Los operarios habían desaparecido.
Miró hacia abajo y vio tres cascos amarillos. Los operarios estaban en un montacargas motorizado y bajaban al suelo de la fábrica.
—¡Eh! ¡Eh!
Los obreros no alzaron la vista.
Casey miró a su espalda y oyó los sonoros pasos de los matones, que continuaban subiendo por la escalera. Podía sentir la vibración de sus pisadas. Sabía que estaban cerca.
Y no tenía adónde ir.
Enfrente de ella, la escalera acababa en una plataforma de metal de poco más de un metro cuadrado situada junto al timón de dirección. La plataforma estaba rodeada por una barandilla, pero más allá no había nada.
Se hallaba a veinte metros de altura, sobre una minúscula tribuna de metal, junto a la enorme cola del avión de fuselaje ancho.
Sus perseguidores se acercaban.
Y no tenía dónde ocultarse.
Pensó que no debería haber subido allí. Debería haber permanecido en la planta. Pero ya no tenía escapatoria.
Casey pasó una pierna por debajo de la barandilla de la plataforma. Extendió una mano hacia el andamio y se sujetó con fuerza. A esa altura, el metal estaba caliente. Apoyó el otro pie.
Luego comenzó a descender por la parte exterior del andamiaje, buscando puntos de apoyo.
Casi de inmediato se dio cuenta de su error. El andamiaje era una estructura de barras cruzadas. Cada vez que se asía a ellas, sus manos se deslizaban hacia abajo y sus dedos se comprimían dolorosamente en los puntos de unión. Las barras del andamio tenían los bordes afilados, y resultaba difícil sujetarse. Al cabo de pocos segundos, estaba agotada. Enganchó los brazos en las barras, flexionando los codos, y se tomó un instante para recuperar el aliento.
No miró abajo.
A su izquierda, sobre la pequeña plataforma elevada, vio a sus dos perseguidores. El tipo de la camisa roja y el de la gorra de béisbol la miraban fijamente, como si no acabaran de decidir qué debían hacer. Casey estaba a poco más de metro y medio de distancia, colgada de las barras exteriores del andamiaje.
Vio que uno de los hombres se ponía unos gruesos guantes de trabajo.
Comprendió que debía moverse. Desenganchó los brazos con cuidado y comenzó a bajar. Un metro y medio, otro metro y medio. Ahora estaba a la altura de los elevadores horizontales, que podía ver a través de las barras cruzadas.
Pero las barras temblaban.
Miró hacia arriba y comprobó que el tipo de la camisa roja la seguía. Era fuerte, y se movía con rapidez. Sabía que la alcanzaría en un santiamén.
El segundo hombre bajaba por la escalera, deteniéndose de vez en cuando para mirarla a través de los barrotes del andamiaje.
El tipo de la camisa roja estaba a unos tres metros de distancia.
Casey continuó bajando.
Los brazos le quemaban. Respiraba entrecortadamente. Las barras del andamio estaban grasientas en los sitios más inesperados, y sus manos resbalaban una y otra vez. Percibía los movimientos del hombre que la seguía cada vez más cercanos. Alzó la vista y vio sus grandes botas anaranjadas con gruesas suelas de goma.
En cualquier momento le pisaría los dedos.
Mientras continuaba el descenso, se golpeó el hombro izquierdo con algo. Miró hacia atrás, y vio un cable colgando del techo. Tenía unos cuatro centímetros de grosor y estaba recubierto de un grueso plástico aislante de color gris. ¿Sería capaz de sostener su peso?
El hombre seguía bajando.
Al diablo con todo.
Extendió un brazo y cogió el cable. Lo sujetó con fuerza. Miró hacia arriba y no vio ninguna caja de empalmes. Acercó el cable y lo enlazó primero con el brazo y luego con las piernas. Cuando las botas de su perseguidor llegaron a su altura, soltó la barra del andamio y se balanceó colgada del cable.
Y comenzó a deslizarse hacia abajo.
Procuró sujetarse con una mano, pero sus brazos eran demasiado débiles. Entonces se dejó caer, con las manos ardiendo.
Descendía rápidamente.
No podía evitarlo.
La fricción le producía un intenso dolor. Bajó tres metros, luego otros tres. Por fin perdió el control. Sus pies chocaron contra una caja de empalmes y se detuvo, meciéndose en el aire. Rodeó la caja con las piernas, cogió el cable que salía de entre sus pies, y se dejó caer…
Sintió que el cable se desprendía.
La caja escupió una lluvia de chispas y la alarma de emergencia retumbó en el edificio. El cable se balanceaba de un lado a otro. Oyó gritos procedentes del suelo. Al mirar hacia abajo, comprobó con horror que estaba a dos o tres metros del suelo. Varios brazos se alzaban hacia ella. La gente gritaba.
Se soltó y cayó.
Le sorprendió la rapidez con que se recuperó; avergonzada, se levantó y se sacudió la ropa.
—Estoy bien —dijo una y otra vez a la gente que la rodeaba—. Estoy bien. De verdad. —Los enfermeros corrieron a su encuentro, pero ella les hizo señas de que se marcharan—. Estoy bien.
Para entonces los obreros de la fábrica habían visto su chapa de identificación, con la raya azul, y parecían confundidos. ¿Qué hacía una ejecutiva colgando de un cable? Titubearon, se apartaron unos pasos, como si no supieran qué hacer.
—Estoy bien. Todo está bien. De verdad. Sigan con su trabajo.
Los enfermeros protestaron, pero Casey se abrió paso entre la multitud, alejándose de allí, hasta que Kenny Burne apareció a su lado y le rodeó los hombros con un brazo.
—¿Qué coño está pasando?
—Nada —respondió ella.
—Éstas no son horas de estar en la planta, Casey. ¿Acaso no lo sabes?
—Sí, lo sé —dijo.
Dejó que Kenny la acompañara a la salida del edificio y salieron al sol de la tarde. Casey entornó los ojos, deslumbrada por el resplandor. Los coches del segundo turno atestaban el inmenso aparcamiento. La luz del sol se reflejaba sobre hileras e hileras de parabrisas.
Kenny se volvió hacia ella.
—Debes ser más prudente, Casey. ¿Sabes lo que quiero decir?
—Sí —respondió ella—. Lo sé.
Bajó la vista y se inspeccionó la ropa. Una gran mancha de grasa se extendía sobre la blusa y la falda.
—¿Tienes una muda de ropa aquí? —preguntó Burne.
—No. Tendré que ir a cambiarme a casa.
—Será mejor que te acompañe en mi coche —sugirió Burne.
Casey iba a protestar, pero se contuvo.
—Gracias, Kenny —dijo.
John Marder la miró por encima del escritorio.
—Me han dicho que ha habido un pequeño incidente en el edificio 64. ¿Qué ha pasado?
—Nada. Estaba comprobando una cosa.
Marder asintió con un gesto.
—No quiero que vayas sola a la planta, Casey. Sobre todo después de lo que ha ocurrido hoy con la grúa. Si necesitas ir allí, hazte acompañar por Richman o por uno de los técnicos.
—De acuerdo.
—No es un buen momento para correr riesgos.
—Lo entiendo.
—Bien. —Se giró en la silla—. ¿Y qué hay de ese periodista del que me hablabas?
—Jack Rogers está escribiendo un reportaje que podría traernos complicaciones —respondió Casey—. Sobre la acusación del sindicato de que pensamos enviar el ala al exterior. Dicen que se han filtrado documentos donde eso queda claro. Y Rogers relaciona dicha filtración con supuestas fricciones en el consejo directivo.
—¿Fricciones? ¿Qué fricciones?
—Le han dicho que tú y Edgarton no os ponéis de acuerdo. Me ha preguntado si los conflictos entre directivos podrían afectar a la venta.
—¡Joder! —exclamó Marder. Parecía enfadado—. Es ridículo. Yo apoyo incondicionalmente a Hal en este proyecto. Es vital para la compañía. Y nadie ha filtrado ninguna información. ¿Qué le has contestado?
—Le he parado los pies —respondió Casey—. Pero si no queremos que cuente esa historia, tenemos que ofrecerle algo mejor. Una entrevista con Edgarton o una exclusiva sobre la venta a China. Es la única forma de detenerlo.
—Está bien —dijo Marder—. Pero Hal no hablará con la prensa. Puedo pedírselo, pero sé que se negará.
—Pues alguien tiene que hacerlo —insistió Casey—. Quizá tú mismo.
—No es una idea muy viable —dijo Marder—. Hal me ha dado órdenes de evitar a la prensa hasta que se concrete la venta. He de tener cuidado. ¿Ese tipo es de fiar?
—Por mi experiencia, sí.
—Si le ofrezco una información general, ¿crees que me dejará al margen?
—Seguro. Necesita escribir un artículo.
—De acuerdo. Entonces hablaré con él. —Marder lo apuntó en su agenda—. ¿Algo más?
—No; eso es todo.
Casey se volvió para marcharse.
—A propósito, ¿qué te parece Richman?
—Bien. Sólo le falta experiencia.
—Creo que es un tipo brillante —dijo Marder—. Aprovéchalo. Asígnale alguna tarea.
—De acuerdo —dijo Casey.
—En marketing tuvo problemas porque no le pasaban trabajo.
—Bien —dijo ella.
Marder se puso en pie.
—Nos veremos mañana en la CEI.
Cuando Casey se hubo marchado, se abrió una puerta lateral y entró Richman.
—¡Eres un maldito idiota! —prorrumpió Marder—. Esta tarde casi le hacen daño en el edificio 64. ¿Dónde demonios estabas?
—Bueno, estaba…
—Métete esto en la cabeza —dijo Marder—. No quiero que le pase
nada
a Singleton, ¿entendido? La necesitamos sana y salva. No podrá hacer su trabajo desde la cama de un hospital.
—Entendido, John.
—Mejor así, muchacho. No te apartes de su lado ni un instante hasta que terminemos con este asunto.
Casey regresó a las oficinas de la cuarta planta. Norma seguía sentada a su mesa, con un cigarrillo suspendido entre los labios.
—Te espera otra pila de faxes en tu escritorio.
—Vale.
—Richman ya se ha marchado.
—Bien.
—Parecía impaciente por largarse. Pero he hablado con Evelyn, de Contabilidad.
—¿Y?
—Los viajes de Richman en marketing se cargaron a la cuenta de «servicios a clientes», en la oficina de proyectos. Es un fondo fantasma que usan para sobornos. Y el crío se pulió una fortuna.
—¿Cuánto?
—Agárrate. Doscientos ochenta y cuatro mil dólares.
—¡Guau! —exclamó Casey—. ¿En tres meses?
—Exactamente.
—Eso da para muchas visitas a las estaciones de esquí —dijo Casey—. ¿Cómo se justificaron las facturas?
—Esparcimiento. Sin especificar el nombre del cliente.
—¿Y quién aprobó los gastos?
—Es una cuenta de producción —respondió Norma—, y eso significa que la controla Marder.
—¿Marder aprobó semejantes gastos?
—Eso parece. Evelyn lo comprobará. Sabré algo más dentro de un rato. —Norma hojeó los papeles que estaban sobre su mesa—. No hay mucho más… La FAA se retrasará con la transcripción del registrador de voces de cabina. Hay varias conversaciones en chino, y sus traductores no acaban de enterarse del contenido. La compañía está haciendo su propia traducción, así que…
Casey suspiró.
—Vaya novedad —dijo.
En incidentes como aquél, la grabación de las voces de la tripulación de la cabina de mando se enviaba a la FAA, que hacía una transcripción escrita de la conversación, puesto que las voces de los pilotos eran propiedad de la compañía correspondiente. Pero cuando se trataba de vuelos extranjeros, las discrepancias en la traducción eran inevitables. Siempre pasaba lo mismo.
—¿Ha llamado Allison?
—No, cariño. La única llamada personal que has tenido era de Teddy Rawley.
Casey suspiró.
—Entonces no tengo por qué preocuparme.
—Eso iba a aconsejarte —apostilló Norma.
Una vez en su despacho, Casey hojeó los documentos que había sobre su escritorio. Casi todos estaban relacionados con el vuelo 545 de TransPacific, y la primera página resumía los documentos siguientes:
FORMULARIO DE LA FAA 8020-9, NOTA PRELIMINAR DE ACCIDENTE/INCIDENTE
FORMULARIO DE LA FAA 8020-6, INFORME DE ACCIDENTE DE AERONAVE
FORMULARIO DE LA FAA 8020-6-1, INFORME DE ACCIDENTE DE AERONAVE (CONTINUACIÓN)
FORMULARIO DE LA FAA 7230-10, REGISTRO DE POSICIÓN
HONOLULU, ARINC
LOS ÁNGELES, ARTCC
CALIFORNIA SUR ATAC
REGISTRO DE TRANSMISIONES
CALIFORNIA SUR ATAC
FORMULARIO DE LA FAA 7230-4, REGISTRO DIARIO DE OPERACIONES
LOS ÁNGELES ARTCC
CALIFORNIA SUR ATAC
FORMULARIO DE LA FAA 7230-8, LISTA DE PROGRESO DE VUELO
LOS ÁNGELES ARTCC
CALIFORNIA SUR ATAC
PLAN DE VUELO, ICAO
Casey vio una docena de páginas de rutas de vuelo, transcripciones de grabaciones de la torre de control y más informes meteorológicos. A continuación había documentos de la Norton, incluyendo datos de registros de averías. De momento, eran los únicos datos concretos con que trabajar.
Decidió llevárselos. Estaba cansada; podía examinarlos en casa.
Se incorporó súbitamente en la cama, se volvió y apoyó los pies en el suelo.
—Escucha, nena —dijo él sin mirarla. Casey admiró los músculos de su espalda. La prominencia de la columna. Las líneas firmes de sus hombros—. Ha estado genial. Me encanta estar contigo.
—Ajá —respondió ella.
—Pero, ya sabes, mañana tendremos un día de locos.
Casey habría preferido que se quedara. La verdad era que se sentía a gusto durmiendo con él. Pero sabía que se marcharía. Siempre se iba.
—Lo entiendo. Está bien, Teddy.
El hombre se volvió y le dedicó una sonrisa encantadora y ladina.
—Eres única, Casey.
Se inclinó y le dio un largo beso. Ella sabía que era el premio por no rogarle que se quedara. Le devolvió el beso, aspirando un ligero aroma a cerveza. Le pasó una mano por el cuello, acariciando el vello suave.
Casi de inmediato, Teddy volvió a girarse.
—Bueno. Detesto tener que irme corriendo.
—Claro.
—A propósito, he oído decir que hoy has hecho una excursión por la planta. En el intervalo entre los turnos…
—Sí.
—No deberías hacer enfadar a ciertas personas.
—Lo sé.
Le sonrió.
—Sé que lo sabes. —La besó en la mejilla y luego se inclinó a recoger sus calcetines—. Creo que debería irme…