Oyó unos pasos que se aproximaban a la casa. Miró hacia arriba, a la pared que estaba justo encima de su cabeza. Allí estaba el tablero de la alarma y un gran botón rojo que decía EMERGENCIA. Si pulsaba ese botón, sonaría un pitido ensordecedor. ¿Acaso eso lo asustaría? No estaba segura. ¿Dónde estaba la maldita policía? ¿Cuánto hacía que la había llamado?
De repente se dio cuenta de que ya no oía pasos. Levantó la cabeza con cuidado y espió por el extremo inferior de la ventana.
El hombre cruzaba el jardín en dirección contraria, alejándose de ella. Luego giró por un lateral de la casa y regresó a la calle principal.
Agachada, Casey corrió hacia la parte delantera y entró en el salón. El primer hombre ya no estaba en el jardín. La asaltó el pánico. ¿Dónde estaba? El segundo hombre apareció en el jardín, escrutó la fachada de la casa y regresó al coche. Casey vio entonces que su compañero ya estaba en el coche, sentado en el asiento del pasajero. El otro individuo abrió la puerta y se sentó al volante. Un instante después un vehículo policial blanco y negro se detuvo junto al sedán azul. Los hombres del coche parecieron sorprenderse, pero no hicieron nada. Se encendió la luz del coche de policía, y bajó un agente, moviéndose con cautela. Habló con los hombres del sedán durante unos minutos. Luego los dos individuos bajaron del coche. Todos subieron la escalinata de la puerta delantera de Casey, los policías y los dos hombres del sedán.
Casey oyó el timbre y abrió la puerta. Un joven agente de policía dijo:
—¿La señora Singleton?
—Sí —respondió ella.
—¿Trabaja usted para Norton Aircraft?
—Sí. Así es.
—Estos señores son empleados de seguridad de la Norton. Dicen que están aquí para protegerla.
—¿Cómo? —preguntó Casey.
—¿Quiere ver sus credenciales?
—Sí —respondió ella—. Claro.
El policía encendió una linterna y los dos hombres le enseñaron las carteras. Casey reconoció las credenciales del Servicio de Seguridad de Norton Aircraft.
—Lo sentimos, señora —se disculpó uno de los guardias—. Pensamos que estaba avisada. Tenemos órdenes de acercarnos a vigilar la casa cada hora. ¿Le parece bien?
—Sí —respondió Casey—. Está bien.
—¿Necesita algo más? —preguntó el policía.
Casey se sentía avergonzada. Murmuró unas palabras de agradecimiento y volvió a la casa.
—Cierre bien la puerta —aconsejó uno de los guardias con amabilidad.
—Sí, yo también tengo un coche aparcado en la puerta —dijo Kenny Burne—. Le han dado un susto de muerte a Mary. ¿Qué diablos está pasando? Las negociaciones para el nuevo convenio laboral no empezarán hasta dentro de dos años.
—Llamaré a Marder —dijo Casey.
—Todo el mundo tiene guardias de seguridad —informó Marder por teléfono—. Cuando el sindicato amenaza a un miembro del equipo, los protegemos a todos. No te preocupes por eso.
—¿Has hablado con Brull? —preguntó Casey.
—Sí. Lo he hecho entrar en razón. Pero pasará un tiempo hasta que se corra la voz y todo el mundo entienda lo que pasa. Hasta entonces todos tendréis guardias.
—De acuerdo —dijo ella.
—Es sólo por precaución —aseguró Marder—. Nada más.
—Bien.
—Duerme un poco —recomendó Marder, y colgó el auricular.
Casey se despertó inquieta antes de que sonara el despertador. Se cubrió con una bata, entró en la cocina para encender la cafetera y miró por la ventana que daba al frente. El sedán azul seguía aparcado en la calle, con los dos hombres dentro. Casey pensó en correr los siete kilómetros de rigor —necesitaba el ejercicio para empezar bien el día—, pero decidió no hacerlo. Sabía que no debía dejarse intimidar, pero tampoco quería correr riesgos innecesarios.
Se sirvió una taza de café y se sentó en el salón. Aquel día todo tenía un aspecto diferente. Veinticuatro horas antes, su pequeño chalet le parecía acogedor; ahora, en cambio, se le antojaba diminuto, indefenso, aislado. Se alegraba de que Allison fuera a pasar la semana con Jim.
Casey había vivido períodos de tensión laboral en el pasado; sabía que las amenazas casi siempre quedaban en agua de borrajas. Pero era conveniente actuar con prudencia. Una de las primeras lecciones que Casey había aprendido en la Norton era que la fábrica era un mundo muy duro, más duro incluso que la línea de producción de la Ford. Norton Aircraft era una de las pocas empresas donde una persona sin estudios especializados podía ganar ochenta mil dólares al año trabajando horas extra. Los empleos así escaseaban cada vez más. La competencia para obtenerlos y para mantenerlos era feroz. Si el gremio pensaba que la venta a China iba a costar empleos, era muy probable que tomaran medidas drásticas para detenerla.
Sentada con la taza de café en la mano, Casey tomó conciencia de que le daba miedo ir a la fábrica. Pero, naturalmente, tenía que ir. Dejó la taza y entró en el dormitorio para vestirse.
Cuando salió de la casa y se subió al Mustang, vio un segundo sedán aparcando detrás del primero. Puso en marcha el coche y el primer sedán arrancó tras ella.
De modo que Marder le había asignado dos parejas de seguridad. Una para vigilar su casa y la otra para seguirla.
Las cosas debían de estar peor de lo que suponía.
Condujo hacia el interior de la fábrica con una inquietud inusual. El primer turno ya había empezado a trabajar, los aparcamientos estaban atestados de coches. El sedán azul se mantuvo pegado a su Mustang mientras Casey se detenía en el control de seguridad de la puerta 7. El guardia le indicó que entrara y, como obedeciendo una seña invisible, permitió que el sedán azul la siguiera, sin bajar la barrera. El coche continuó detrás hasta que Casey aparcó en su plaza, cerca del edificio de Administración.
Cuando bajó del coche, uno de los guardias se asomó por la ventanilla.
—Que tenga un buen día, señora —dijo.
—Gracias.
El guardia se despidió con la mano y el sedán se alejó. Casey miró los inmensos edificios grises que la rodeaban: al sur, el 64; al este, el 57, donde habían construido el birreactor; el edificio 121, la cámara de pintura; al oeste, los hangares de mantenimiento, iluminados por el sol que se elevaba sobre las montañas de San Fernando. Era un paisaje familiar; había pasado allí los últimos cinco años de su vida. Pero la incomodaban la magnitud del lugar y la ausencia de gente a aquella hora temprana. Vio entrar a dos secretarias en el edificio de Administración. Nadie más. Se sintió sola.
Se encogió de hombros, tratando de desembarazarse de sus miedos. Se dijo que estaba comportándose como una tonta. Era hora de ponerse a trabajar.
Rob Wong, el joven programador de sistemas de información digital de la Norton, se apartó de los monitores de vídeo y dijo:
—Lo lamento, Casey. Tenemos el registrador de datos de vuelo, pero hay un problema.
Casey suspiró.
—No me digas.
—Sí. Lo hay.
En realidad, no le sorprendía. Los registradores de datos de vuelo rara vez funcionaban como debían. En la prensa, estos fallos se explicaban como consecuencia de los impactos. Si un avión se estrellaba a una velocidad de setecientos cincuenta kilómetros por hora, parecía razonable que después el magnetófono no funcionara.
Pero dentro de la industria aeroespacial la gente tenía otra perspectiva del problema. Todos sabían que los registradores de datos presentaban un alto índice de fallos aunque el aparato no se estrellara. La razón era que la FAA no obligaba a revisar el artilugio antes de cada vuelo. En la práctica, estos aparatos se revisaban aproximadamente una vez al año. La consecuencia era previsible: los registradores de vuelo rara vez funcionaban.
Todo el mundo estaba al tanto del problema: la FAA, el Consejo Nacional de Seguridad en el Transporte, las líneas aéreas y los fabricantes. Varios años antes la Norton había llevado a cabo un estudio: una inspección al azar de los registradores de datos en servicio. Casey había formado parte de la comisión encargada del estudio. Habían descubierto que sólo uno de cada seis registradores funcionaba correctamente.
Por qué la FAA ordenaba la instalación de registradores de datos de vuelo, y luego no exigía que funcionaran debidamente antes de cada vuelo, era uno de los temas favoritos de trasnochadas polémicas en los bares del mundillo de la aeronáutica, desde Seattle a Long Beach. Los cínicos decían que a todo el mundo le convenía que los registradores de datos no funcionaran. En un país acosado por abogados rapaces y periodistas sensacionalistas, la industria no veía la ventaja de proporcionar datos objetivos y fiables de lo que había salido mal.
—Estamos haciendo todo lo que podemos, Casey —se excusó Rob Wong—. Pero el registrador de datos de vuelo tiene un funcionamiento anómalo.
—¿Lo que equivale a decir…?
—Parece que la barra colectora se quemó unas veinte horas antes del incidente, de modo que en los datos siguientes no hay sincronización de cuadros.
—¿Sincronización de cuadros?
—Sí. Mira, el FDR graba todos los parámetros de forma rotatoria, en bloques de datos llamados imágenes o cuadros. Se obtiene una lectura para la velocidad relativa, por ejemplo, y luego otra, cuatro bloques más adelante. Las lecturas de velocidad relativa deben ser continuas en los cuadros. Si no lo son, los cuadros no están sincronizados y no podemos reconstruir el vuelo. Te lo enseñaré.
Se volvió hacia la pantalla y pulsó unos interruptores.
—Normalmente podemos coger el DFDR y generar una imagen triaxial. Ahí está el avión, listo para despegar.
En la pantalla apareció una imagen en cuadrícula del Norton N-22 de fuselaje ancho. La cuadrícula se rellenó ante los ojos de Casey hasta que el diagrama cobró la apariencia de un auténtico avión en vuelo.
—Bien, ahora le transferimos los datos del registrador de vuelo…
La imagen del avión se onduló. Desapareció de la pantalla y luego reapareció. Desapareció otra vez, y cuando reapareció, el ala izquierda estaba separada del fuselaje. El ala se giró en un ángulo de noventa grados mientras el resto del avión se movía hacia la derecha. Luego la cola desapareció. El avión entero se esfumó, reapareció, volvió a esfumarse.
—¿Lo ves? La unidad central intenta dibujar al avión —dijo Rob—, pero se topa constantemente con lagunas. Los datos del ala no coinciden con los datos del fuselaje, que a su vez no coinciden con los datos de la cola. De modo que se dispersa.
—¿Qué hacemos? —preguntó ella.
—Volver a sincronizar los cuadros, pero eso llevará tiempo.
—¿Cuánto tiempo? Marder no me deja en paz.
—Podría ser bastante, Casey. Los datos están muy mal. ¿Qué hay del QAR?
—No llevaba.
—Bueno, si no tenéis otra cosa, llevaré estos datos a Simulación de Vuelos. Allí tienen algunos programas muy sofisticados. Quizá puedan rellenar las lagunas antes y decirte qué pasó.
—Pero, Rob…
—No te prometo nada, Casey. Con estos datos, no. Lo siento.
Casey se encontró con Richman cerca del edificio 64. Caminaron juntos hacia el edificio bajo la pálida luz de la mañana. Richman bostezó.
—Tú estabas en marketing, ¿verdad?
—Así es —respondió Richman—. Pero te aseguro que no teníamos este horario.
—¿Qué hacías allí?
—Poca cosa. Edgarton tenía al departamento en pleno trabajando en la venta a China. Todo muy clandestino, sin intervención de extraños. Así que me pasaron un asuntillo legal para las negociaciones con Iberia.
—¿Algún viaje?
—Sólo personales —respondió Richman con una risita burlona.
—¿Y eso? —preguntó ella.
—Bueno, como marketing no tenía trabajo para mí, me fui a esquiar.
—Suena divertido. ¿Adónde fuiste? —preguntó Casey.
—¿Tú esquías? —dijo Richman—. Yo creo que el mejor sitio para esquiar, después de Gstaad, es Sun Valley. Es mi favorito. Si no tengo más remedio que esquiar en Estados Unidos, claro.
Casey notó que no había respondido a su pregunta. Para entonces habían entrado ya en el edificio 64 por una puerta lateral.
Casey advirtió que los trabajadores mantenían una actitud abiertamente hostil, que la atmósfera era muy fría.
—¿Qué pasa? —preguntó Richman—. ¿Hemos pillado la rabia?
—Los del sindicato creen que los estamos vendiendo a China.
—¿Que los estamos vendiendo? ¿Cómo?
—Dicen que la dirección se propone enviar el ala a Shanghai. Le pregunté a Marder, y me dijo que no es cierto.
El sonido de un claxon retumbó en el interior del edificio. Justo encima de ellos, la inmensa grúa amarilla cobró vida, y Casey vio el primero de los enormes cajones con las herramientas del ala levantándose sobre gruesas sogas, a un metro y medio de altura. La caja estaba construida de madera reforzada. Era ancha como una casa y debía de pesar unas cinco toneladas. Una docena de trabajadores caminaban junto a la caja como portaféretros, con las manos levantadas, nivelando la carga mientras se movía hacia una de las puertas laterales, donde aguardaba un camión.
—Si Marder dice que no es cierto, ¿dónde está el problema? —dijo Richman.
—En que no le creen.
—¿De veras? ¿Y por qué no?
Casey miró a su izquierda, donde estaban embalando otras herramientas. Las gigantescas herramientas azules primero se envolvían en gomaespuma, luego se apuntalaban y por fin se embalaban en cajas de madera. Casey sabía que el apuntalamiento y el acolchamiento eran esenciales. Porque si bien las herramientas tenían más de seis metros de longitud, estaban calibradas a una milésima de pulgada. Transportarlas era todo un arte. Volvió a mirar la caja, moviéndose en el montacargas.