—¡Un momento! ¡Un momento! —gritó Kenny Burne—. ¿Ha dicho que un avión Norton ha explotado? Lo que ha explotado era la mierda de motor que le pusieron a ese Sunstar. —Señaló la imagen de la pantalla—. Eso es, para ser exactos, un desprendimiento de rotor, y los fragmentos del alabe han atravesado el capó,
¡que es precisamente lo que les avisé que pasaría!
—¿Se lo dijiste? —preguntó Casey.
—Claro —dijo Kenny—. Yo lo sé todo sobre esto. El año pasado Sunstar compró seis motores a AeroCivicas. Yo actué como consejero en representación de la Norton. Inspeccioné los motores con el baroscopio y encontré un montón de daños: grietas en las muescas de los álabes y fisuras en las aletas. Les dije a los de Sunstar que los rechazaran. —Kenny sacudió las manos—. Pero, ¿cómo iban a dejar pasar una ganga? —dijo—. Lo que hicieron fue repararlos. Mientras los desarmábamos, encontramos corrosión, así que seguro que el certificado de revisión en el extranjero era falso. Volví a advertirles que esos motores estaban para tirarlos a la basura. Pero Sunstar los compró y los instaló en sus aviones. Así que ahora, menuda sorpresa, el puñetero rotor se desprende o se rompe, los fragmentos atraviesan el ala, y el líquido hidráulico, no inflamable, suelta
humo
. No hay llamas porque ese líquido no puede arder. ¿Y resulta que todo es
culpa nuestra
?
Se dio media vuelta y volvió a mirar la pantalla.
«… dando un susto de muerte a los doscientos setenta pasajeros que se encontraban a bordo. Afortunadamente no se han producido heridos…»
—Exacto —dijo Burne—. Si no hay penetración en el fuselaje, señora mía, nadie sale herido. El ala lo ha absorbido… ¡nuestra ala!
«… y esperamos poder hablar de esta aterradora tragedia con los directivos de la compañía aérea. Más información en unos minutos. Ahora devolvemos la conexión a nuestros estudios, Ed».
La imagen mostró el estudio del noticiario, donde un delgado comentarista dijo: «Gracias, Alicia, por este informe de última hora sobre la aterradora explosión que ha tenido lugar en el aeropuerto de Miami. Les ofreceremos más información al respecto en cuanto dispongamos de nuevos datos. Ahora continuamos con nuestra programación habitual».
Casey suspiró, aliviada.
—¡No puedo creer este montón de mierda! —exclamó Kenny Burke. Se volvió y abandonó precipitadamente la habitación, dando un portazo al salir.
—¿Qué pasa? —preguntó Richman.
—Creo que esta vez Kenny tiene toda la razón para ponerse así —respondió Casey—. Para que lo entiendas, nosotros construimos aeronaves. No fabricamos motores, ni los reparamos. No tenemos nada que ver con los motores.
—¿Nada? No entiendo cómo…
—Los motores los suministran otras compañías: General Electric, Pratt & Whitney, Rolls-Royce. Pero los periodistas son incapaces de entender la diferencia.
Richman la miró con cara de escepticismo.
—Parece una sutileza…
—En absoluto. Si se va la luz, ¿llamas a la compañía del gas? Si tienes un reventón en un neumático, ¿culpas al fabricante del coche?
—Claro que no —admitió Richman—. Pero éste es vuestro avión, con motores y todo.
—No —insistió Casey—. Nosotros construimos el avión y luego instalamos los motores de la marca elegida por el cliente. Igual que tú puedes poner cualquier marca de neumáticos en tu coche. Pero si Michelin saca una partida de neumáticos malos, y revientan, la culpa no es de Ford. Si descuidas los neumáticos de tu coche, permitiendo que se desgasten, y tienes un accidente, no podrás culpar a Ford. Pues es exactamente igual con nosotros.
Richman no parecía muy convencido.
—Lo único que podemos hacer —prosiguió Casey— es certificar que nuestros aviones pueden volar sin riesgos con los motores que instalamos. Pero no podemos obligar a las líneas aéreas a mantener esos motores en condiciones durante toda la vida útil de la aeronave. No es nuestra función… Y es fundamental comprender eso para entender lo que acaba de pasar. El periodista ha tergiversado la noticia.
—¿Por qué?
—En ese avión ha fallado un rotor —dijo Casey—. Los álabes del fan se han desprendido del disco del rotor y la carcasa que cubre el motor no ha podido retener los fragmentos. El motor ha explotado porque no se tomaron las medidas oportunas de mantenimiento. No debería haber pasado. Pero nuestro avión ha impedido la entrada de fragmentos en el interior, protegiendo a los pasajeros que estaban a bordo. De modo que la verdadera noticia es que la aeronave Norton está tan bien construida que ha protegido a doscientos setenta pasajeros de un mal motor. En realidad, somos unos héroes. Pero mañana las acciones de la Norton caerán. Y puede que algunos pasajeros tengan miedo de volar en aeronaves Norton. ¿Te parece una consecuencia lógica de lo que realmente ha ocurrido? No. Pero es la consecuencia lógica de la forma en que se ha transmitido la noticia. Para los que trabajamos aquí, es una situación frustrante.
—Bueno —dijo Richman—. Por lo menos no han mencionado a TransPacific.
Casey hizo un gesto afirmativo. Ésa era su principal preocupación, la razón por la que había echado a correr en el aparcamiento en busca de un televisor. Quería saber si en las noticias se hacía algún comentario relacionando la explosión del motor con el incidente del día anterior en el avión de TPA. No habían dicho nada. Pero tarde o temprano, lo harían.
—Empezaremos a recibir llamadas —dijo Casey—. Ya han levantado la liebre.
Había una docena de guardias de seguridad en la puerta del hangar 5, donde se inspeccionaba el reactor de TransPacific. Pero éste era el procedimiento habitual siempre que los equipos del Servicio de Recuperación y Mantenimiento entraban en la planta. Había equipos semejantes en todo el mundo, y se encargaban de revisar y reparar los aviones con problemas. Tenían autorización de la FAA para repararlos en la propia fábrica. Pero puesto que los miembros eran escogidos por su eficacia más que por su antigüedad no eran miembros del sindicato, y a menudo había fricciones cuando visitaban la fábrica.
Dentro del hangar, el avión de fuselaje ancho de TransPacific resplandecía bajo los faros halógenos, semioculto detrás de andamios rodantes con estructura de rejilla. Los técnicos pululaban alrededor del avión. Casey vio a Kenny Burne, que trabajaba en los motores y maldecía la plantilla del grupo motor. Habían extendido las dos camisas de los inversores de empuje que salían de la góndola y hacían pruebas de conductividad en las cubiertas metálicas de forma curva.
Ron Smith y el equipo de electricidad estaban subidos a una plataforma elevada, junto al cilindro central del avión. Más arriba, por la ventanilla de la cabina de mando, Casey vio a Van Trung, que inspeccionaba la aviónica con su equipo.
Y Doherty estaba en el ala, dirigiendo al equipo de estructuras. Sus hombres habían retirado con una grúa una pieza de aluminio de dos metros y medio de ancho, uno de los
slats
.
—Empiezan por las piezas más grandes —explicó Casey a Richman.
—Cualquiera diría que están desmontando el avión —observó Richman.
—Y eso equivale a destruir las pruebas del delito —exclamó una voz a su espalda.
Casey se volvió. Era Ted Rawley, uno de los pilotos de las pruebas de vuelo. Llevaba botas y camisa de vaquero y gafas oscuras. Como la mayoría de los pilotos de pruebas, Ted cultivaba una imagen de aventurero.
—Éste es nuestro mejor piloto de pruebas —lo presentó Casey—. Lo llaman el Rompelotodo.
—¡Eh! —protestó el aludido—. Que todavía no he hecho ningún destrozo. De todos modos, mejor ese mote que Casey y los Siete Enanitos.
—¿Así la llaman a ella? —preguntó Richman, súbitamente interesado.
—Sí, Casey y sus enanos. —Rawley señaló a los técnicos con un ademán vago—. Los pequeñines.
Jei, Jou, Jei, Jou
. —Se volvió de espaldas al avión y dio una palmada en el hombro a Casey—. ¿Qué tal estás, nena? El otro día te llamé.
—Lo sé —dijo ella—. He estado muy ocupada.
—Me lo imagino —respondió Teddy—. Seguro que Marder le ha ajustado las clavijas a todo el mundo. ¿Qué han encontrado los técnicos? Espera, deja que lo adivine. No han encontrado nada, ¿verdad? Su maravilloso avión está en perfectas condiciones. En consecuencia, se trata de un error del piloto. ¿He acertado?
Casey no respondió. Richman parecía incómodo.
—Venga —prosiguió Teddy—. No hay nada de qué avergonzarse. Ya he oído esta historia antes. Afrontémoslo; todos los técnicos tienen el carnet del Club de Sodomitas de Pilotos. Por eso diseñan los aviones para que funcionen casi automáticamente. Detestan la idea de que alguien pueda pilotarlos. Poner un cuerpo caliente en el asiento es una auténtica irreverencia. Los saca de sus casillas. Y, naturalmente, si pasa algo malo, es por culpa del piloto. Tiene que ser culpa del piloto, ¿me equivoco?
—Vamos, Teddy —replicó Casey—. Ya conoces las estadísticas. La gran mayoría de los accidentes son causados por…
En ese momento, Doug Doherty, acuclillado en el ala encima de ellos, se inclinó y dijo con tono apesadumbrado:
—Eh, Casey. Malas noticias. Será mejor que veas esto.
—¿Qué pasa?
—Estoy casi seguro de que sé lo que pasó en el vuelo 545.
Casey subió al andamio y se dirigió al ala. Doherty estaba inclinado sobre el borde de ataque. Habían retirado los
slats
, dejando al descubierto el interior de la estructura del ala.
Casey se agachó junto a Doherty y echó un vistazo.
El sitio de los
slats
estaba marcado por una serie de pistas de accionamiento, pequeños carriles espaciados a un metro de distancia sobre los cuales se deslizaban las aletas, impulsadas por pistones hidráulicos. En el extremo anterior del carril había una espiga basculante que permitía a los
slats
inclinarse hacia abajo. Al fondo del compartimiento, Casey vio los émbolos que empujaban los
slats
por los raíles. Sin los
slats
, los émbolos eran sencillamente brazos metálicos extendidos en el aire. Como siempre que veía las entrañas de una aeronave, Casey se maravilló de su complejidad.
—¿Qué tengo que ver? —preguntó.
—Esto —dijo Doug, inclinándose sobre uno de los brazos extendidos y señalando una pequeña pestaña en el fondo, curvada como un gancho. La pieza no era mucho más grande que el pulgar de Casey.
—¿Sí?
Doherty extendió el brazo y empujó la pestaña hacia adentro, pero la pieza volvió a salir de inmediato.
—Éste es el pasador de blocaje de los
slats
—explicó Doug—. Funciona mediante un resorte que a su vez es impulsado por un solenoide que se encuentra en el fondo. Cuando los
slats
se repliegan, el pasador se cierra y los fija en su sitio.
—¿Y?
—Míralo —dijo Doherty sacudiendo la cabeza—. Está doblado.
Casey frunció el entrecejo. Si estaba doblado, ella no lo notaba. Lo veía recto.
—Doug…
—No. Mira. —Puso una regla metálica contra el pasador, demostrándole que el metal estaba inclinado unos pocos milímetros hacia la izquierda—. Y eso no es todo. Mira la superficie de la bisagra. Está gastada. ¿Lo ves?
Le pasó una lupa. A tres metros del suelo, Casey se inclinó sobre el borde de ataque y examinó la pieza. Era verdad; estaba gastada. Vio una superficie irregular sobre el gancho de blocaje. Pero parecía lógico que hubiera cierto grado de desgaste en el punto donde el pestillo de metal sujetaba las aletas.
—¿De veras te parece importante, Doug? —preguntó.
—Sí —contestó él con tono fúnebre—. Aquí hay por lo menos dos o tres milímetros de desgaste.
—¿Cuántos pasadores sujetan el
slat
?
—Sólo uno.
—¿Y si no funciona bien?
—Los
slats
pueden desplegarse en vuelo. No necesariamente se extenderían del todo. Recuerda que se trata de superficies de control de baja velocidad. A velocidad de crucero, el efecto se magnifica: una pequeña extensión modificaría la aerodinámica.
Casey frunció el entrecejo, examinando con atención la pequeña pieza a través de la lupa.
—Pero, ¿por qué iba a abrirse de repente el pasador después de recorrer dos tercios del trayecto?
Doug sacudió la cabeza.
—Mira los demás pasadores —dijo, señalando la parte inferior del ala—. No hay desgaste en la superficie de fricción.
—¿Sugieres que han renovado los demás y éste no?
—No. Creo que los demás son las piezas originales. La que han cambiado es precisamente ésta. ¿Ves el sello de las piezas en la base?
Casey vio una pequeña figura grabada, una «H» dentro de un triángulo con una serie de números. Todos los fabricantes de piezas sellaban sus productos con símbolos parecidos.
—Sí…
—Ahora mira este pasador. ¿Ves la diferencia? En esta pieza, el triángulo está invertido. Es una pieza falsa, Casey.
La falsificación de piezas era quizá el mayor problema que debían afrontar los fabricantes de aeronaves en los albores del siglo XXI. La prensa hablaba mucho de la falsificación de artículos de consumo general, como relojes, discos compactos, programas informáticos. Pero lo cierto era que ese negocio florecía en todos los campos, incluida la manufactura de piezas de coches y aviones. En estos casos, la falsificación adquiría un cariz distinto y peligroso. A diferencia de un Cartier falso, una pieza de avión falsa podía causar muertes.
—De acuerdo —dijo Casey—. Comprobaré el registro de mantenimiento y averiguaré de dónde ha salido.
La FAA obligaba a las compañías aéreas comerciales a llevar un registro de mantenimiento extraordinariamente detallado. Cada vez que se cambiaba una pieza, se apuntaba en el registro.
Además, los fabricantes, aunque no estuvieran obligados a ello, dejaban constancia en un libro de todas las piezas originales del avión y sus fabricantes. Todo este papeleo permitía rastrear cada una de los millones de piezas de un avión hasta sus orígenes. Así podía averiguarse, por ejemplo, si una pieza había pasado de una aeronave a otra. O si había sido extraída para su reparación. Cada parte del avión tenía su propia historia. En muy poco tiempo podían averiguar de dónde procedía una pieza, quién la había instalado y cuándo.
Casey señaló el pasador de blocaje del ala.
—¿Lo has fotografiado?
—Claro. Ya tenemos la prueba.