Un N-22 de Transpacific Airlines, un moderno avión fabricado por la empresa aeronáutica Norton, sufre un extraño accidente en pleno vuelo que cuesta la vida a tres personas y heridas graves a otras cincuenta. No obstante, el aparato logra tomar tierra en Los Ángeles, y a partir de ahí se inicia una precipitada investigación para esclarecer las causas del misterioso suceso. Hay en juego muchos intereses. Incluso el piloto parece ocultar algo.
Michael Chichton
Punto crítico
(Airframe)
ePUB v1.4
Perseo17.06.12
Título original:
Airframe
Michael Chichton, 1996
Traducción: María Eugenia Ciocchini Suárez
Diseño/retoque portada: Perseo, basada en la original
Editor original: Perseo (v1.0 a v1.4)
Corrección de erratas: Perseo
ePub base v2.0
Para Sonny Mehta
Esos malditos artefactos pesan un cuarto de millón de kilos, recorren la tercera parte del perímetro terrestre, y llevan a los pasajeros con mayor comodidad y seguridad que cualquier otro vehículo en la historia de la humanidad. ¿Acaso sugieren ustedes que sabrían hacerlo mejor? ¿Pretenden hacernos creer que saben algo al respecto? Porque tengo la clara impresión de que están agitando a la población en beneficio propio.
C
HARLEY
N
ORTON
, 78 años, una auténtica leyenda de la aviación, dirigiéndose a los periodistas en 1970, después de un accidente aéreo.
La gran paradoja de la era de la información es que ha concedido nueva respetabilidad a la opinión desinformada.
J
OHN
L
AWTON
, 68 años, reportero veterano, dirigiéndose a la Asociación Americana de Periodistas de Radio.
Emily Jansen suspiró aliviada. El largo vuelo se acercaba a su fin. La luz de la mañana entraba a raudales por las ventanillas del avión. En su regazo, la pequeña Sarah entornó los ojos ante el insólito resplandor mientras sorbía ruidosamente las últimas gotas del biberón, para apartarlo acto seguido con sus diminutos puños.
—Estaba bueno, ¿verdad? —dijo Emily—. Muy bien… ahora, arriba…
Levantó a la niña sobre su hombro y comenzó a darle palmaditas en la espalda. El bebé dejó escapar un sonoro eructo y su cuerpo se relajó.
En el asiento contiguo, Tim Jansen bostezaba y se restregaba los ojos. Había dormido toda la noche, desde la salida de Hong Kong. Emily nunca dormía en los aviones; se ponía demasiado nerviosa.
—Buenos días —dijo Tim, mirando su reloj—. Sólo quedan un par de horas, cariño. ¿Hay noticias del desayuno?
—Todavía no —respondió Emily, moviendo la cabeza en un gesto de negación.
Habían cogido un chárter de TransPacific Airlines en Hong Kong. El dinero que se ahorrarían en el pasaje les vendría de perlas para asuntos domésticos cuando llegaran a Colorado, donde Tim comenzaría a trabajar como profesor adjunto en la universidad local. El viaje había sido bastante agradable —estaban en las primeras filas—, pero la tripulación parecía bastante desorganizada y las comidas se servían a horas insólitas. Emily había rechazado la cena porque Tim dormía y ella no podía comer con Sarah dormida en su regazo.
Incluso en esos momentos la tripulación actuaba con una indolencia que sorprendía a Emily. Por ejemplo, dejaban la puerta de la cabina abierta. Sabía que los asiáticos acostumbraban hacer esa clase de cosas, pero aun así a Emily le parecía inapropiado; había una atmósfera demasiado informal, demasiado relajada. Los pilotos se paseaban por el avión durante la noche, charlando con las azafatas. Uno de ellos salía precisamente en ese momento en dirección a la parte trasera del avión. Naturalmente, debía de hacerlo para estirar las piernas. Para mantenerse alerta y esas cosas. El hecho de que la tripulación fuera china no le preocupaba en absoluto. Después de un año en China, admiraba la eficacia de los chinos y la atención que prestaban a los detalles. Pero por alguna razón aquel vuelo la ponía nerviosa.
Emily sentó a Sarah en su regazo. La niña miró a Tim y le dedicó una sonrisa radiante.
—Eh, debería inmortalizar este momento —dijo Tim. Rebuscó en un bolso debajo del asiento, sacó una videocámara y enfocó a su hija. Sacudió la mano libre para atraer su atención.
—Sarah… Sarah… Sarah… Una sonrisita para papá. Sonríe… —La niña sonrió y balbució—. ¿Qué se siente al acercarse uno a Estados Unidos, Sarah? ¿Estás preparada para conocer la patria de tus padres?
Sarah soltó una risita y agitó sus diminutas manos en el aire.
—Puede que todos los estadounidenses le parezcan raros —dijo Emily. La niña había nacido hacía siete meses en Hunan, donde Tim estudiaba medicina tradicional china.
Emily notó que el objetivo de la cámara la apuntaba a ella.
—¿Y qué opinas tú, mamá? —preguntó Tim—. ¿Estás contenta de volver a casa?
—No, Tim —dijo—. Por favor. —Después de tantas horas de viaje, debía de tener un aspecto horroroso.
—Vamos, Em. ¿Qué piensas?
Tenía que peinarse. Tenía que ir al baño.
—Bueno, lo que de verdad quiero —contestó por fin—, con lo que he estado soñando durante meses, es una hamburguesa con queso…
—¿Con salsa de soja Xu-xiang por encima? —preguntó Tim.
—¡No, por Dios! Una hamburguesa con queso, cebolla, tomate, lechuga, pepinillos y mayonesa.
Mayonesa
… ¡Dios mío! Y también mostaza.
—¿Tú también quieres una hamburguesa con queso, Sarah? —dijo Tim, volviendo a enfocar a su hija.
Sarah se había cogido el pie con su pequeña manita. Se lo llevó a la boca, alzó los ojos y miró a Tim.
—¿Está bueno? —preguntó Tim, y al echarse a reír, la cámara vibró—. ¿Es tu desayuno, Sarah? ¿No piensas esperar a las azafatas?
Emily oyó un ruido sordo, casi un rugido, que parecía proceder del ala. Giró la cabeza rápidamente.
—¿Qué ha sido eso?
—Tranquila, cariño —aseguró Tim sin dejar de reír.
Sarah también soltó una risita entrecortada y deliciosa.
—Ya casi hemos llegado, cariño —dijo Tim.
Pero mientras hablaba, el avión pareció sacudirse y el morro inclinarse hacia abajo. De repente todo se ladeó en un ángulo absurdo. Emily sintió que Sarah se le escapaba de los brazos.
Agarró a su hija y la estrechó contra sí. Era como si el avión cayera en picado, pero súbitamente comenzó a subir, y algo le comprimió el estómago contra el asiento. Su hija era un peso muerto sobre ella.
—¿Qué demonios…? —dijo Tim.
Emily brincó bruscamente del asiento, y el cinturón de seguridad quedó a la altura de sus muslos. Estaba mareada, tenía náuseas. Tim rebotó en el asiento, se golpeó la cabeza contra el compartimiento del equipaje, y la cámara pasó volando ante la cara de Emily.
En la cabina de mando se oían pitidos, alarmas insistentes y una voz metálica que decía:
Stall! Stall!
. ¡Entrada en pérdida! Emily vislumbró los brazos de los pilotos, enfundados en el uniforme azul, moviéndose rápidamente sobre los mandos. La tripulación gritaba en chino. Los pasajeros chillaban histéricamente en todo el avión. Se oía ruido de cristales rotos.
El avión inició otro descenso en picado. Una anciana china resbaló pasillo abajo sobre la espalda gritando a voz en cuello. La siguió un adolescente, dando volteretas en el aire. Emily buscó a Tim con la mirada, pero su marido ya no estaba en el asiento. Las máscaras amarillas de oxígeno se soltaron de sus casillas; pero Emily, aunque había una suspendida delante de su cara, no podía cogerla porque estaba sujetando a la niña.
El empinado descenso —una bajada en picado acompañada de un zumbido ensordecedor— la lanzó contra el respaldo del asiento. Zapatos y monederos volaban como proyectiles por la cabina de pasajeros, chocando con estruendo aquí y allá; los cuerpos se desplomaban contra los asientos o caían al suelo.
Tim había desaparecido. Emily se volvió, buscándolo, y en ese instante un pesado bolso le dio en plena cara: una súbita sacudida, dolor, oscuridad, estrellas. Se sintió mareada, al borde del desmayo. Las alarmas continuaban sonando. Los pasajeros continuaban gritando. El avión continuaba cayendo.
Emily agachó la cabeza, apretó a su pequeña contra el pecho, y por primera vez en su vida se puso a rezar.
—Torre de control, aquí TransPacific 545. Tenemos una emergencia.
En el oscuro edificio de control de aproximación de tráfico aéreo de California Sur, el controlador Dave Marshall oyó la llamada del piloto y miró la pantalla del radar. El vuelo 545 de TransPacific procedía de Hong Kong y se dirigía a Denver. Se lo habían pasado desde Oakland unos minutos antes: un vuelo perfectamente normal. Marshall tocó el micrófono que tenía en la mejilla y dijo:
—Adelante, 545.
—Solicito permiso para hacer un aterrizaje de emergencia en Los Ángeles.
El piloto parecía tranquilo. Marshall miró fijamente los parpadeantes bloques verdes de datos que identificaban a cada avión en el aire. El TPA 545 se aproximaba a la costa de California. Pronto sobrevolaría Marina del Rey. Todavía le faltaba media hora para llegar a Los Ángeles.
—Recibido mensaje para realizar un aterrizaje de emergencia —confirmó Marshall—. Especifique la naturaleza de la emergencia.
—Tenemos una emergencia con los pasajeros —respondió el piloto—. Necesitamos ambulancias en tierra. Yo diría que unas treinta o cuarenta ambulancias. Quizá más.
Marshall se quedó atónito.
—Repita, TPA 545. ¿Ha pedido
cuarenta
ambulancias?
—Afirmativo. Hemos encontrado violentas turbulencias durante el viaje. Hay algunos heridos entre los pasajeros y la tripulación.
¿Por qué coño no me lo has dicho antes?, pensó Marshall. Se giró en la silla, hizo una seña a su supervisora, Jane Levine, que cogió otro par de cascos, sintonizó y escuchó.
—TransPacific, confirme su solicitud de cuarenta ambulancias en tierra —dijo Marshall.
—¡Cielos! —exclamó Levine haciendo una mueca—.
¿Cuarenta?
El piloto seguía tranquilo cuando respondió:
—Afirmativo, torre. Cuarenta.