—Lo entiendo —dijo Rogers—. Gracias. Pero el director del periódico querrá información sobre los accidentes de hoy en la fábrica. Así que dime, ¿estás convencida de que los rumores sobre la cesión del ala a China son infundados?
—¿Ahora hablamos oficialmente otra vez? —preguntó ella.
—Sí.
—Pues no soy la persona indicada para responder a esa pregunta. Tendrás que hablar con Edgarton.
—Lo he llamado —dijo Rogers—, pero en su oficina me han dicho que está fuera de la ciudad. ¿Adónde ha ido? ¿A Pekín?
—No puedo decírtelo.
—¿Y qué hay de Marder?
—¿Qué pasa con él?
Rogers se encogió de hombros.
—Todo el mundo sabe que Marder y Edgarton se detestan mutuamente. Marder esperaba que lo nombraran presidente, pero el consejo le dio la espalda. Por otra parte, a Edgarton le han hecho contrato por un año, así que sólo tiene doce meses para demostrar lo que vale. Y he oído que Marder está haciendo todo lo posible para que fracase.
—Yo no sé nada. —Naturalmente, Casey había oído rumores. No era ningún secreto que Marder estaba furioso y decepcionado por el nombramiento de Edgarton. Pero lo que pudiera hacer al respecto era una historia aparte. La mujer de Marder controlaba el once por ciento de las acciones de la compañía. Con las conexiones de Marder, era probable que consiguiera reunir un cinco por ciento más. Pero el dieciséis por ciento no bastaba para tomar el control, sobre todo porque Edgarton contaba con el apoyo del consejo directivo.
De modo que en la fábrica casi todos pensaban que a Marder no le quedaba más remedio que aceptar el mando de Edgarton, al menos por el momento. Por mucho que le molestara, no podía hacer otra cosa. La compañía tenía problemas de liquidez. Ya estaban fabricando aviones sin compradores. Y si querían fabricar una nueva generación de aeronaves, necesitaban miles de millones de dólares para sobrevivir.
Por lo tanto, la situación estaba clara. La compañía necesitaba la venta a China, y todos los que trabajaban allí también. Marder incluido.
—¿No has oído decir que Marder está poniéndole cortapisas a Edgarton? —preguntó Rogers.
—Sin comentarios —respondió Casey—. Pero, extraoficialmente, eso sería absurdo. Todo el mundo en la compañía quiere que la venta se concrete, Jack. Incluido Marder. Ahora mismo Marder está presionándonos para que resolvamos el misterio del 545 a fin de que la operación se concrete.
—¿Crees que la rivalidad entre esos dos directivos podría perjudicar la imagen de la compañía?
—No sé de qué me hablas.
—De acuerdo —dijo Rogers finalmente, cerrando el cuaderno—. Si descubrís algo sobre el vuelo 545, llámame, ¿de acuerdo?
—Así lo haré, Jack.
—Gracias, Casey.
Mientras se alejaba de Rogers, Casey cayó en la cuenta de que la entrevista la había dejado agotada. En la actualidad, hablar con un periodista era como jugar una decisiva partida de ajedrez: una tenía que pensar con antelación, imaginar todas las maneras en que el reportero podía tergiversar una declaración. Se respiraba un clima inevitablemente hostil.
No siempre había sido así. Hubo una época en que los periodistas querían información y sus preguntas iban dirigidas a un hecho concreto. Deseaban formarse una idea precisa de una situación determinada, y se esforzaban para ver las cosas desde el punto de vista del entrevistado, para comprender de qué hablaba. Era posible que al final no estuvieran de acuerdo con uno, pero se enorgullecían de su capacidad para expresar la opinión ajena con exactitud antes de rebatirla. El tono de la entrevista no era muy personal, porque se concentraban en el hecho que querían entender.
Pero ahora los periodistas tenían muy claro qué querían decir antes de empezar a investigar; veían su trabajo como una forma de demostrar lo que ya sabían. No buscaban información, sino pruebas de villanía. Por eso se mostraban escépticos ante el punto de vista del entrevistado, atribuyéndole una intención evasiva. Partían de la base de que todo el mundo era culpable a menos que se demostrara lo contrario, y trabajaban en una atmósfera de suspicacia y mal disimulada hostilidad. Abordaban su tarea de una forma muy personal: querían pisotear al entrevistado, pescarlo en el más mínimo fallo, sacar provecho de una declaración absurda o sencillamente de una frase que, fuera de contexto, lo dejara a uno como un idiota o un insensible.
Precisamente porque el enfoque de trabajo era tan personal, los periodistas pedían insistentemente la opinión del entrevistado. ¿Cree que este asunto puede traer cola? ¿Le parece que la compañía sufrirá las consecuencias? Esas especulaciones tenían sin cuidado a los reporteros de generaciones anteriores, que se concentraban en los hechos. El periodismo moderno era extremadamente subjetivo, «interpretativo», y las especulaciones eran su savia vital. Pero Casey las encontraba agotadoras.
Y eso que Jack Rogers es uno de los mejores, pensó. En general, los reporteros gráficos eran mejores. Pero con los de la televisión había que andar con pies de plomo. Ellos sí eran peligrosos.
Mientras cruzaba el complejo, buscó el teléfono móvil en el bolso y llamó a Marder. Su secretaria, Eileen, le dijo que estaba en una reunión.
—Acabo de hablar con Jack Rogers —advirtió Casey—. Creo que va a escribir un artículo sobre las supuestas intenciones de la compañía de enviar el ala a China y sobre conflictos entre directivos.
—Vaya —dijo Eileen—. Malas noticias.
—Sería conveniente que Edgarton hablara con él y lo tranquilizara.
—Edgarton no se encarga de la prensa —respondió Eileen—. Pero John volverá a eso de las seis. ¿Quieres hablar con él?
—Sí; será mejor que hablemos.
—Tomo nota —dijo Eileen.
Parecía un basurero de la aviación: un caótico paisaje de viejos fuselajes, colas y partes del ala desperdigados sobre andamios oxidados. Pero el aire vibraba con el monótono rumor de los compresores y pesados caños se comunicaban con las piezas del aeroplano, como los tubos intravenosos que se conectan a los pacientes en los hospitales. Era un test de prueba, conocido también como «Retuércete y Grita», el dominio del infame Amos Peter.
Casey lo vio a la derecha, un individuo en mangas de camisa y pantalones anchos, inclinado sobre un contador, debajo de la sección posterior del fuselaje del N-22.
—Amos —llamó Casey agitando la mano mientras iba a su encuentro.
El aludido se volvió y la miró.
—Fuera de aquí.
Amos era una leyenda en la Norton. Solitario y terco, tenía casi setenta años, muchos más de los necesarios para jubilarse, pero seguía trabajando para la compañía porque su presencia allí era vital. Estaba especializado en el misterioso campo de los márgenes de tolerancia o pruebas de fatiga. Y las pruebas de fatiga tenían una importancia mucho mayor en la actualidad que hacía diez años.
Desde la liberalización de las tarifas, las compañías aéreas seguían utilizando los mismos aviones mucho más tiempo del previsto. Tres mil reactores comerciales de la flota nacional tenían más de veinte años de antigüedad. Y este número se duplicaría en cinco años. Nadie sabía qué pasaría con esos aviones cuando envejecieran.
Nadie, salvo Amos.
El Consejo Nacional de Seguridad en el Transporte había consultado a Amos en 1988, después del famoso accidente del 737 de Aloha. Ésta era una compañía aérea hawaiana que cubría los trayectos entre las islas. Uno de sus aviones volaba a veinticuatro mil pies de altura cuando se desprendieron casi seis metros de revestimiento del fuselaje, desde la puerta de la cabina de pasajeros al ala. La cabina sufrió una descompresión y una azafata murió, succionada por el vacío. A pesar de la explosiva pérdida de vacío, el avión consiguió aterrizar en Maui, donde lo retiraron de la circulación.
Se inspeccionó el resto de la flota de Aloha, buscando señales de corrosión y desgaste. Otros dos 737 se retiraron del servicio, y un tercero estuvo meses en reparación. Los tres tenían grietas en el revestimiento y otros signos de corrosión. Cuando la FAA dictó una directiva de aeronavegabilidad exigiendo que se inspeccionara el resto de la flota de 737, se encontraron grietas importantes en cuarenta y nueve aviones de dieciocho compañías distintas.
Los observadores de la industria estaban perplejos, pues se suponía que Boeing, Aloha y la FAA llevaban un riguroso control de la flota. Las grietas por corrosión habían planteado problemas en un primer estadio de producción de los 737, y Boeing había advertido a Aloha que el clima húmedo y salobre de Hawai era un entorno propicio para la corrosión.
Tras la investigación, se barajaron múltiples causas posibles para el accidente. Resultó que Aloha, que realizaba trayectos cortos entre las islas, estaba acumulando ciclos de aterrizaje y despegue a un ritmo demasiado rápido para cumplir con el programa de mantenimiento previsto. La fatiga, combinada con la corrosión del aire de mar, produjo una serie de pequeñas grietas en el revestimiento del avión. Éstas pasaron inadvertidas para Aloha, debido a la escasez de operarios cualificados. La FAA, sobrecargada de trabajo y falta de personal, tampoco detectó las grietas. El principal inspector de mantenimiento de la FAA en Honolulu supervisaba nueve compañías aéreas comerciales y siete puestos de reparación en el Pacífico, desde China, hasta Singapur y las Filipinas. Finalmente, en uno de los vuelos las grietas se extendieron y la estructura se desmontó.
Después del incidente, Aloha, Boeing y la FAA se enzarzaron en una batalla de fuegos cruzados. La responsabilidad de no haber detectado los daños en la flota de Aloha se atribuyó alternativamente a errores de gestión, mal mantenimiento, falta de inspecciones de la FAA y deficiente servicio técnico. Las distintas instituciones se acusaron mutuamente durante años.
Pero el incidente de Aloha también llamó la atención de la industria sobre el problema del envejecimiento de las aeronaves e hizo famoso a Amos dentro de la compañía Norton. Amos convenció a la dirección de que comprara aviones viejos y convirtiera las alas y el fuselaje en aparatos de prueba. Día tras día sus aparatos ejercían repetidas presiones sobre los aviones viejos, simulando despegues y aterrizajes, vientos cruzados y turbulencias para que Amos pudiera estudiar cómo y dónde se agrietaban.
—Amos —dijo la mujer al acercarse—. Soy yo, Casey Singleton.
Él parpadeó con un gesto de miope.
—Ah, Casey. No te había conocido. —Entornó los ojos—. El oftalmólogo me ha cambiado las gafas… ¿Cómo estás? —Hizo una seña indicándole que lo siguiera y echó a andar hacia un pequeño edificio situado a pocos metros de distancia.
En la Norton, nadie entendía cómo era posible que Casey se llevara tan bien con Amos. Eran vecinos, él vivía solo con su perro faldero, y ella lo invitaba a cenar una vez al mes. A cambio, Amos la entretenía contándole historias de los accidentes aéreos que había investigado, desde los primeros accidentes de los Comets, en los años cincuenta. Amos era una enciclopedia andante en materia de aviones. Casey había aprendido muchísimo de él y lo tenía como una especie de tutor.
—¿No te vi la otra mañana?
—Sí. Estaba con mi hija.
—Eso pensé. ¿Te apetece un café?
Abrió la puerta de algo parecido a un cobertizo, y Casey aspiró un penetrante olor a quemado. El café de Amos era invariablemente horrible.
—Me encantaría, Amos —dijo. Él le sirvió una taza.
—Espero que no te importe tomarlo solo. Me he quedado sin leche en polvo.
—Solo está bien, Amos. —Hacía años que Casey no le añadía leche al café.
Amos se sirvió café en una taza manchada y señaló una silla desvencijada frente a su escritorio. La mesa estaba atestada de informes:
Simposio internacional de la FAA/NASA sobre integridad estructural
;
Durabilidad de los aeroplanos y tolerancia a los daños
;
Técnicas de inspección termográfica
;
Control de corrosión y tecnología de estructuras
.
Amos puso los pies sobre el escritorio y abrió una brecha entre los papeles para ver a Casey.
—Te juro, Casey, que es una lata trabajar con esos chismes viejos. A ver cuándo nos llega otro T2.
—¿T2? —preguntó ella.
—Claro, tú no lo entiendes —dijo Amos—. Llevas cinco años aquí y en todo ese tiempo no hemos lanzado ningún modelo nuevo. Cuando se fabrica un avión nuevo, al primero de la línea se le llama T1. Artículo de test 1. Se lo somete al test de estática, es decir, lo ponemos en el banco de prueba y lo hacemos añicos. Todo para descubrir cuáles son sus puntos débiles. El segundo avión de la línea es el T2. Se usa para la prueba de fatiga: un problema más complejo. Con el tiempo, el metal pierde la resistencia a la tensión, se vuelve frágil. De modo que ponemos el T2 en el banco y aceleramos la comprobación de la fatiga. Día tras día, año tras año, simulamos despegues y aterrizajes. La política de la Norton es someter al aparato a pruebas de fatiga durante el doble de tiempo de duración previsto. Si los ingenieros diseñan un avión para que dure veinte años, o sea, unas cincuenta mil horas y veinte mil ciclos de vuelo, nosotros lo sometemos al doble de esfuerzo antes de entregárselo al cliente. De ese modo sabemos con certeza que los aviones resistirán. ¿Qué tal el café?
Casey bebió un sorbo y reprimió un respingo. Amos seguía echando agua sobre la misma borra durante todo el día. Así conseguía el inconfundible sabor de su café.
—Bien, Amos.
—Si quieres otro, tengo más. En fin, la cuestión es que la mayoría de los fabricantes someten sus productos a pruebas para determinar el desgaste durante el doble de tiempo de su vida útil. Nosotros cuadruplicamos ese período. Por eso siempre decimos que mientras las demás compañías hacen donuts, la Norton hace cruasanes.
—Y John Marder siempre añade: «Por eso las demás compañías hacen dinero, y nosotros no» —apostilló Casey.
—Marder —dijo Amos con un gruñido despectivo—. Para él lo único que cuenta es el dinero, los beneficios. En los viejos tiempos, la dirección nos decía: «Haced el mejor avión que podáis». Ahora nos dicen: «Haced el mejor avión que podáis por tal precio». Las instrucciones han cambiado, ¿me entiendes? —Sorbió ruidosamente su café—. ¿Y qué te trae por aquí, Casey? ¿El 545?
Ella asintió.
—Creo que no podré ayudarte —anticipó él.