—Entonces quítalo —dijo ella—. Lo llevaré a Metalurgia. A propósito, ¿crees que esta avería podría provocar un aviso de asimetría de
slats
?
Doherty esbozó una sonrisa extraña.
—Sí, podría. Y supongo que lo provocó. Tenemos una pieza no reglamentaria, Casey, y produjo un fallo en el avión.
Richman hablaba animadamente mientras se alejaba del ala.
—¿Conque era eso? ¿Una pieza defectuosa? ¿Eso es todo? ¿Misterio resuelto?
Richman la estaba poniendo nerviosa.
—Vayamos por partes —dijo—. Primero tenemos que hacer las comprobaciones pertinentes.
—¿Comprobaciones? ¿Qué es lo que hay que comprobar? ¿Y cómo?
—En primer lugar, hemos de descubrir de dónde salió esa pieza —respondió ella—. Vuelve al despacho. Dile a Norma que pida el registro de mantenimiento al aeropuerto de Los Ángeles. Y que envíe un fax al representante de Hong Kong, pidiendo el registro de la línea aérea. Que le diga que los ha pedido la FAA, y que nosotros queremos echarles un vistazo antes.
—De acuerdo —dijo Richman.
Se alejó hacia las puertas abiertas del hangar 5 y salió a la luz del sol. Caminaba con un ligero contoneo, como si fuera una persona importante, en posesión de una información valiosa.
Pero Casey aún no estaba convencida de que en realidad supieran algo.
Al menos por el momento.
Al salir del hangar, el sol de la mañana la deslumbró. Vio a Don Brull bajando del coche frente al edificio 121. Se dirigió hacia él.
—Hola, Casey —saludó él mientras cerraba la portezuela del coche—. Empezaba a preguntarme cuándo me responderías.
—He hablado con Marder —dijo Casey—. Jura que no enviarán el ala a China.
Brull movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
—Me llamó anoche y me dijo lo mismo. —No parecía satisfecho.
—Marder insiste en que se trata de un rumor.
—Miente —aseguró Brull—. Van a hacerlo.
—No puede ser —replicó Casey—. Es absurdo.
—Mira, a mí esto no me afecta personalmente. Cuando cierren la planta, dentro de diez años, yo estaré jubilado. Pero para entonces tu hija entrará en la universidad. Tendrás unos gastos desorbitados y estarás sin empleo. ¿No lo has pensado?
—Don —dijo Casey—, tú mismo has dicho que es absurdo que entreguen el ala. Sería una imprudencia que…
—Marder es un imprudente. —Brull tenía el sol de frente, así que la miraba con los ojos entornados—. Tú lo sabes. Sabes bien de lo que es capaz.
—Don…
—Mira —interrumpió él—, sé muy bien lo que digo. Esas herramientas no se han fletado con destino a Atlanta, Casey. Van al puerto de San Pedro, donde están construyendo contenedores especiales para embarcarlas y enviarlas fuera del país.
Conque de ahí salían las deducciones del sindicato, pensó Casey.
—Se trata de herramientas inmensas, Brull —explicó Casey—. No podemos mandarlas por tren o carretera. Las herramientas grandes siempre viajan en barco. Están construyendo contenedores para fletarlas a través del canal de Panamá. Es la única forma de enviarlas a Atlanta.
Brull sacudió la cabeza.
—He visto los resguardos del flete. No dicen Atlanta, sino Seúl, Corea.
—¿Corea? —preguntó ella, frunciendo el entrecejo.
—Exactamente.
—Don, eso no tiene sentido…
—Sí, lo tiene. Porque es una tapadera —dijo Brull—. Enviarán las herramientas a Corea y desde allí a Shanghai.
—¿Tienes copias de esos resguardos? —preguntó Casey.
—Sí, pero no las llevo encima.
—Me gustaría verlas.
Brull suspiró.
—Puedo conseguirlas y enseñártelas, Casey, no hay problema. Pero me pones en una situación muy difícil. Los muchachos no permitirán que esta venta se concrete. Marder me ha pedido que los tranquilice, pero, ¿qué puedo hacer? Yo estoy al frente de la delegación local, no de la fábrica.
—¿Qué quieres decir?
—Que esto escapa a mi control —respondió.
—Don…
—Siempre me has caído bien, Casey —dijo—. Pero si sigues en este plan, no podré ayudarte.
Y se marchó.
Lucía un sol radiante; a su alrededor, la fábrica mantenía un alegre trajín, y los mecánicos se desplazaban en bicicleta de un edificio a otro. No parecía acecharla amenaza o peligro alguno, pero Casey comprendía qué había querido decirle Brull: estaba en tierra de nadie. Desenfundó con nerviosismo su teléfono móvil y vio la corpulenta silueta de Jack Rogers caminando en dirección a ella.
Jack escribía los artículos de aviación del
Telegraph-Star
, un periódico de Orange County. A sus cincuenta y tantos años, era un reportero informado y competente, uno de los últimos ejemplares de la vieja escuela del periodismo, aquellos que conocían el tema de un reportaje tan bien como los entrevistados. Jack la saludó agitando la mano.
—Hola, Jack —dijo Casey—. ¿Qué cuentas?
—He venido por lo del accidente de esta mañana con la herramienta del ala. La que ha caído del montacargas.
—Una desgracia —dijo ella.
—Esta mañana ha habido otro accidente con los transportistas. Habían cargado una herramienta en el remolque de un camión, pero el conductor ha doblado la esquina del edificio 94 a demasiada velocidad. La herramienta se ha deslizado y ha caído al suelo. Un desastre.
—Vaya —dijo Casey.
—Es evidente que se trata de acciones sindicales —afirmó Rogers—. Mis fuentes me han dicho que el gremio se opone a la venta a China.
—Eso he oído —respondió Casey con un gesto de asentimiento.
—¿Porque como contraprestación vais a cederles la fabricación del ala?
—Vamos, Jack —dijo ella—. Eso es ridículo.
—¿Estás segura?
Casey retrocedió un par de pasos.
—Sabes que no puedo hablar de la venta, Jack. Nadie puede hacer declaraciones hasta que el trato sea seguro.
—De acuerdo —aceptó Rogers, sacando un cuaderno de notas—. Es verdad que parece un rumor absurdo. Ninguna compañía ha cedido jamás la fabricación del ala. Sería un suicidio.
—Exactamente —respondió Casey. Cada vez que pensaba en ese asunto, acababa haciéndose la misma pregunta: ¿Por qué Edgarton iba a ceder el ala? ¿Qué compañía haría algo así? Era absurdo.
Rogers alzó la vista de su cuaderno.
—Me pregunto por qué el sindicato cree que van a enviar el ala al extranjero.
Casey se encogió de hombros.
—Eso tendrás que preguntárselo a ellos. —Rogers tenía informantes en el gremio. Brull, seguramente. Y quizá alguien más.
—Me han dicho que tienen pruebas documentales.
—¿Te las han enseñado? —preguntó Casey. Rogers negó con la cabeza.
—No.
—No entiendo por qué. Si las tienen…
Rogers sonrió y apuntó algo en el cuaderno.
—Es una lástima lo de la explosión de un motor en Miami.
—Sólo sé lo que he visto en la televisión.
—¿Crees que afectará a la opinión que tiene el público del N-22? —preguntó Rogers con el bolígrafo preparado para tomar nota de la respuesta.
—No veo por qué. Ha sido una avería de motor, no de la aeronave. Supongo que pronto descubrirán que produjo la explosión un disco de compresor defectuoso.
—No me extrañaría. He hablado con Don Peterson, de la FAA. Me ha dicho que aquel incidente en San Francisco se debió a la rotura del disco de un compresor de seis etapas. El disco tenía burbujas de nitrógeno.
—¿Inclusiones alfa? —preguntó ella.
—Exacto —respondió Jack—. Y también había señales de fatiga por tiempo de accionamiento.
Casey asintió. Las partes del motor funcionaban a una temperatura de 1300°C, muy por encima de la temperatura de fusión de la mayoría de las aleaciones, que se convertían en sopa a los 1200°C. En consecuencia, se fabricaban con aleaciones de titanio, usando los procedimientos más avanzados. La manufactura de algunas de las piezas era un verdadero arte: los álabes del fan se «cultivaban» como un único cristal de metal, lo que las hacía increíblemente resistentes. Pero incluso en manos expertas, el proceso de fabricación era muy delicado. Cuando se producía fatiga por tiempo de accionamiento, el titanio usado en los discos del rotor cristalizaba en colonias de microestructuras, y debido a eso dichos discos se volvían más vulnerables a las grietas.
—¿Y qué me dices del incidente de la TransPacific? —preguntó Rogers—. ¿También se debió a un problema del motor?
—Lo de TransPacific ocurrió ayer, Jack. La investigación acaba de empezar.
—Tú eres la representante del Departamento de Control de Calidad en la comisión de estudio, ¿verdad?
—Sí.
—¿Estás satisfecha con la marcha de la investigación?
—Jack, no puedo hacer ningún comentario sobre la investigación del incidente de TransPacific. Es demasiado pronto.
—No para las especulaciones —adujo Rogers—. Ya sabes cómo son estas cosas, Casey. A la gente le encanta hablar. Y después es difícil aclarar los malentendidos. Sólo quiero explicar las cosas. ¿Habéis descartado un problema de motores?
—Jack —dijo ella—. No puedo hacer comentarios.
Rogers apuntó algo en el cuaderno, y sin levantar la vista, añadió:
—Y supongo que también estaréis inspeccionando los
slats
.
—Lo estamos inspeccionando todo —respondió ella.
—Teniendo en cuenta el historial de problemas de
slats
del N-22…
—Eso es agua pasada —aseguró Casey—. Solucionamos ese problema hace años. Si no recuerdo mal, tú escribiste una nota al respecto.
—Pero ahora habéis tenido dos incidentes en dos días. ¿No os preocupa que la gente piense que el N-22 es un avión poco fiable?
Casey intuía ya el cariz que tomaría la noticia. No quería hacer declaraciones, pero Rogers estaba insinuando lo que escribiría si ella se negaba a hablar. Era una forma habitual, aunque leve, de chantaje periodístico.
—Jack, tenemos trescientos N-22 en servicio activo en todo el mundo. Este modelo tiene estupendos antecedentes de seguridad. —De hecho, en cinco años de servicio no había habido ninguna víctima mortal en un avión de esta clase… hasta el día anterior. Era un motivo de orgullo, pero Casey decidió no mencionarlo porque podía imaginar los titulares: Primeras víctimas mortales en un Norton N-22… En cambio, dijo—: La mejor manera de servir al público es ofrecerle información verídica. Hacer especulaciones sería una irresponsabilidad.
Buena táctica. Rogers apartó el bolígrafo.
—De acuerdo, ¿quieres contármelo extraoficialmente?
—Claro. —Casey sabía que podía confiar en él—. Entre nosotros, el 545 experimentó importantes oscilaciones de altura. Creemos que el avión se encabritó y luego descendió en picado. No sabemos por qué. El registrador de datos de vuelo no funciona. Tardaremos días en reconstruir los datos. Estamos trabajando lo más rápidamente posible.
—¿Crees que esto afectará a la transacción con China?
—Espero que no.
—El piloto es chino, ¿no? ¿Un tal Chang?
—Reside en Hong Kong. No sé de qué nacionalidad es.
—¿Eso podría crear resquemores en caso de que se tratara de un error humano?
—Ya sabes cómo son estas investigaciones, Jack. Sea cual fuere la causa del incidente, siempre hay alguien que se disgusta. No podemos preocuparnos por eso. La responsabilidad debe recaer sobre quien corresponda.
—Claro —dijo él—. A propósito, ¿el trato con China ya es seguro? Hay quien dice que no.
—La verdad es que no lo sé —respondió Casey encogiéndose de hombros.
—¿Marder ha hablado contigo al respecto?
—No personalmente —contestó, midiendo las palabras. Esperaba que Rogers no insistiera en el tema, y él no lo hizo.
—De acuerdo. Dejaré ese asunto. Pero dame algo. Tengo que escribir un artículo.
—¿Cómo es que no te han mandado escribir sobre Aerolíneas Baratijas? —preguntó, usando el término peyorativo para una de las compañías de vuelos baratos—. Nadie ha escrito sobre ellas todavía.
—¿Me tomas el pelo? —replicó Rogers—. Todo el mundo ha escrito sobre el tema.
—Sí; pero nadie ha contado la verdad —dijo ella—. Las líneas aéreas baratas son un chollo para los accionistas.
—¿Un chollo para accionistas?
—Claro —respondió Casey—. Compras un avión tan viejo y mal mantenido que ninguna línea aérea seria lo usaría ni para piezas de recambio. Luego ofreces vuelos baratos y usas el efectivo para comprar nuevas rutas. Es un negocio piramidal, pero en el papel parece fantástico. Las ventas se disparan, los ingresos suben y te conviertes en un ídolo de Wall Street. Ahorras tanta pasta en mantenimiento que tus beneficios crecen a una velocidad meteórica. El precio de las acciones se duplica una y otra vez. Cuando empiezan a amontonarse los cadáveres, has hecho una fortuna en la bolsa y puedes pagarte los mejores abogados. Ésa es la genialidad de la liberalización del precio de los billetes, Jack. Cuando llega la factura, nadie paga.
—Excepto los pasajeros.
—Exactamente —afirmó Casey—. La seguridad aérea siempre ha respondido a un código de honor. La FAA se formó para controlar las líneas aéreas, no para vigilarlas. De modo que si la liberalización de las tarifas va a cambiar las normas, habría que advertir al público. O triplicar la subvención de la FAA. Una cosa o la otra.
Rogers hizo un gesto de asentimiento.
—Barry Jordan, del diario
Los Ángeles Times
, me contó que está cubriendo el tema de la seguridad. Pero para eso hay que tener recursos: tiempo, abogados que revisen el artículo. Mi periódico no puede pagar esa clase de gastos. Necesito algo que pueda usar esta misma noche.
—Extraoficialmente —dijo Casey—, tengo una noticia. Pero no podrás revelar tus fuentes.
—Hecho —convino Rogers.
—El motor que ha estallado era uno de los seis que Sunstar compró a AeroCivicas —informó Casey—. Kenny Burne actuó como asesor. Revisó los motores y encontró daños.
—¿Qué clase de daños?
—Grietas en las muescas de los álabes y fisuras en las aletas.
—¿Había fisuras por fatiga en los álabes del fan?
—Exactamente —confirmó Casey—. Kenny les dijo que rechazaran los motores, pero Sunstar los reconstruyó y los instaló en los aviones. Cuando ha estallado ese motor, Kenny se ha puesto furioso. Así que quizá él tenga algo que decir sobre Sunstar. Pero no puedes citarnos como fuente, Jack. Son clientes nuestros.