—Y menos a los abogados.
—Actúan así con cualquiera. Son como los grandes maestros del ajedrez. No pierden el tiempo con aficionados. Y ahora están bajo una gran presión.
—¿Tú eres técnica?
—¿Yo? No. Además soy mujer. Y por si fuera poco trabajo para Control de Calidad. Tres razones por las que no cuento en absoluto. Ahora Marder me ha nombrado enlace de la CEI con la prensa, lo cual es otro golpe de fortuna para ellos. Los técnicos detestan a la prensa.
—¿La prensa meterá las narices en este asunto?
—Puede que no —respondió Casey—. Se trata de una compañía aérea extranjera, los muertos eran extranjeros y el incidente no ha ocurrido en Estados Unidos. Y no existen documentos gráficos. Así que no le prestarán mucha atención.
—Pero parece un asunto bastante grave…
—La gravedad no es un criterio —dijo ella—. El año pasado se produjeron veinticinco accidentes con daños importantes en los aviones. Veintitrés ocurrieron en el exterior. ¿Recuerdas alguno?
Richman arrugó la frente.
—¿La catástrofe en Abu Dhabi, donde murieron cincuenta y seis personas? —preguntó Casey—. ¿La de Indonesia con doscientas víctimas? ¿La de Bogotá con ciento cincuenta y tres? ¿Recuerdas alguna de ellas?
—No —respondió Richman—, pero, ¿no pasó algo en Atlanta?
—Exactamente —dijo ella—. Un DC-9 en Atlanta. ¿Cuántos muertos? Ninguno. ¿Heridos? Ninguno. ¿Por qué lo recuerdas? Porque viste una filmación del accidente en las noticias de las once.
La furgoneta abandonó la pista y salió a la calle a través de un paso abierto en la cerca de cadenas. Giraron por Sepúlveda y se dirigieron hacia los muros redondeados y azules del hospital Centinela.
—En cualquier caso —dijo Casey—, ahora tenemos otros motivos de preocupación. —Le entregó a Richman una grabadora, le enganchó un micrófono en la solapa y le explicó lo que iban a hacer.
—¿Quiere saber qué ha pasado? —preguntó un hombre de barba visiblemente exasperado. Se llamaba Bennet, tenía cuarenta años y era concesionario de la marca de tejanos Guess. Había ido a Hong Kong a visitar la fábrica, cosa que hacía cuatro veces al año, y siempre volaba con TransPacific. En ese momento estaba en uno de los cubículos rodeados de cortinas del dispensario. Se hallaba sentado en la cama y tenía la cabeza y el brazo derecho vendados—. El avión ha estado a punto de estrellarse, eso es lo que ha pasado.
—Ya veo —dijo Casey—, pero me preguntaba si…
—Por cierto, ¿quiénes son ustedes? —preguntó el hombre. Casey le enseñó su tarjeta de identificación y volvió a presentarse.
—¿Norton Aircraft? ¿Y qué coño tienen que ver ustedes con este asunto?
—Nosotros fabricamos ese avión, señor Bennet.
—¿Esa mierda? Pues váyase a hacer puñetas, señora. —Le arrojó la tarjeta de identificación—. Lárguense de aquí, los dos.
—Señor Bennet…
—¡Largo de aquí! ¡Largo! ¡Largo!
Fuera del cubículo, Casey miró a Richman.
—Tengo un talento especial para tratar con la gente —dijo con tristeza.
Se dirigió hacia el siguiente cubículo, pero se detuvo un momento antes de entrar. Al otro lado de la cortina, hablaban rápidamente en chino, primero una voz de mujer, luego la de un hombre.
Decidió seguir hasta la cama siguiente. Abrió las cortinas y vio a una mujer china dormida, con un collarín en el cuello. Una enfermera alzó la vista y se llevó un dedo a los labios.
Casey siguió hasta el compartimiento siguiente.
Allí se encontraba una de las auxiliares de vuelo, una mujer de veintiocho años llamada Kay Liang. Presentaba una importante abrasión en la cara y el cuello, y en toda esa zona tenía la piel roja y despellejada. Estaba sentada en una silla, junto a la cama vacía, mirando un ejemplar de Vogue de seis meses atrás. Explicó que se había quedado en el hospital para acompañar a Sha-Yan Hao, otra azafata, que ocupaba el cubículo contiguo.
—Es mi prima —explicó—. Creo que está malherida. No me dejan quedarme en la misma habitación que ella. —Hablaba muy bien inglés, con acento británico.
Cuando Casey se presentó, Kay Liang pareció perpleja.
—¿Son de la fábrica de aviones? —preguntó—. Pero acaba de marcharse un hombre…
—¿Qué hombre?
—Un chino. Ha estado aquí hace unos minutos.
—No sé nada al respecto —dijo Casey frunciendo el entrecejo—. Pero nos gustaría hacerle unas preguntas.
—Claro. —Dejó la revista y cruzó las manos sobre el regazo con actitud serena.
—¿Cuánto tiempo hace que trabaja para TransPacific? —preguntó Casey.
—Tres años —respondió Kay Liang—. Y antes había estado otros tres años con Cathay Pacific. —Explicó que siempre hacía rutas internacionales, porque hablaba idiomas: inglés y francés, además de chino.
—¿Y dónde estaba cuando se ha producido el incidente?
—En la cocina del centro del avión. Detrás de la clase business. —Explicó que las azafatas estaban preparando el desayuno. Eran alrededor de las cinco de la madrugada, quizá unos minutos más.
—¿Y qué ha pasado?
—El avión ha empezado a subir —contestó—. Lo sé porque estaba sacando las bebidas y éstas se han deslizado en el carrito. Entonces, casi de inmediato, ha habido un descenso brusco.
—¿Qué ha hecho usted?
Explicó que no había podido hacer nada, aparte de sujetarse. La bajada fue abrupta. Las bebidas y la comida cayeron al suelo. Le parecía que el descenso había durado unos diez segundos, pero no podía asegurarlo. Luego hubo otra subida, extremadamente pronunciada, y otro descenso brusco. En el segundo descenso, se golpeó la cabeza contra el tabique.
—¿Ha perdido el conocimiento?
—No. Pero ha sido entonces cuando me he lastimado la cara. —Se señaló la lesión.
—¿Y qué ha pasado después?
Dijo que no estaba segura. Sus recuerdos eran confusos porque la segunda azafata en la cocina, la señorita Jiao, cayó sobre ella y ambas rodaron al suelo.
—Oíamos los gritos de los pasajeros —dijo—. Y naturalmente los veíamos en los pasillos.
Contó que al cabo de un momento el avión recuperó la estabilidad. Entonces pudo levantarse y ayudar a los pasajeros. La situación era terrible, dijo, en especial en la parte posterior del avión.
—Muchas personas estaban heridas y sangraban, desesperadas de dolor. Las azafatas estaban desbordadas. Para colmo, Hao, mi prima, que se encontraba en la cocina de popa, estaba inconsciente. Eso ha afectado a las demás azafatas. Y había tres pasajeros muertos. La situación era alarmante.
—¿Qué ha hecho usted?
—He cogido el botiquín de emergencias para atender a los pasajeros. Luego he ido a la cabina de mando. Quería saber si la tripulación de vuelo se encontraba bien. Y debía avisarles que el primer oficial de vuelo había resultado herido en la cocina de popa.
—¿El primer oficial estaba en la cocina de popa cuando ha ocurrido el incidente? —preguntó Casey.
Kay Liang parpadeó.
—Bueno, el primer oficial de la tripulación suplente.
—¿Había dos tripulaciones a bordo?
—Sí.
—¿Cuándo han cambiado los turnos?
—Quizá tres horas antes. Durante la noche.
—¿Cómo se llama el primer oficial herido? —preguntó Casey.
Una vez más la azafata titubeó.
—No… No estoy segura. No había volado nunca con esa tripulación suplente.
—Ya veo. ¿Y qué ha pasado cuando ha ido a la cabina de mando?
—El capitán Chang había conseguido controlar el avión. La tripulación de vuelo estaba alterada, pero no había heridos. El capitán Chang me ha dicho que había solicitado permiso para un aterrizaje de emergencia en Los Ángeles.
—¿Había volado antes con el capitán Chang?
—Sí. Es un buen capitán. Un capitán excelente. Me gusta mucho.
Demasiados halagos, pensó Casey. La azafata, antes tranquila, de pronto parecía inquieta. Liang miró a Casey y luego apartó la vista.
—¿Ha advertido algún daño en la cabina de mando? —preguntó Casey.
La azafata reflexionó un instante, arrugando la frente.
—No —respondió—. La cabina de mando parecía en orden.
—¿Ha dicho algo más el capitán Chang?
—Sí. Ha dicho que se había producido una extensión incontrolada de
slats
—respondió—. Ha mencionado que ésa era la causa del incidente y que la situación estaba bajo control.
Vaya, pensó Casey. Esto no alegrará a los técnicos. Pero a Casey le preocupaba el empleo del tecnicismo por parte de la azafata. Le parecía poco probable que una auxiliar de vuelo supiera qué era una extensión incontrolada de
slats
. Aunque quizá se limitara a repetir lo que había dicho el capitán.
—¿El capitán Chang ha explicado por qué se había producido esa extensión?
—Sólo ha dicho que había sido una extensión incontrolada de
slats
.
—Ya veo —dijo Casey—. ¿Y sabe usted dónde está situado el mando de los
slats
?
Kay Liang asintió.
—Es una palanca que está en el pedestal central, entre los asientos.
Estaba en lo cierto, pensó Casey.
—¿Ha mirado la palanca en ese momento? Quiero decir, mientras estaba en la cabina de mandos.
—Si estaba en posición superior y trabada.
Una vez más Casey reparó en la terminología de la mujer. Un piloto hubiera dicho «en posición superior y trabada», pero, ¿una azafata?
—¿Ha dicho algo más el capitán?
—Estaba preocupado por el piloto automático. Ha dicho que no le había permitido hacerse con el control del avión. Ha dicho: «He tenido que pelearme con el piloto automático para recuperar el control».
—Ya veo. ¿Y cuál era el estado de ánimo del comandante Chang en ese momento?
—Estaba tranquilo, como siempre. Es un excelente comandante.
Los ojos de la chica revelaban su nerviosismo. Se retorcía las manos sobre el regazo. Casey decidió esperar un momento. Era un viejo truco en los interrogatorios: deja que el interrogado rompa el silencio.
—El capitán Chang procede de una
distinguida
familia de pilotos —dijo Kay Liang, tragando saliva—. Su padre fue piloto durante la guerra, y su hijo también es piloto.
—Ya veo…
La azafata volvió a sumirse en el silencio. Durante la pausa se miró las manos y luego levantó la vista otra vez.
—¿Quiere preguntarme algo más?
Fuera del cubículo, Richman preguntó:
—¿No es ésa la avería que, según usted, no podía suceder? ¿Una extensión incontrolada de
slats
?
—No dije que no pudiera suceder. Lo que dije es que no creía que fuera posible en este avión. Y si ocurrió, tenemos más preguntas que respuestas.
—¿Y qué hay del piloto automático?
—Es demasiado pronto para asegurar nada —dijo Casey y entró en el cubículo siguiente.
—Debían de ser alrededor de las seis —recordó Emily Jansen, sacudiendo la cabeza. Era una mujer delgada de unos treinta años, y tenía un cardenal en la mejilla. Un bebé dormía en su regazo. Su esposo estaba en la cama contigua, con una barra metálica entre los hombros y la barbilla. La mujer explicó que se había roto la mandíbula—. Acababa de darle el biberón a la niña y hablaba con mi marido cuando de pronto oí un ruido.
—¿Qué clase de ruido?
—Un ruido sordo, un zumbido metálico. Me pareció que procedía del ala. —Malo, pensó Casey—. Entonces miré por la ventanilla. Hacia el ala.
—¿Vio algo fuera de lo común?
—No. Todo parecía normal. Así que supuse que el ruido venía del motor, pero tampoco en el motor noté nada anormal.
—¿Dónde estaba el sol en ese momento?
—De mi lado. Brillaba de mi lado.
—¿De modo que la luz del sol caía sobre el ala?
—Sí.
—Y la deslumbraba.
Emily Jansen sacudió la cabeza.
—No lo recuerdo.
—¿Estaba encendida la señal de cinturón de seguridad?
—No. No se encendió en ningún momento.
—¿El capitán hizo algún anuncio por los altavoces?
—No.
—Volviendo al ruido, ¿lo ha descrito como un ruido sordo?
—Algo así. No estoy segura de si lo oí o lo sentí. Era casi como una vibración.
Una vibración, se dijo Casey, y preguntó:
—¿Cuánto tiempo duró esa vibración?
—Varios segundos.
—¿Cinco?
—Más. Yo diría diez o doce.
Una descripción clásica de una extensión de
slats
en pleno vuelo, pensó Casey.
—Muy bien —dijo—. ¿Y entonces?
—El avión empezó a bajar. —Jansen hizo un ademán con la mano—. Así.
Casey continuaba tomando notas, pero ya casi no la escuchaba. Procuraba ordenar la secuencia de los hechos y decidir en qué debían concentrarse los técnicos. Estaba claro que la versión de los dos testigos señalaba una extensión incontrolada de
slats
. Primero una vibración de unos doce segundos, exactamente el tiempo necesario para que los
slats
se extendieran. Luego una pequeña subida, que era lo que sin duda ocurriría a continuación. Y por fin una sucesión de subidas y bajadas mientras la tripulación trataba de estabilizar el avión.
Vaya lío, pensó.
Emily Jansen decía:
—Como la puerta de la cabina de mando estaba abierta, oí todas las alarmas. Había pitidos de emergencia y voces en inglés que parecían grabadas…
—¿Recuerda qué decían?
—Algo así como
Fall… fall
. Caída, caída, o algo parecido.
Era la alarma de entrada en pérdida, pensó Casey. Lo que la alarma de audio decía era
Stall
,
stall
: entrada en pérdida. Mierda.
Se quedó unos minutos más con Emily Jansen y salió al pasillo.
Allí Richman dijo:
—¿Esa vibración significa que los
slats
se han extendido?
—Es probable —respondió Casey. Estaba nerviosa, irritable. Quería volver al avión y hablar con los ingenieros.
Desde uno de los cubículos rodeados de cortinas, al fondo del pasillo, vio salir a un individuo grueso de pelo cano. Le sorprendió comprobar que se trataba de Mike Lee. ¿Qué demonios hacía el representante de las líneas aéreas hablando con los pasajeros? No era el procedimiento habitual. Ese hombre no tenía nada que hacer allí.
Recordó lo que le había dicho Kay Liang: «Acaba de marcharse un chino».
Lee fue a su encuentro, sacudiendo la cabeza.