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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Puerto humano (12 page)

Esa era la viva imagen del amor. Es extraño que pueda suceder. Que dos personas lleguen a encontrarse y después colaboren para que ese tercero, informe e intangible, que ha surgido entre ambos, se mantenga vivo. Que el amor se convierta en un ser con vida propia y ponga condiciones en las vidas de esas dos personas.

¿Cómo ocurre, en realidad?

Anders se sentó en su silla, abatido y cansado. Simon y Anna-Greta se separaron.

—¿Te ha sentado bien tomar un poco de aire fresco, no? —dijo Anna-Greta.

Anders asintió. Anna-Greta nunca le había dado la paliza con lo del tabaco, pero las pullas eran muchas y variadas.

—He estado pensando una cosa —dijo Anders—. A propósito de lo de Holger. Lo de que creía que había sido yo.

Anna-Greta frunció la boca.

—Si haces caso de lo que dice Holger, los de Estocolmo tienen la culpa hasta de que se haya acabado la merluza.

—Ya. Pero, no es a eso a lo que me refiero. Tiene más que ver con... con esto de Maja.

Simon y Anna-Greta lo miraron sin pestañear. El optimismo que reinaba en el ambiente se hundió como una piedra en el fondo, pero Anders continuó:

—Me parece que es raro que... ahora que lo pienso... que nadie sospeche de mí. O de Cecilia. Esa sería la única posibilidad sensata, ¿no? Dos padres, una niña. La niña desaparece sin dejar rastro. Está claro que los culpables son los padres.

Simon y Anna-Greta intercambiaron una mirada. Anna-Greta extendió la mano por encima de la mesa y le acarició los nudillos a Anders.

—No debes pensar eso.

—No es a eso a lo que me refiero. Yo sé, vosotros sabéis que fue así como ocurrió. Ella desapareció. No sé cómo. Pero ¿por qué...?

Anders tenía las manos en alto como si estuviera tratando de agarrar una pelota que no había, algo que no pudiera coger. Lo volvió a ver de nuevo. Los rostros, los tonos de voz, las preguntas y los pésames. Y, en ningún sitio... absolutamente en ninguno...

—¿Por qué no? ¿Por qué no hay una sola persona que sospeche de mí? ¿Por qué parece que todos lo consideran como... algo natural?

Simon apoyó la cabeza en la mano y frunció el entrecejo. Parecía que él también se había dado cuenta de que era extraño. Anna-Greta observó a Anders con una mirada imposible de interpretar. Lo consoló.

—Algo de respeto habrá que mostrar ante el dolor ajeno.

—Y Holger, ¿entonces? —replicó Anders—. Su mujer se ahoga y Simon me ha contado que muchos sospecharon inmediatamente de él. Pese a que eso precisamente es... natural, de todas formas. Esas cosas pasan. Pero Maja..., sí, claro, la policía preguntó. Pero aquí, nadie. Nadie.

Simon apuró su taza de café y la dejó de nuevo en su sitio con cuidado para no romper el silencio. Afuera, una ráfaga de viento arrastró una nube de hojas de álamo por delante de la ventana.

—La verdad es que es extraño —dijo Simon—. Mirándolo de esa manera.

Anna-Greta le acercó el termo a Anders, animándolo a tomar otra taza.

—Dependerá de quién se trate —apuntó ella—. Aquí todos te conocen desde que eras pequeño. Y todos saben que tú no harías una cosa así. A diferencia de Holger.

Anders se sirvió media taza. No estaba convencido, aún le parecía que era algo difícil de entender. Pero dijo:

—Sí. Quizá.

Pasaron a hablar de otras cosas. De las posibles reparaciones en la Chapuza, de lo que iban a hacer en caso de que el fueraborda de Anders no quisiera arrancar, de los chismorreos del pueblo. Anders no tenía ganas de levantarse e irse a casa. No lo esperaba nadie, solo una casa helada.

Cuando se hizo una pausa en la conversación, se retrepó en su silla, se cruzó las manos sobre el estómago y se quedó mirando a Simon y a Anna-Greta.

—¿Cómo os conocisteis?

Al oír la pregunta Simon y Anna-Greta se sonrieron burlones a un tiempo. Se miraron y Simon se rascó la cabeza.

—Esa es una historia muy larga.

—¿Hay algo que hacer? —preguntó Anders. Ni Simon ni Anna-Greta tenían nada urgente que hacer—. Entonces, podríais contármela.

Anna-Greta se puso a mirar a través de la ventana. Se estaba levantando viento. El cielo estaba encapotado y se veía el oleaje en la bahía plomiza. Dos gotas de lluvia chocaron contra el cristal. Ella se pasó la mano por la frente y le preguntó:

—¿Qué sabes de tu abuelo paterno?

Amor en las islas

Vamos a subir, sí, sí, sí,

a la cima de este amor, bien, bien, bien,

solo conmigo ven, ven, ven,

y no vengas con excusas, no, no, no...

Ulla Billqvist,
Vamos a subir sí, sí, sí
.

Rememorando la leyenda

En Domarö hay dos botellas de aguardiente que son especiales. Una de ellas permanece olvidada en la vieja caseta de pesca de Nathan Lindgren y seguirá estando allí hasta que sus familiares decidan hacer algo y repartan la herencia. La otra es propiedad de Evert Karlsson
.

Evert tiene cerca de noventa años y ha guardado esa botella durante casi sesenta. Nadie sabe qué sabor tendrá el aguardiente barato que hay dentro y, mientras Evert viva, tampoco va a saberlo nadie. Él no piensa abrir la botella. La historia de esa botella y de lo que hay en su interior es demasiado buena para eso
.

Evert la ha guardado expresamente para, cuando llega alguien de fuera que no ha oído contar la historia antes, poder sacar la botella del aparador y preguntar: «¿No habéis oído hablar de cuando Anna-Greta metió alcohol de contrabando en el barco de aduanas? ¡No me digáis que no! Pues el caso fue que...»
.

Y entonces Evert cuenta la historia acariciando con los dedos el cristal de la botella. Es la mejor historia que conoce, y, además, completamente cierta. Cuando termina de contarla, pasa la botella para que puedan verla, con advertencias severas para que la cojan con mucho cuidado y no la dejen caer
.

La gente mira el líquido transparente que hay tras el cristal y nada en él deja entrever que haya llegado a puerto por una ruta tan insólita. Pero ese líquido formaba parte precisamente de la remesa que le dio fama a Anna-Greta en todo el archipiélago. Ese es, como dice Evert, un aguardiente original
.

Después vuelve a colocar la botella en el aparador, y ahí se queda hasta que llegue la próxima ocasión, la saque y vuelva a contar la historia otra vez
.

La hija del contrabandista

Las cosas no salieron como Anna-Greta había imaginado. Parecía que Erik había agotado todas sus energías en terminar la casa y casarse. Cuando alcanzó esos dos objetivos no le quedaban fuerzas para fijarse otros nuevos.

Durante el verano, mientras la llama primera del amor aún ardía, las cosas fueron bien, pero a lo largo del otoño Anna-Greta empezó a preguntarse si Erik se había casado realmente enamorado. Quizá aquello no fuera más que un proyecto como el de la casa. Construir una casa, instalar a la esposa. Y listo.

Hitler había invadido Polonia en agosto y en el archipiélago reinaba una actividad febril. Iban a reforzar la línea de defensa del litoral y los barcos y cargueros de los militares iban y venían entre Nåten y el grupo de islas en los alrededores de la isla de Stora Korset, que era la posición más avanzada hacia el mar de Åland. Iban a construir dos baterías de cañones y varios búnkeres, y muchos hombres jóvenes de Domarö consiguieron un trabajo comunitario para abrir zanjas para los cables, construir muros de piedra y levantar cercados. Los rusos habían alzado el tono de voz contra Finlandia y reinaba una gran inseguridad.

Erik había invertido sus ahorros en la construcción de la casa y los recién casados iban tirando con los encargos de costura que Anna-Greta realizaba, el trabajo ocasional de Erik en el aserradero de Nåten y las ayudas que les llegaban de los padres. A Erik le rechinaban los dientes al tener que aceptar dinero de su padre, y en cuanto al padre de Anna-Greta... bueno, eso ya lo dijo Erik bien claro una noche después de que Anna-Greta llegara a casa una vez más con unos cuantos billetes de diez coronas:

—Ese es dinero de actividades delictivas.

Anna-Greta no se calló.

—Más vale un negocio delictivo que no tener ninguno.

A medida que avanzaba el otoño se fue instalando entre ellos la frialdad, y cuando Björn, un antiguo compañero de clase de Erik, se unió a los grupos que construían búnkeres en las islas más alejadas, Erik se fue con él. Anna-Greta pasó las dos primeras semanas de octubre sin recibir noticias.

Bajaba al muelle cuando entraba algún barco, veía subir en tropel a los soldados en dirección a la tienda o hacia sus trabajos en las obras por los alrededores del puerto, pero nadie sabía nada de los que trabajaban en los límites exteriores del archipiélago. Lo único que oyó fueron largas peroratas sobre la mala comida, las miserables ropas, y la tristeza en los barracones allá en las islas.

Después de dos semanas Erik llegó a casa y no hizo mucho más que cambiarse de ropa, dejar un poco de dinero y volver a marcharse otra vez. Anna-Greta ni siquiera pudo decirle que estaba embarazada, no hubo ocasión. Pero así era. Estaba de doce a catorce semanas, según la comadrona.

Anna-Greta, de pie con las manos sobre el vientre, vio subir a Erik en el barco de pesca de Björn. Ella le despidió con el brazo extendido, él le respondió con la mano. Erik estaba con los compañeros y no podía ponerse en evidencia. Fue lo último que vio de él.

Diez días después llegó una carta. Erik había fallecido en un accidente mientras trabajaba en la honorable tarea de reforzar las defensas de la patria. Al día siguiente llegó el cuerpo y a Anna-Greta le aconsejaron que no lo mirara. Un bloque de piedra se había desprendido del muro y le había caído a Erik en la cabeza mientras revocaba las paredes interiores de un búnker.

—No está muy presentable que digamos —dijo el teniente que escoltaba el féretro.

El entierro se ofició en Nåten y hubo muchas palabras de condolencia y tibias promesas de ayuda y protección, pero no llegó pensión de viudedad por parte de los militares, puesto que Erik formalmente no estaba sirviendo en el ejército.

Anna-Greta tenía diecinueve años, estaba embarazada de cuatro meses y viuda. Vivía en una casa barrida por las corrientes de aire, en un lugar que le era ajeno y no tenía ninguna habilidad especial ni conocía ningún oficio. Nadie puede sorprenderse de que al principio aquel invierno resultara negro y difícil para ella.

Torgny y Maja le habían cogido cariño, la querían como si fuera su propia hija y la ayudaron lo mejor que pudieron. También su padre hizo lo que pudo. Pero Anna-Greta no quería vivir de limosnas. Quería valerse por sí misma, por su propio bien y por el del niño.

Para colmo de males aquel invierno fue especialmente frío. Los militares conducían sobre el hielo con vehículos oruga hasta que el frío fue tan intenso que el hielo estropeó los motores y tuvieron que sustituirlos por caballos. Los soldados que se iban a ir de permiso tenían que ir andando sobre el hielo desde las islas.

Un sábado por la mañana estaba Anna-Greta sentada frente a la ventana de la cocina y cuando vio otro reemplazo más de hombres jóvenes congelados de frío acercándose a la playa se le ocurrió una idea. Había demanda. Ella la iba a abastecer.

Maja tenía algunos sacos de lana sin cardar en el desván del pajar. Maja no los necesitaba para nada y dejó encantada que Anna-Greta hiciera lo que quisiera con ellos. Anna-Greta se los bajó a la cocina de su casa, era la única habitación que usaba porque quería ahorrar leña, y se puso manos a la obra. En una semana tejió ocho pares de guantes de lo más calientes.

El sábado por la mañana se colocó a propósito junto al muelle de Nåten y esperó a que llegaran los soldados. Por la mañana el termómetro había marcado veintidós grados bajo cero y el frío flotaba en el aire como un grito sordo. Anna-Greta saltaba en su sitio mientras esperaba la llegada del grupo silencioso que se acercaba desde la bahía.

Los hombres traían las caras muy rojas y los cuerpos agarrotados cuando llegaban a tierra. Ella les preguntó si tenían frío en las manos. Solo uno de ellos consiguió articular un comentario ligeramente indecente en respuesta, los demás asintieron en silencio.

Anna-Greta les enseñó la mercancía.

Se oyeron murmullos en la fila. Sin duda parecían mucho mejores que los trapos del ejército, pero, tres coronas el par... Se marchaban a la ciudad a divertirse, el dinero lo necesitaban para otras cosas. Pronto iban a estar sentados en un autobús con calefacción donde entrarían en calor mientras el recuerdo del frío se fundía en su memoria. Y, a pesar de todo, la diversión estaba por delante de la utilidad.

Rompió el hielo el teniente que había escoltado a Erik unos meses antes. Sacó la cartera y puso tres coronas en la mano de Anna-Greta. Después se puso los guantes y los probó.

—¡Increíble! —exclamó después de un rato—. Es como si calentaran desde dentro.

El teniente se volvió hacia sus hombres.

—Ahora estáis de permiso y no voy a daros órdenes. Pero haced lo que os digo: comprad guantes. Después me lo agradeceréis.

Fuera porque estaban acostumbrados a obedecer o porque quedaron convencidos, eso es lo de menos. El caso es que Anna-Greta vendió todos sus guantes. Pese a la oposición del principio, los soldados parecían sumamente contentos consigo mismos mientras se ponían los guantes camino de la parada del autobús.

El teniente se quedó. Se quitó el guante derecho y le tendió la mano como si fuera la primera vez que se veían. Anna-Greta se la estrechó.

—Bueno, me llamo Folke.

—Anna-Greta. Como antes.

Folke se quedó mirando el cesto vacío y, pellizcándose la nariz, dijo:

—¿No has pensado en tejer calcetines? ¿Jerséis, tal vez?

—¿Andáis escasos de ellos?

—No, escasos no. Claro que tenemos, pero digamos que no están fabricados para semejantes inviernos.

—Pues le agradezco la información.

Folke se puso de nuevo el guante e hizo el saludo militar. Cuando había dado unos pasos en dirección a la parada, se volvió y dijo:

—En todo caso, estaré otra vez de permiso dentro de tres semanas. Si hay un jersey entonces, soy... un potencial comprador.

Anna-Greta, cuando llegó a casa, tiró el dinero encima de la mesa y lo contó. ¡Pues, sí! Allí había, fuera como fuese, veinticuatro coronas, ganadas de la mejor manera: con su trabajo y su ingenio. Cuando quiso compartir el negocio con Maja, su suegra no quiso oír hablar del asunto. No obstante, estaba dispuesta a echarle una mano si la demanda era demasiado grande.

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