ellos. Holger se metió las manos en los bolsillos del pantalón sin perder de vista a Anders.

—¡Vaya! —exclamó—, pero si tenemos gente de fuera. ¿Cuándo has venido?

—Ayer.

Holger asintió largo y tendido, buscando con la mirada el respaldo de Mats, primero, y luego el de Göran, pero no llegó ningún respaldo. Cuando Göran le devolvió una mirada más bien irritada, parece que Holger recordó cuál era la situación.

—Sí, bueno, te acompaño en el sentimiento —consiguió decir.

Siguieron hablando un rato, dándole vueltas a cómo solucionar el asunto del correo. Ese día Mats tendría que recibir a la gente y explicarle lo que había ocurrido. Después cada uno tendría que conseguir otro buzón lo antes posible. Entre tanto, un cubo de plástico con tapa o, en el peor de los casos, una bolsa tendrían que hacer las veces. Bastaría con que escribieran en ella el número de su buzón.

Anders agitó el sobre que llevaba.

—¿Qué hago con esto, entonces? Es un carrete para revelar. No querría que se perdiera.

Mats recogió el sobre y le prometió que se encargaría de que saliera. Luego repartió el correo a los que estaban allí. Simon no tenía ninguna carta, solo el periódico
Norrtelje Tidning
y propaganda de algún fondo de pensiones.

Cuando Simon y Anders se retiraron para encaminarse a casa, Göran dijo:

—¿No se te olvidará, verdad?

—No —contestó Simon—. Un día de estos me paso por allí.

Tomaron el camino que iba por la orilla de la playa. Los embarcaderos de los veraneantes estaban prácticamente vacíos. Durante el fin de semana llegaría alguno, pero por lo demás la temporada había terminado por este año.

—¿Qué es lo que no tienes que olvidar? —preguntó Anders.

—Göran se volvió a vivir aquí hace un tiempo, cuando se jubiló. Pero no tiene pozo, así que quería que fuera con la varilla de zahorí para encontrar agua.

—¿Cómo haces eso, por cierto?

—Práctica, práctica y más práctica.

Anders dio a Simon un empujón en el hombro.

—No te enrolles. Eso no es ningún truco de magia. Te lo pregunto en serio.

—¡Que sí! Eso también es una especie de magia. ¿Subes tú también a casa de Anna-Greta?

Anders dejó el tema. Durante muchos años Simon había sido el zahorí de la zona. Cuando alguien necesitaba hacer un pozo, se dirigía a Simon para que encontrara un venero. Simon iba de acá para allá con una horquilla de serbal y, finalmente, señalaba el lugar adecuado. Aún no se había equivocado.

Anders resopló.

—Parecía que Holger creía que era yo el que había hecho eso.

—¿Sabes que se ahogó su mujer el año pasado?

—¿Sigrid? No, no lo sabía.

—Salió con el barco para recoger la red y no volvió. Encontraron el barco unos días después, pero a Sigrid no.

Sigrid. Una de las pocas personas a las que Anders de pequeño le había tenido miedo de verdad. Un vaso lleno hasta los bordes esperando la gota que lo hiciera derramarse. Podía ser cualquier cosa. El tiempo, el timbre de las bicicletas, una avispa que se acercaba demasiado a su helado. Cada vez que Anders le había vendido arenques, había tenido buen cuidado de elegir los mejores y más grandes, y era preferible darle doscientos gramos de más que un gramo de menos.

—¿Se tiró ella?

Simon se encogió de hombros.

—Eso creen algunos, pero...

—Pero ¿qué?

—Otros creen que fue Holger quien lo hizo.

—¿Tú lo crees?

—No. No, no. La temía demasiado.

—Así que ahora solo puede maldecir contra los de Estocolmo.

—Sí. Pero lo hace con más ganas.

La tesis de Holger

Como se sabe, la aversión contra la gente de la capital no es algo exclusivo de Domarö, ni siquiera de Suecia. Existe en todas las partes y, a veces, con razón. La historia de Holger es representativa de lo que ha pasado exactamente en el archipiélago de Estocolmo, y, por ende, en Domarö.

Como Anders y muchos otros en Domarö, Holger venía de una familia de prácticos del puerto. Mediante adquisiciones convenientes, matrimonios y otras maniobras, al final, la familia Persson era la propietaria de toda la parte nordeste de Domarö, un territorio de más de treinta hectáreas con alternancia de bosques, prados y tierra de cultivo que se extendía desde la costa hacia el interior.

Esto era lo que el padre de Holger tuvo que administrar cuando llegó a la madurez a principios de 1930. Los veraneantes habían empezado a llegar y, como muchos otros en la isla, hizo renovar y ampliar un par de casetas para alquilarlas.

Sin entrar mucho en detalles, el caso es que había ciertas deudas en la casa y el padre de Holger echaba mano a la botella con mucha facilidad cuando las cosas se le ponían en contra. Un verano conoció a un agente inmobiliario de Estocolmo. Hubo celebraciones por todo lo alto, brindis de hermandad, y se habló de que el padre de Holger iba a ingresar en la Orden de los Caballeros Templarios, la legendaria logia con Carl von Schewen al frente.

Bueno. Todo ello condujo, en cualquier caso, a que el padre de Holger vendiera Kattudden al contratista. Un terreno de algo más de quince hectáreas donde no crecía el bosque y los pastos eran malos. Consiguió un precio algo más alto del que habría obtenido si se lo hubiera vendido a alguien de Domarö.

Pero, claro, el contratista no estaba pensando ni en los pastos ni en la madera. En dos años había dividido Kattudden en treinta terrenos que vendió a los veraneantes interesados. Cada terreno se vendió a un precio que era aproximadamente la mitad del que él había pagado por todo Kattudden.

Cuando el padre de Holger se dio cuenta de lo que había pasado, de cómo le había engañado el contratista, allí estaba la botella a mano para consolarse con ella. Holger tenía entonces siete años y tuvo que ver cómo su padre se hundía, por la bebida, en un pantano de lamentaciones, mientras los de Estocolmo construían alegremente sus casitas prefabricadas de veraneo sobre un terreno que había pertenecido a su familia durante generaciones.

Dos años después el padre cogió la escopeta de caza y se fue al pago de bosques que aún conservaban y no volvió más.

La historia se repite con distintas variantes en muchas de las islas del archipiélago, pero esta era la versión de la familia Persson y es, sin duda, una de las más feas. En algunos sitios, aquellas transacciones trajeron consigo mucho resentimiento, y el más resentido de todos era Holger.

Su tesis en el fondo era muy sencilla: la raíz de todo lo malo eran los de Estocolmo. Luego, claro está, había ciertas personas de la capital que eran más culpables que otras. Los dos canallas principales eran Evert Taube y Astrid Lindgren
[4]
.

Holger no se cansaba nunca de explicar a quien quisiera escucharle cuál era la situación: el archipiélago había sido un lugar con un modo de vida basado en el trabajo infatigable de sus habitantes hasta que llegó Evert Taube y empezó a idealizarlo todo. Con «Rönnerdahl» y «El vals de Calle Schewen». El verdadero Carl von Schewen —Calle— se había vuelto huraño al final de su vida a causa de todos los curiosos que venían de Estocolmo a husmear en su embarcadero o lo acechaban con los prismáticos desde algún barco para ver si estaba gavillando el heno o bailando con la rosa del archipiélago de Roslagen
[5]
.

Lo malo del caso es que hubo un detalle enojoso. Lo terrible fue que la visión romántica de Taube hizo que los habitantes de Estocolmo pusieran los ojos en las islas. Aquí no solo había chicas con flores en el pelo, también estaba Rönnerdahl, sonaba el acordeón y se bebía alegremente. Los que tenían dinero se compraron una diversión para el veraneo. Se vendieron muchos terrenos y el archipiélago se despobló.

Justo cuando lo peor de aquella fiebre había pasado y la gente de las islas creía que al fin podía respirar, llegó el golpe mortal con la serie de televisión
Vi på Saltkråkan
. Ahora ya no eran solo los ricos los que querían tener un sitio para divertirse en verano. Los agentes inmobiliarios compraron terrenos a mansalva y construyeron casas pequeñas para venderlas o alquilarlas por semanas o meses. Todos tenían que ir a las islas y saber dar el tirón correctamente al motor fueraborda y encontrar por sí mismos una foca.

Los jóvenes de las islas se relacionaban con los veraneantes y empezaron a anhelar los centros de diversión y las salas de cine de la capital. Las casas y las tierras de labor se quedaron sin herederos, y ¡zas!, allí estaban los contratistas comprando hasta que el archipiélago se convirtió en un cadáver que se pavoneaba un par de meses en verano y luego se volvía a hundir en su silenciosa tumba.

Esta es, en resumidas cuentas, la tesis de Holger. Él solía terminarla con alguna bravata acerca de lo que le habría gustado hacer con Evert y con Astrid si aún estuvieran vivos. Eran cosas terribles que incluían tanto plomada como gasolina, y no soportaba que le contradijeran.

Al archipiélago lo habían matado de cariño. Eso era lo que pensaba Holger.

Anna-Greta

Un muro de lilos amarillentos ocultaba la casa de Anna-Greta a las miradas curiosas. Lo único que se veía por encima del seto era la chapa descolorida cubierta de cardenillo en el tejado de la torre. Anders de pequeño creía que era una torre de verdad, como las de los castillos, y se sentía decepcionado porque nunca encontraba el camino para acceder a ella y porque nadie quería decirle cómo se llegaba allí.

Más tarde comprendió que aquel tejado puntiagudo solo era un elemento decorativo y que el cristal que había en el hastial era pintado. Ciento cincuenta años largos descansaban en aquel panel de madera azotado por el viento, y la impresión de caserón sumido en sus propios recuerdos habría sido perfecta de no haber sido por la mujer que ahora les abría la puerta de la casa y venía casi corriendo por el sendero del jardín.

Anna-Greta vestía pantalones vaqueros y camisa de cuadros. En los pies llevaba botas de goma. Tenía el cabello largo y blanco recogido en una trenza que golpeaba contra su espalda al acercarse apresuradamente a Anders y rodearlo con los brazos.

—¡Muchacho! —exclamaba mientras lo abrazaba y lo zarandeaba—. ¿Cómo estás, muchacho?

Ella lo abrazaba tan fuerte que Anders creyó por un instante que lo iba a levantar en volandas como hacía cuando él era pequeño. No se atrevió a responder al abrazo con la misma intensidad —después de todo, ella tenía ochenta y dos años—, así que le acarició la espalda y le dijo:

—Hola, abuela.

Anna-Greta se apartó de repente y se quedó cinco segundos mirándole la cara. Parecía que hasta entonces ella no había advertido la presencia de Simon y puso la mejilla. Simon se inclinó y le dio un beso. Anna-Greta asintió como si él se hubiera portado correctamente y le cogió la mano a Anders.

—Vamos dentro. Tengo el café preparado.

Se llevó a Anders en dirección a la casa y Simon los seguía desgarbado. No es que hubiera cambiado de manera de andar, pero al lado de Anna-Greta la mayoría de personas parecían desgarbadas, independientemente de la edad que tuvieran.

Era como si ella se mantuviera únicamente del aire fresco ligeramente saturado de sal, y cuando le llegara el día de desparecer de este mundo, seguramente eso sería precisamente lo que haría: desaparecer de él. Hacerse a un lado, sencillamente. Fundirse con una ráfaga de viento del noroeste que dé una vuelta alrededor del faro de Norrudden y luego desaparezca sobre la superficie del mar.

En el comedor estaba ya preparada la mesa para sentarse a tomar el café: rebanadas de pan con anchoas y huevo, pastas y bollos de canela. El hambre que Anders se había negado a reconocer le ganó por la mano. Simon hizo como si estuviera indignado y dijo a Anders:

—Vaya, vaya, en el comedor. A mí me toca sentarme en la cocina. Eso, cuando me invitan.

Anna-Greta se detuvo y arqueando las cejas preguntó:

—¿Estoy oyendo quejas?

—¡Qué va! ¡Qué va! —respondió Simon—. Solo digo que parece que hay clases y clases.

—Si tú estuvieras fuera casi tres años, puedes estar seguro de que te serviría la mesa en el comedor cuando volvieras.

Simon se rascó la barbilla.

—Eso será lo que haga, sencillamente.

—Entonces me tiraré al mar, ya lo sabes. Venga, ahora vamos a sentarnos.

El padre de Anders dijo en una ocasión que Simon y Anna-Greta eran como un par de viejos cómicos. Cada uno representaba su papel y con los años lo habían ensayado tanto y se lo sabían tan bien que ya no eran réplicas sino, más bien, la música de fondo para las improvisaciones. El tema resultaba familiar, pero las palabras eran cada vez distintas.

Anders engulló dos rebanadas en un santiamén. Anna-Greta, que lo estaba mirando, le acercó el plato.

—Ya comprendo que no tienes comida abajo en tu casa.

Anders se quedó parado con la mano alargada hacia el plato.

—Lo siento, yo...

Anna-Greta resopló.

—No seas tonto. No me refiero a eso. Come, come. Pero tenemos que ver cómo lo arreglamos.

—Leña —dijo Simon—. ¿Cómo andas de leña?

Hablaron del tema y decidieron que Anders se llevaría a casa una bolsa con comida, que Simon y él saldrían para hacer la compra al día siguiente y que tenían que poner en el agua cuanto antes el barco de Anders. Leña, había donde coger, aunque no mucha.

Anders se disculpó y salió a fumar al porche. Se sentó en un taburete, encendió un cigarrillo y observó los ciruelos de Anna-Greta, en los que se doblaban las ramas por el peso de la fruta sobremadurada. Estuvo pensando en Holger, en la mujer de Holger, en el mar, que parecía exigir su tributo a intervalos irregulares, en el ancla del cementerio de Nåten, en Maja.

De todos modos, es extraño... que no... que nadie
...

Cuando entró ya habían recogido la mesa y rellenado el termo del café. Simon y Anna-Greta estaban sentados el uno enfrente del otro, inclinados sobre la mesa, las cabezas bien juntas. Anders se paró a mirarlos.

Other books

Innocence Tempted by Samantha Blair
Brutal Vengeance by J. A. Johnstone
Spell of the Crystal Chair by Gilbert L. Morris
Granting Wishes by Deanna Felthauser
Peach Pies and Alibis by Ellery Adams
A Sweet Murder by Gillian Larkin
Divide and Conquer by Tom Clancy, Steve Pieczenik, Jeff Rovin
Off Season by Jean Stone