Al principio, Jennifer no dijo nada. Se limitó a agradecer al periodista que hubiera acudido a la cita y lo hizo situarse delante de la valla de cadenas, con la fábrica Norton a su espalda. Repasó la lista de preguntas con él, y Rogers, excitado, ansioso por complacerla, respondió con brevedad y nerviosismo.
—¡Vaya, qué calor! —se quejó Jennifer. Se volvió hacia el cámara—. ¿Qué tal vas, George?
—Estoy casi listo.
Giró otra vez hacia Rogers. El encargado de sonido desabrochó la camisa de Rogers y enganchó el micrófono en el cuello. Mientras continuaban los preparativos, Rogers empezó a sudar. Jennifer llamó a la maquilladora para que le diera unos retoques. Rogers pareció aliviado. Luego, con la excusa del calor, Jennifer lo convenció de que se quitara la americana y se la pusiera sobre el hombro. Dijo que le daría aspecto de periodista en plena faena. Rogers accedió de buena gana. Luego le sugirió que se aflojara la corbata, y él obedeció.
Jennifer se acercó otra vez al cámara y preguntó:
—¿Qué tal?
—Está mejor sin la chaqueta, pero esa corbata es una pesadilla.
Jennifer regresó junto a Rogers y le sonrió.
—Todo va de perlas —dijo—. Pero me pregunto si no le importaría quitarse la corbata y arremangarse la camisa.
—No, nunca haría una cosa así —respondió Rogers—. Yo nunca me arremango la camisa.
—Le daría una imagen fuerte, pero informal. Ya sabe, con la camisa arremangada, preparado para la lucha. El periodista agresivo. Ésa es la idea.
—Nunca me arremango la camisa.
Jennifer frunció el entrecejo.
—¿Nunca?
—No. Nunca.
—Bueno, sólo se trata de dar una imagen. Saldría mejor en pantalla. Más vigoroso, más convincente.
—Lo lamento, pero no.
¿Qué pasa?, pensó Jennifer. La gente hacía prácticamente cualquier cosa con tal de aparecer en
Newsline
. Si ella se lo pedía, eran capaces de someterse a la entrevista en ropa interior. Y allí estaba aquel maldito reportero gráfico dándoselas de estrella. ¿Cuánto ganaba aquel tipo? ¿Treinta de los grandes al año? Menos de lo que ella gastaba en dietas.
—Verá… no puedo —se excusó Rogers—. Tengo psoriasis.
—Ningún problema. ¡Maquillaje!
De pie, con la chaqueta colgada al hombro, la camisa arremangada y sin corbata, Jack Rogers respondió a sus preguntas. Divagaba, hablando treinta o cuarenta segundos por vez. Si Jennifer repetía una pregunta, con la esperanza de obtener una respuesta más breve, él comenzaba a sudar y se explayaba todavía más.
Tenían que cortar a cada rato para retocarle el maquillaje. Jennifer le aseguraba una y otra vez que todo estaba saliendo a pedir de boca, estupendamente, que le estaba proporcionando una información valiosísima.
Y era verdad, pero no sabía resumirla. No parecía comprender que tendrían que montar el reportaje, que una toma media duraría menos de tres segundos, y que cortarían cada frase, o un fragmento de la frase, para intercalar otra cosa. Rogers tenía buena voluntad, procuraba ser complaciente, pero la estaba sepultando bajo una montaña de detalles que Jennifer no podría usar y ofreciéndole una información general que no le interesaba en lo más mínimo.
Finalmente, comenzó a pensar que no podría aprovechar nada de la entrevista, que estaba perdiendo el tiempo con aquel tipo. Así que puso en práctica el procedimiento habitual en tales casos.
—Todo eso está muy bien —dijo—. Ahora estamos llegando al final de la entrevista. Para terminar, necesitamos algo contundente. —Cerró un puño para ilustrar sus palabras—. De modo que le haré una serie de preguntas, y usted tendrá que contestarlas con una frase breve y firme.
—De acuerdo —respondió Rogers.
—Señor Rogers, ¿cree que los incidentes del N-22 podrían costarle a la Norton la venta a China?
—Teniendo en cuenta que los incidentes se han producido con una frecuencia…
—Perdón —lo interrumpió ella—. Necesito una respuesta concisa. ¿Cree que los incidentes del N-22 podrían costarle a la Norton la venta a China?
—Sí, es muy probable.
—Perdón, Jack —repitió Jennifer—. Necesito una frase entera, como: «Es muy probable que la Norton no pueda concretar la venta a China debido a los incidentes del N-22».
—Ah, bien —dijo Rogers, y tragó saliva.
—¿Cree que los incidentes del N-22 podrían costarle a la Norton la venta a China?
—Sí, me temo que es muy probable que los incidentes no permitan concretar la venta.
Dios santo, pensó Jennifer.
—Jack, necesito que mencione a la Norton en la frase. De lo contrario, no sabremos a qué se refiere.
—Ah.
—Adelante.
—Los incidentes del N-22 podrían costarle a la Norton la venta a China.
Jennifer suspiró. Era una frase seca, sin emoción. El tipo podría estar hablando de su factura telefónica. Pero se le acababa el tiempo.
—Excelente —dijo—. Muy bien, continuemos. Dígame: ¿Tiene dificultades la Norton?
—Desde luego —respondió Rogers, asintiendo con la cabeza. Jennifer suspiró.
—Jack.
—Oh, lo lamento. —Rogers respiró hondo y dijo—: En mi opinión…
—Un momento, apoye el peso del cuerpo sobre el pie que tiene delante. De ese modo se inclinará hacia la cámara.
—¿Así? —Cambió de postura, girándose ligeramente.
—Sí, perfecto. Ahora continúe.
De pie, delante de la valla de Norton Aircraft, con la chaqueta colgada del hombro y la camisa arremangada, el periodista Jack Rogers declaró:
—No me cabe duda de que Norton Aircraft atraviesa momentos muy difíciles.
Hizo una pausa y la miró.
Jennifer sonrió.
—Muchas gracias. Ha estado genial.
Casey entró en el despacho de John Marder unos minutos antes del mediodía y encontró a su jefe arreglándose la corbata y estirándose las mangas de la americana.
—Creo que deberíamos sentarnos aquí —sugirió Marder, señalando una mesita de centro rodeada de sillas que se hallaba en un rincón de su despacho—. ¿Estás preparada?
—Eso creo —respondió Casey.
—Déjame hablar a mí —dijo Marder—. Recurriré a ti cuando te necesite.
—De acuerdo.
Continuó paseándose de un lado a otro.
—Los de Seguridad me han dicho que han visto un equipo de la tele junto a la valla sur —informó Marder—. Estaban entrevistando a Jack Rogers.
—Vaya —dijo Casey.
—El muy imbécil. Me imagino lo que les habrá dicho.
—¿Tuviste ocasión de hablar con él? —preguntó Casey.
Sonó el pitido del intercomunicador.
—Ha llegado la señorita Malone, señor Marder —anunció Eileen.
—Hágala pasar —respondió, y fue a recibirla a la puerta. Casey se quedó impresionada con la mujer que entró. Malone era una
cría
, apenas un poco mayor que Richman. No tendría más de veintiocho o veintinueve años, calculó. Era rubia y muy guapa, con ese refinamiento propio de los neoyorquinos. Lucía una melena corta que le daba un aire ligeramente andrógino, y vestía ropa informal: tejanos, una camiseta blanca y una chaqueta azul con un cuello extravagante. Al mejor estilo de Hollywood.
Con solo mirarla, Casey se sintió incómoda. Pero Marder se había vuelto y decía:
—Señorita Malone, quiero presentarle a Casey Singleton, nuestra especialista en Control de Calidad en la Comisión de Estudio de Incidentes.
La jovencita rubia sonrió.
Casey le estrechó la mano.
No me jodas, pensó Jennifer Malone. ¿Conque éste es el jefe? ¿Este tipejo asustadizo de pelo engominado y traje barato? ¿Y quién es esa tía que parece escapada de un catálogo de Talbot?
Singleton era más alta que Jennifer —cosa que a ésta le disgustaba—, y guapa, con esa imagen saludable de las mujeres del Medio Oeste. Parecía una atleta, y en buena forma, aunque ya no tenía edad para ir por ahí sin maquillaje. Y sus rasgos parecían crispados, tensos. Como si estuviera bajo una gran presión. Jennifer estaba decepcionada. Llevaba todo el día preparándose para la entrevista, afilando sus argumentos. Pero había imaginado a un adversario mucho más imponente. En cambio, era como si volviera al instituto para encontrarse con el subdirector y la tímida bibliotecaria. Gente insignificante, sin ninguna clase.
¡Y el despacho! Pequeño, con paredes grises y muebles baratos. No tenía carácter. Era una suerte que no tuviera que filmar allí, porque era un sitio impresentable. ¿El despacho del presidente sería parecido? En tal caso, tendrían que filmar la entrevista en otra parte. Fuera, o en la línea de montaje. Porque aquellos despachos pequeños y vulgares no daban la imagen que quería para el programa. Los aviones eran grandes y potentes. La gente nunca creería que los diseñaban personas miserables en despachos de mala muerte.
Marder le señaló la mesa rodeada de sillas. Lo hizo con un gesto ostentoso, como si estuviera invitándola a un banquete. Puesto que le dio opción a escoger la silla, Jennifer se sentó de espaldas a la ventana, para que el sol les diera en la cara a los entrevistados.
Sacó sus notas, las repasó.
—¿Quiere beber algo? ¿Café?
—Un café me vendría muy bien, gracias.
—¿Cómo lo toma?
—Solo —respondió Jennifer.
Casey observó a Jennifer Malone mientras ésta repasaba sus notas.
—Seré sincera —dijo Malone—. Tenemos información muy comprometedora sobre el N-22. Y sobre la forma en que trabaja esta compañía. Pero toda historia tiene dos caras, y queremos asegurarnos de que tienen la oportunidad de responder a las críticas.
Marder no dijo nada; se limitó a asentir. Estaba sentado con las piernas cruzadas y un cuaderno sobre su regazo.
—Para empezar —prosiguió Malone—, sabemos qué ocurrió en el vuelo de TransPacific.
—¿De veras? —preguntó Casey—. Me sorprende, porque nosotros todavía no lo sabemos.
—Los
slats
salieron… ¿o se dice «se extendieron»? En fin, el caso es que ocurrió en pleno vuelo y el avión perdió estabilidad, comenzó a subir y a bajar, y por eso murieron algunos pasajeros. Todo el mundo ha visto la grabación en vídeo de ese trágico accidente. Sabemos que algunos pasajeros han presentado demandas judiciales contra la compañía. También sabemos que el N-22 tiene un largo historial de fallos con los
slats
, y que ni la FAA ni la compañía han tomado medidas para solucionar el problema. Todo esto, a pesar de que se han producido nueve incidentes en los últimos años. —Malone hizo una pausa y luego continuó—: Sabemos que la FAA tiene una política tan tolerante que ni siquiera conserva los documentos necesarios para la certificación. La FAA permite que la Norton guarde estos documentos aquí.
Dios, pensó Casey. No entiende
nada
.
—Permita que corrija en primer lugar su última observación —intervino Marder—. La FAA no conserva los documentos de certificación de ningún fabricante. Ni los de Boeing, ni los de Douglas, ni los de Airbus, ni los nuestros. Francamente, nosotros preferiríamos que la FAA se encargara de archivarlos. Pero no puede hacerlo porque esos documentos contienen información confidencial. Si la FAA los guardara, nuestros competidores podrían obtener dicha información amparándose en la Ley de Libertad de Información. Y eso haría las delicias de algunos de ellos. Airbus, por ejemplo, ha estado presionando para que la FAA cambie esta política, precisamente por esta razón. De modo que debo suponer que quien le ha facilitado esa información es alguien de Airbus.
Casey vio que Malone titubeaba y consultaba sus notas. Era verdad, pensó. Marder había dado en el clavo. Airbus le había dado esa información, probablemente a través de su «agencia de publicidad», el Instituto de Investigación Aeronáutica. ¿Sabía Malone que el instituto era una tapadera de Airbus?
—Pero, ¿no cree que el hecho de que la FAA permita a la Norton guardar esos documentos sugiere una relación demasiado estrecha entre ambas partes? —preguntó Jennifer con frialdad.
—Señorita Malone —respondió Marder—, ya le he dicho que preferiríamos que la FAA se encargara de archivar los documentos. Pero nosotros no redactamos la Ley de Libertad de Información. Nosotros no hacemos las leyes. Sin embargo, creemos que si gastamos centenares de millones de dólares en crear un diseño original, nuestros competidores no deberían tener acceso a él gratuitamente. Según tengo entendido, la Ley de Libertad de Información no se promulgó para permitir que nuestros competidores extranjeros copien ilegalmente la tecnología estadounidense.
—¿De modo que se opone a la Ley de Libertad de Información?
—En absoluto. Sólo he dicho que no ha sido promulgada para facilitar el espionaje industrial. —Marder se movió incómodo en su silla—. También ha mencionado el vuelo 545.
—Sí.
—En primer lugar, no estamos de acuerdo en que el accidente se produjera por una extensión de
slats
.
Vaya, pensó Casey. Marder se había decidido a andar sobre la cuerda floja. Lo que decía no era cierto, y probablemente…
—Estamos investigando el incidente —prosiguió Marder—, y aunque todavía es demasiado pronto para revelar nuestros hallazgos, creo que le han informado mal. Supongo que ha oído esa teoría de boca de Fred Barker.
—Hemos hablado con Fred Barker, entre otros…
—¿Y han hablado de Fred Barker con la FAA? —preguntó Marder.
—Sabemos que es un personaje polémico…
—Eso si se lo mira con benevolencia. Digamos que defiende un punto de vista objetivamente incorrecto.
—Querrá decir un punto de vista que usted considera incorrecto —replicó Jennifer.
—No, señorita Malone. Es objetivamente incorrecto —afirmó Marder con obstinación. Señaló los papeles que Malone había dejado sobre la mesa—. No he podido evitar ver que tiene una lista de incidentes debidos a los
slats
. ¿Se la ha dado Barker?
Malone titubeó un instante.
—Sí.
—¿Puedo verla?
—Claro.
Le pasó el papel a Marder, y éste le echó una ojeada.
—¿Es objetivamente incorrecta, señor Marder? —preguntó Malone.
—No, pero está incompleta y se presta a malentendidos. Esta lista está basada en nuestros propios documentos, pero no está completa. ¿Sabe qué son las directivas de aeronavegabilidad, señorita Malone?
—¿Directivas de aeronavegabilidad?
Marder se levantó y fue a su escritorio.